Premio UPC 2000 (51 page)

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Authors: José Antonio Cotrina Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA 141

BOOK: Premio UPC 2000
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—Supongo que sí. Se dice tanto.

—Pues es cierto —le aseguró el otro, y se apresuró en agregar—: pero te tengo pésimas noticias: esos refuerzos no llegarán nunca. Paco lo miró fijo a los ojos, dubitativo. —¿Y tú venías en esa nave?

—Positivo, compañero —nuevas arrugas se curvaron alrededor de su sonrisa—. Eramos unos ciento veinte mil efectivos. Todos soldados genuinos, ya sabes: genes personalizados, adiestramiento de élite, equipo pesado. La fuerza de choque indispensable para que la Federación conquistase Aldebarán V de una vez por todas. A la guerra le quedaban tan sólo algunos meses de duración. —Su voz era eco de su frustración—. El transporte de tropas
Victoria
salió del astropuerto Alpha-6 y realizó un periplo de hipersaltos evitando las zonas fronterizas. El último salto nos trajo a cinco minutos-luz de aquí. Fin de viaje —suspiró—. Nunca supimos si el punto de reentrada al sistema había sido minado por el enemigo, o si una nave xenoide nos estaba esperando. Lo cierto es que nuestra astronave sufrió varios impactos y su casco se partió como una endeble cascara de huevo. Decenas de miles murieron en unos instantes.

De Sousa le contó cómo unos cuarenta mil hombres que se creyeron afortunados, entre ellos él, sobrevivieron a la descompresión repentina, lograron alcanzar los trajes presurizados, y saltar al espacio, mientras la nave seguía estallando. Ahora eran corpúsculos frágiles separados del vacío por conchas inestables. Alrededor de ellos, miles de cuerpos incompletos danzaban un macabro ballet ingrávido, seguidos por trozos de metal retorcidos, órganos sueltos y fluidos congelados. Las explosiones iluminaban la magnitud del naufragio, y el escenario en general les mostraba el desbande total. Pero habían sobrevivido algunas voces de mando, y después de varias horas trataron de organizar y reunir a los sobrevivientes a través de los implantes. Se creó una red, se asignaron protocolos de acceso. El debate fue corto. Una cosa estaba clara para todos: estaban a cinco minutos-luz de su destino, y nadie vendría a rescatarlos. No había potencial radial para enviar un aviso del desastre. Tenían que llegar al planeta por sus propios medios, cosa que con los limitados sistemas de maniobra de que disponían, les llevaría un par de meses lograr. Pero estaban enfundados en escafandras autónomas, diseñadas para proporcionarles cierto margen de supervivencia, pues disponían de alimentos básicos, un sistema de reciclaje, y unidades bacterianas modificadas que, en teoría, deberían regenerar el aire indefinidamente. Tenían que intentarlo. Así que comenzaron a caer, hacia la salvación. Una caravana flotante de una milla de largo, con cuarenta mil hombres y mujeres cargados de fe.

De Sousa se detuvo con una expresión ausente alojándosele en el rostro; como atrapando recuerdos reluctantes. Paco no se atrevió a interrumpirle.

—Al principio todo fue bien-prosiguió el otro—. La red de comunicaciones se convirtió en el ancla de nuestra humanidad, un reclamo de nuestros instintos gregarios. Existía una ética de sostén, de apoyo al compañero. Pero con el tiempo, la necesidad de escatimar nuestra preciada energía nos obligó a disminuir considerablemente los contactos radiales. Pasó un mes. Flotando en caída libre, envueltos en el silencio cósmico, invocando inconscientemente nuestros fantasmas internos. Poco a poco, dejó de importar cuánto demoraba en pasar un día, una semana, un mes. Todo se reducía a caer, caer eternamente, con las estrellas como telón de fondo, trazando pacientemente tu senda hacia la locura. Hasta que la meta se convirtió en una simple extensión del deseo —los ojos del hombre parecieron empañarse de humedad, y añadió—: Estúpidos aquellos que creímos que de alguna forma podríamos escapar ilesos.

