Premio UPC 2000 (17 page)

Read Premio UPC 2000 Online

Authors: José Antonio Cotrina Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA 141

BOOK: Premio UPC 2000
13.44Mb size Format: txt, pdf, ePub

»El caso es que la seguía amando, porque ellos nos habían diseñado desde el principio de los tiempos para que fuéramos esclavos de su belleza y no pudiéramos resistirla. Pero a veces, por la noche, en la oscuridad, la veía con otros ojos, y era como si se rompiera la crisálida y brotara del interior un monstruo tan repugnante que… No, no puedo seguir con eso. —Carreño hundió la cara entre las manos y empezó a temblar, sollozando en silencio.

—Dígame qué pasó, Carreño. Estamos ya muy cerca del fin. ¿Por qué la mató?

Carreño levantó la mirada. Tenía los ojos húmedos. Rojo se preguntó cuántas veces habría llorado en su vida. —¿Me lo pregunta? ¿Qué habría hecho usted? Por la mente de Rojo cruzó un pensamiento, como un relámpago airado: jamás mataría a una criatura tan bella, pero sí a su asesino.

—Le tenía tanto miedo que cogí un hacha de la mina y me la llevé a casa —se explicó Carreño—. Cada día la escondía en un lugar distinto, por temor a que la encontrara. Era casi peor guardarla en casa, pero, de alguna manera, necesitaba tener un arma cerca.

»Aquella noche llegué tarde. No había estado en la mina; había ido al aeropuerto a comprar un billete para San Francisco, y lo hice, llegué a comprarlo; pero luego fui incapaz de tomar el avión. Cuando ya tenía un pie en la escalerilla sentí pánico y salí corriendo, como si una fuerza ajena dominara mis piernas. Me di cuenta de que ella me tenía en su poder. Era inútil escapar.

»Cuando volví a casa, Néfele me estaba esperando con la mesa puesta. Le gustaba cocinar, aunque lo hacía casi peor que Eleanor. Yo traté de sonreír, como si no pasara nada; pero ella se levantó y me miró con una ira como jamás había visto en su cara. Sucio traidor, puerco embustero, me llamó. De alguna manera se había enterado de mi excursión al País de las Sombras. Te mataré, me dijo; haré que sueñes con todos los horrores imaginables. Yo caí de rodillas y empecé a suplicar de una forma indigna. Para entonces no era un hombre; me había convertido en un despojo.

»Pero ella cometió un error. Se arrojó sobre mí y empezó a tirarme del pelo, a arañarme en la cara y a patearme en los ríñones. Yo me levanté, traté de librarme de ella y, casi sin querer, la arrojé contra una pared. Ella se golpeó en la cabeza y cayó al suelo. Al hacerlo, me miró con un gesto de estupor, y me di cuenta de que no se esperaba algo así.

»En ese momento me sentí fuerte. Di dos zancadas hacia ella, la agarré del pelo y la obligué a levantarse. Ella chillaba y seguía insultándome, pero me di cuenta de que ahora tenía miedo. Estando en nuestro mundo, no tenía ningún poder sobre mí, y yo era más fuerte. Por primera vez en mi vida, pegué a una mujer. Le di una bofetada sin soltarle el pelo, y otra, y otra, hasta que empezó a sangrar por la nariz y los labios. Pero me parecía una lástima estropear ese rostro tan bello, así que le di un puñetazo en el estómago. Se cayó de rodillas al suelo y empezó a boquear, tratando de respirar. Por favor, por favor, me decía. Ahora era ella la que suplicaba.

»Se lo saqué todo. Me confesó lo que había hecho con otros hombres, y entonces me enfurecí y le quemé los dedos con un mechero. —Carreño soltó una risa histérica—. ¡Fue espantoso! Me dolía a mí tanto como a ella, pero no podía parar.