Así había transcurrido otro mes. Tuvieron accidentes, algunos sistemas vitales dejaron de funcionar, y los ocupantes morían. Comenzaron a asustarse de veras, y las esperanzas se fueron perdiendo. El aislamiento comenzó a cobrar sus víctimas, pues la mente humana es demasiado frágil para resistir un confinamiento tan prolongado sin enloquecer. Mucha gente se hundió en profundos estados depresivos de los que ya no logró salir. A menudo veían a un compañero apartarse de la caravana y perderse en el vacío para siempre. Miles de ellos, definitivamente, no estaban hechos para los espacios cerrados; se volvieron claustrofóbicos hasta la epilepsia y la muerte. Abrían los cascos y despresurizaban sus trajes para escapar de aquella prisión. Aparecieron un sinfín de trastornos psicosomáticos. Otros alucinaban, se volvían solipsistas, sucumbían a extrañas neurosis, y cometieron errores fatales. Sabían que viajaban con un montón de cadáveres a la deriva, pero no había nada que pudieran hacer al respecto, excepto aguantarse y seguir cayendo.

—Y créeme —le aseguró De Sousa con una sonrisa de pesar, y un extraño fulgor en los ojos—, nadie puede sobrevivir a una experiencia como ésa y pretender permanecer intacto.

Paco estaba consternado. Había dejado de escuchar el bullicio del comedor, la música, los sonidos ajenos al relato.

—A finales del tercer mes —prosiguió el otro—, los trajes empezaron a fallar. No todos, por supuesto, pero sí un porcentaje elevado. Nada había sido diseñado para resistir una prueba tan larga. Ni siquiera la gente. Unidades bacterianas que, atacadas por la microbiota humana, dejaban de regenerar el aire. Fallos en los sistemas de reciclaje. Entonces cundió el pánico. Las voces de mando se extinguieron, y aparecieron focos de anarquía. Un salvajismo brutal que en algunas secciones de la caravana devino en asaltos, piratería de trajes, y enfrentamientos entre grupos. Licencia; confusión y desorden. Ya casi nadie se identificaba radialmente cuando se acercaba; yo mismo sobreviví canibaleando alimentos concentrados de los trajes que me rodeaban en aquel cementerio errante. Eso éramos; un desfile de ataúdes en caída libre. Cuando en el quinto mes de viaje fuimos interceptados por un par de lanzaderas orbitales de Aldebarán, sólo quedábamos con vida unos mil cuatrocientos soldados, algunos incurablemente locos.

—Tuviste mucha suerte, hermano —le dijo Paco.

—¿Suerte le llamas a eso, compañero? —se sorprendió el hombre—. ¿Suerte? No; me salvaron mis dioses, me protegieron mis amuletos. Yemayá y Changó saben velar por los hijos de Yoruba. —Le sonrió—. Tú entiendes de eso, veo que llevas un coral de resguardo. Eso es bueno, pero no lo suficiente. A fin de cuentas, los corales son animales muertos, y las rocas son más elementales que los animales. Poseen más poder. Mira —le mostró en su cuello un collar del que colgaban dos piedras negras, y acarició con fervor las superficies pulidas de las piezas—. ¿Ves? Yo llevo un ónix y un azabache. Están «cargadas» con mis deidades, para protegerme.

Aquella revelación tocó un punto sensible en los sustratos mentales de Paco. La cualidad supersticiosa que asociaba con la suerte y el destino de una persona afloró en él.

—¿Crees que yo pueda sobrevivir a esta guerra, hermano? —preguntó con voz temblorosa.

Aquellos ojos oscuros se clavaron en los suyos.

—No sé —fue la respuesta—. Tus energías están descentradas. No puedo atisbar en tu futuro, demasiada oscuridad en tu camino. —La vista del otro parecía horadarlo—. Necesitas ayuda para llegar al final.

Una vez más, Paco pensó en su sueño.

—¿Podrías hacerlo por mí, hermano?

—Seguro —dijo De Sousa.

En su muñeca izquierda tenía una pulsera de cuentas plásticas, amarillas y verdes, y entre ellas brillaba un trozo de roca de cuarzo. Se deshizo del talismán y lo puso en la mano de Paco.

—Creo que vales la pena, compañero. Esto debe ayudarte. Te lo dice Joáo.

Para Paco, fue un momento mágico. La calidez del amuleto, las palabras del hombre; un oasis de cordura iluminando las tinieblas de su destino como un signo bendito.

Afuera el calor de la tarde era como una onda de presión que tornaba el aire denso e irrespirable. El primario era un disco rojizo y maligno que volcaba su furia sobre los habitantes de Punto Finn arrancando sombras torcidas de las estructuras de cerámica refractaria. Absorto en sus pensamientos, Paco deambuló por las polvorientas callejuelas, donde soldados y civiles se apresuraban a escapar del astro abrasador, buscando protección bajo los arcos y en el interior de los locales. Los implantes de comunicación de Klissman y Yoko continuaban mudos; tan muertos como si nunca hubieran existido. Lo inusual de aquel hecho le angustiaba como una premonición de desastre.

En una de las entrecalles de la aldea, divisó un foso de incineración. Había también un vehículo todoterreno volteando un cargamento de bultos grisáceos hacia el interior del foso, mientras dos tipos fornidos, con chaquetas climatizadas y visores telemétricos montados en los cascos, esparcían el contenido de un tubo verdoso sobre los bultos. Ninguno de los hombres pareció reparar en él.

De pronto advirtió que las formas en el fondo del foso eran cuerpos; cuerpos humanos con la piel de un enfermizo y absurdo color gris. El modo en que yacían, como bestias exánimes cubiertas de heridas horribles y suciedad, exhibiendo muecas inhumanas en los rostros, hizo que Paco se volviera horrorizado hacia los dos civiles.

—¿Qué significa esto? ¿Quiénes son ellos?

—Tranquilo, amigo; esta escoria no es humana —le dijo uno de ellos sin interrumpir su labor—. Son Thorks. Éstos ya no podrán engañar a nadie más.

—Somos cazadores —aclaró el otro.

Distinguió entonces que de las llagas de aquellos cadáveres desnudos brotaban unas repugnantes excrecencias en forma de pseudópodos negros, como serpientes ciegas tratando de escapar de una cueva. Los enormes cráteres sin sangre, formados por los impactos de bala, revelaban masas gelatinosas y estructuras musculares completamente alienígenas, y los brazos o las piernas de muchos de ellos parecían metamorfosis abortadas, a medio camino entre extremidades humanas y patas de reptil. Sus ojos eran absolutamente negros.

Paco había oído a algunos veteranos hablar de los Thorks, pero nunca se había tropezado con ellos. Los Thorks eran animales miméticos de la jungla; constituían el ejemplo de biología replicante más exótico que los xenobiólogos hubieran encontrado jamás en un mundo habitado. Depredadores menores, su adaptación evolutiva les permitía mimetizar el fenotipo de otros animales, y de esa forma atrapaban a sus presas, y a la vez podían confundirse con los depredadores mayores para pasar inadvertidos entre ellos. Se decía que solían penetrar en los poblados adoptando forma humana y que se habían cobrado algunas vidas.

Los cuerpos se inflamaron bajo la acción del fuego y comenzaron a crepitar despidiendo nubes de un humo pestilente y azul. Algunos estaban vivos todavía, y Paco, profundamente perturbado por la visión de aquellos seres que parecían mutantes humanos, descendientes de un holocausto nuclear, tuvo que esforzarse para mantener el almuerzo dentro de su estómago.