»O sí, sí paré… ahora me acuerdo. La dejé un momento, ¿y sabe lo que hizo ella? Se puso de pie, se desnudó delante de mí, abrió sus brazos y se me ofreció, llena de magulladuras como estaba. ¡Qué hermosa era aun así! Perdóname, me dijo. Volví a cogerla del pelo y la arrastré hasta la cama. Allí me tumbé encima de ella y la penetré sin esperar, a pesar de que ella no estaba preparada y le dolía. Pero poco a poco me fui calmando, y al final, cuando me vacié dentro de ella, parecía que toda mi furia se hubiera evaporado.

»Ella me empezó a acariciar la cabeza, me besó y me dijo: Tú eres diferente, tú no tienes por qué sufrir el mismo destino. Me hizo mil promesas, y casi las creí.

»Me relajé sobre sus pechos y me adormilé. Los ojos se me cerraron poco a poco. Pero de pronto, cuando iba a dormirme ya, sentí que me caía por un abismo y me desperté sobresaltado. Ella me estaba mirando a apenas un palmo de distancia, y su expresión era bien distinta a la de antes. Jamás había visto una mirada tan cruel y tan dura en los ojos de un ser humano. Pero es que ella, evidentemente, no era un ser humano. Supe en ese momento que estaba condenado, y toda mi furia anterior se convirtió en miedo.

»Me levanté como si me hubiera empujado un resorte. Me subí a una silla y saqué el hacha del altillo del armario. Ella se incorporó y trató de huir, pero la herí. No sé muy bien qué le hice. Creo que tenía una herida en el pecho y otra en el abdomen; no estoy muy seguro. Sé que cayó boca arriba en la cama, y me dio la impresión de que estaba muerta. Pero tenía mucho miedo y quería asegurarme, así que le corté la cabeza. Como luego no soportaba ver su rostro, le di la vuelta a la cabeza y la dejé boca abajo sobre la almohada.

—Ésa es toda mi historia, doctor Rojo. Salvo que dentro de quince días me administrarán la inyección letal por hacer lo que hice. Espero que la muerte sea el fin de todo; pero, por si no lo es, deseo que me ejecuten con el Anóneiros conectado.

Carreño se levantó, dispuesto a irse.

—Veo que hoy no ha venido Danvers a buscarme. Algo le habrá entretenido. Pero, en fin, creo que es hora de que me vuelva a mi celda. Rojo tragó saliva. Apenas le salía la voz.

—¿Por qué le tiene tanto miedo a la narcolepsia? También sería el fin para usted… el descanso final.

—¿No ha comprendido? Yo no tengo miedo a la narcolepsia, si eso significa reducir todo lo que he sido a la nada. Pero ya le he dicho que no todo el mundo sufre el mismo destino… que algunos se convierten en habitantes del País de las Sombras. Yo sé que ella sigue viva allí, en su mundo oscuro, y no quiero ni pensar lo que me hará si logra apoderarse de mí.

»Usted no comprende el auténtico miedo al Infierno, doctor Rojo. Pero yo sí.

Rojo se quedó cinco minutos inmóvil, mirando a la puerta por la que había salido Carreño. En ese tiempo su mente estuvo en blanco; sus manos, quietas sobre la mesa; sus ojos apenas parpadearon. Después, sacó un cigarro, se lo llevó a la boca y encendió el mechero. Durante unos segundos la llama bailó ante sus ojos, a un centímetro de la punta del cigarrillo. Pasó la mano izquierda sobre el fuego y después la dejó quieta, contemplando cómo aquella lengua amarilla lamía su piel. El calor se hizo insoportable y retiró la mano.

Cabrón, masculló, pensando en Carreño. Le quemó los dedos… Se guardó el cigarrillo sin encenderlo, recogió sus cosas y salió del despacho. No tenía ganas de encontrarse con Olivia; a decir verdad, no tenía ganas de encontrarse con nadie. Mientras se dirigía a zancadas al aparcamiento de la prisión, pensó en Susan Grafter, de quien no había querido acordarse en todo el día. La clave estaba en ella. Toda aquella maraña de delirios no le habría afectado tanto si no hubiera sido por ella.

El día anterior había vuelto a la enfermería con Olivia Rosen para ver a Susan Grafter. De pronto había creído comprender la razón de su
deja vu
aunque a él mismo le parecía ridícula, quería comprobarla y demostrarse a sí mismo que era una estupidez.