Uno de los hombres se acercó a él.

—¿Demasiado extraño para ti, amigo? —le dijo con voz divertida y distante. Paco le miró por un momento: ojos incisivos, rostro afilado, nariz ganchuda; parecía un ave de presa—. Hay que aprender a vivir con el horror, si no quieres morirte.

—De todos modos no durará mucho tiempo —aseguró el otro—. Pronto vamos a ganar esta guerra, y entonces limpiaremos de carroña toda la jungla. —Su tono era despectivo—. Vamos a enderezar el planeta entero.

Paco los contempló: el tipo de cazadores civiles que proliferaban al amparo de las tecnologías militares, operando siempre en la periferia de las aldeas.

Entonces se escucharon sordos tableteos de armas de fuego en dirección al centro del poblado. Paco, alerta, estiró el cuello, olfateando de alguna forma el olor del peligro.

—No se preocupe —le calmó el del rostro afilado—. Deben de ser prácticas. Estamos a cientos de kilómetros del territorio de los xenos.

Dos Scorpio aparecieron de repente por el sur, y pasaron volando a escasos metros sobre sus cabezas; los tres hombres se agacharon instintivamente.

—¡Qué diablos…! —exclamó Paco viéndolos enfilar hacia el helipuerto.

—¡Esos imbéciles están volando demasiado bajo! Va en contra de las reglas —protestó uno de los cazadores. —Hijos de puta —añadió el otro.

A seis bloques de distancia, los Scorpio remontaron por encima de las estructuras y, de repente, estallaron como alcanzados por misiles. Paco no esperó ninguna otra señal y corrió como un poseso hacia el lugar de donde provenían los disparos. Sabía que el desastre lo estaba esperando. Uno de los cazadores montó en el vehículo y se alejó en dirección contraria, mientras el otro le daba instrucciones y salía a todo correr detrás de Paco.

En su carrera, Paco podía ver a la gente del poblado asomándose a las calles, y retrocediendo ante los gritos del cazador que les ordenaba que se refugiaran. Una cadena de explosiones atronó los aires, y las llamas se alzaron desde el edificio del Sonadero.

Paco llegó a la esquina que desembocaba en el helipuerto y se detuvo jadeante ante la magnitud del desastre. El área de destrucción abarcaba todo el lugar: cuatro unidades Scorpio habían sido sorprendidas en tierra y ahora eran restos llameantes junto al destrozado transbordador de la ComTrop. Parecía como si un ciclón de fuego hubiera golpeado la zona. Veintenas de soldados agonizaban sobre la pista, y un par de edificios bajos se habían derrumbado aplastando vehículos y gente. Miríadas de cíberes apagaincendios avanzaban por la pista calcinada pasando sobre los muertos como una extraña plaga de hormigas gigantes.

El cazador de rostro afilado se detuvo junto a Paco y le alcanzó una carabina con microordenador incorporado en la culata. El sudor le corría por las sienes y el rostro hasta desaparecer bajo el cuello de la chaqueta climatizada. Los dos hombres se refugiaron tras el edificio en el momento en que dos ojivas cinéticas derribaban una enorme porción del Sonadero, provocando una lluvia de esquirlas de vidrio y cerámica.

—Dios —murmuró Paco, pensando en la cantidad de soldados que estarían ahora sumidos en sus sueños RV—. Nos han cogido durmiendo. —Tenía la seguridad de que en cualquier momento empezarían también a llover xenoides sobre ellos. Aferró la carabina con más fuerza, y esperó.

Sin embargo, el enemigo continuaba oculto.

—¿Dónde están las naves, dónde están sus malditos guerreros? —le gritó al otro.

El civil se asomó y echó un vistazo rápido.

—Parece que el enemigo está sobre el edificio de defensa antiaérea —le informó—. Hay varios acorazados tratando de escalar esa pared.

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