La mujer seguía exactamente igual que la había dejado en su visita anterior. Los ojos bailaban frenéticos de un lado a otro por debajo de los párpados.

Rojo sintió compasión por ellos, más que por la misma mujer. Le tocó la piel, que seguía ardiente y seca, y comprobó la temperatura: cuarenta y dos grados y tres décimas.

Ahora venía lo más difícil. Se volvió hacia la psicóloga y, a pesar de la tensión que sentía, trató de componer la más encantadora de sus sonrisas. Normalmente le daba resultado.

—Olivia, tengo que pedirle un inmenso favor. Ya sé que es usted quien lleva este caso y quien me lo ha presentado, pero… La verdad es que necesitaría quedarme a solas con esta mujer.

La psicóloga frunció el ceño, molesta.

—¿Quedarse solo con ella? ¿Qué quiere ocultarme? ¿Es usted necrófilo, o es que quiere levantarme el caso y atribuirse todo el mérito?

Rojo abrió los brazos y mostró las palmas de las manos, en un gesto de sinceridad que en esta ocasión era auténtico.

—Olivia, le juro que jamás publicaré nada sobre Susan Grafter si el nombre de usted no aparece por encima del mío. Ya sé que resulta difícil de entender, pero esto tiene que ver con el caso de Carreño. Por eso no puedo explicárselo… aún. Pero lo haré.

La psicóloga se cruzó de brazos, se quedó pensando unos segundos y por fin accedió.

—Está bien. No me hace mucha gracia, pero le permitiré esta excentricidad por la cena de ayer. ¡Pórtese bien!

Cuando se quedó a solas con la enferma, Rojo se inclinó sobre ella y susurró en su oído:

—¿Estás ahí?

Tan cerca de ella, la fetidez acre de su respiración se le hacía insoportable. Se incorporó y tomó aire inútilmente. El olor se había extendido por toda la enfermería y ya no lo podía sacar de sus fosas nasales. Volvió a agacharse y susurró de nuevo:

—¿Estás ahí? —Esperó unos segundos y añadió—: Contéstame, por favor. No hablo con Susie Bocasucia. Sé quién eres, y sé que estás ahí dentro.

Se sentía ridículo realizando aquel exorcismo. De pronto se le ocurrió que podía haber alguna cámara filmándole y se irguió. Recorió con la mirada todas las paredes, pero no encontró nada que pareciera un dispositivo de filmación. Desconfiando aún, volvió a acercarse a la oreja de la enferma.

—¿Estás ahí? Sé cómo te llamas. Cuando te diga tu nombre, contéstame, por favor. ¿Estás ahí, Eleanor?

La respuesta le hizo dar un respingo.

—¿…én me llama?

Rojo se apartó unos pasos y estuvo a punto de salir corriendo, pero pensó que sucumbir al pánico otra vez, como había hecho en la mina, era altamente impropio de un psiquiatra con reputación. Tragó saliva, hinchó el pecho y contestó.

—Soy un médico. Sólo quiero ayudarte.

La mujer apenas abrió los labios para hablar. La voz era tan débil que Rojo tuvo que pegar la oreja a su boca. El hedor le revolvió el estómago, pero aguantó estoicamente.

—Sácame de aquí…

—¿Dónde estás?

—No lo sé… Es un lugar frío y negro… Sácame… Me consumo, me consumo…

En ese momento, Rojo había mandado al infierno su reputación y se había largado de allí; no lo había hecho corriendo porque aún le quedaba un resto de dignidad, pero todos aquellos con los que se cruzó se preguntaron adonde iría el psiquiatra español con tanta prisa.

Y ahora, un día después de aquello, mientras conducía el coche alquilado de vuelta a Rapid City, sabía perfectamente por qué no podía desechar por completo la historia de Carreño como si tan sólo fuera la elucubración de una mente enferma. Después de oír las palabras que habían salido de la boca de Susan Grafter, un impulso irresistible del que sabía se arrepentiría le había hecho volver a la mina Highwater para recuperar el diario de Carreño. Y allí había vuelto a leer aquellas líneas que habían estado rondando su mente durante dos días:

Cuando traté de responder, mi mujer empezó a chillar: «¡Me consumo, me consumo!» como una histérica, y yo estuve apunto de pegarle. Dios sabe que no soy una persona violenta, pero no soporto que me repita eso cada vez que tiene algún problema.

Cuando terminaba de doblar la última camisa para guardarla en la maleta, sonó el teléfono. Rojo no tenía ganas de hablar con nadie, pero en el registro de entrada aparecía el nombre de Olivia Rosen. Le pareció una descortesía no despedirse de la psicóloga y aceptó la llamada.

—Bueno, Olivia. Parece que mi trabajo en esta parte del mundo se ha terminado ya.

—Lo sé. Quería despedirme. Yo… —la psicóloga agachó la mirada, un tanto azorada—… espero haberle ayudado de alguna manera.

—He pasado unos ratos maravillosos en ese estupendo sillón que tiene en su despacho. Por cierto, espero que no me guarde rencor por haberme echado un pitillo en él…

—Si el motivo era terapéutico, queda usted disculpado. ¿Ha entregado ya su informe?

—Iba a hacerlo ahora mismo.

—Espero que tenga suerte. ¿Sabe? Yo no tengo muy claro si estoy a favor o en contra de la pena de muerte. Pero me alegraré si le conmutan la pena a Carreño. Por usted.

—Muchas gracias —dijo Rojo, frotándose la comisura de los labios. Luego se dio cuenta de que ese gesto traicionaba el hecho de que tenía algo que ocultar, y bajó la mano.

—Bueno, supongo que eso es todo. Ya sabe, tiene usted mi número de teléfono para cualquier consulta… profesional que quiera hacerme. —Olivia le sonrió con cierta picardía mientras miraba de soslayo a la cámara—. Y no se le ocurra publicar nada sobre Susan Grafter sin consultarme antes.

—Lo tendré en cuenta… colega.

Cuando colgó, Rojo se sintió como un miserable. Y no era por el caso de Susan Grafter.

INFORME FINAL

El ciudadano español Alvaro Carreño Santos, de 30 años de edad, ha sido juzgado por el asesinato de su esposa, Eleanor Carreño (Dawkins de soltera), con el veredicto de culpable de homicidio en primer grado. Condenado a muerte por el estado de Dakota del Sur, está internado en la prisión de St. Ambroise, esperando el momento en que se cumpla la sentencia mediante el procedimiento de la inyección letal.

Por solicitud de la Embajada de España en Estados Unidos, el abajo firmante, doctor Pedro Rojo de las Heras, ha realizado una exploración psiquiátrica de Alvaro Carreño para determinar si existía, en el momento del crimen, alguna circunstancia anormal en el estado de su mente que pudiera considerarse como atenuante o eximente. Se tiene en cuenta que el paciente ya fue sometido al dictamen de dos psicólogos durante el juicio. El presente estudio no pretende poner en duda la competencia de estos dos profesionales, sino apurar las posibilidades de evitar la ejecución de un ciudadano español, como nos dictan tanto las más elementales normas de humanidad como el grado de inquietud manifestado por la sociedad de nuestro país.

Procedimiento: entrevistas personales con el sujeto realizadas entre los días 15 y 22 de febrero del corriente año, durante las cuales se le sometió a una serie de pruebas que se contrastaron con las anteriormente realizadas.

(Nota: se acompañan como testimonio algunos fragmentos del diario personal de Alvaro Carreño, que ilustran las conclusiones del estudio.)

Conclusiones del estudio

Other books

Spartan Planet by A. Bertram Chandler
A Whisper of Danger by Catherine Palmer
A Time to Dance-My America 3 by Mary Pope Osborne
Moving On (Cape Falls) by Crescent, Sam
They Came On Viking Ships by Jackie French
Friends With Benefits by Carver, Rhonda Lee
Shadows by Robin McKinley