«Lo dices solo para que me calle, me apartas de mis hijos…»
«Nunca estás aquí, solo que no te das cuenta».
«Soy una buena madre, intento equilibrar las obligaciones de un trabajo muy exigente y las necesidades de mi familia».
«No me das el menor apoyo, invades mi terreno y me saboteas».
«Vuelves a los niños en mi contra».
Me imaginaba a su abogado aduciendo esas razones en un juicio. Y sabía por qué. Según un reciente artículo que había leído en la revista
Redbook
, la «enajenación del afecto» era actualmente el argumento de moda en los tribunales. El padre vuelve a los hijos contra la madre. Envenena sus jóvenes mentes de palabra y obra. Mientras la madre, como siempre, queda libre de toda culpa.
Todos los padres eran conscientes de que el sistema legal se decantaba irremediablemente a favor de las madres. Los tribunales hablaban mucho de igualdad y al final dictaminaban que un niño necesitaba a su madre. Aunque estuviera ausente. Aunque le pegara u olvidara darle de comer. Siempre y cuando no se drogara o rompiera los huesos a los niños, era una madre idónea a los ojos de la ley. Incluso si se drogaba, un padre podía perder el caso. Uno de mis amigos de MediaTronics tenía una ex esposa heroinómana que entraba y salía de los centros de rehabilitación desde hacía años. Finalmente se divorciaron y tenían la custodia compartida. Supuestamente ella ya no consumía, pero los niños decían que sí. Mi amigo estaba preocupado. No quería que su ex mujer llevara a los niños en coche cuando estaba colocada. No quería que hubiera camellos alrededor de los niños. Así que acudió a los tribunales para solicitar la custodia plena, y se la denegaron. Según el juez, la esposa realizaba un sincero esfuerzo por superar su adicción, y los niños necesitaban a su madre.
Esa era, pues, la realidad. Y ahora yo tenía la impresión de que Julia empezaba a preparar su acusación. La idea me horrorizaba.
Cuando estaba ya con los nervios a flor de piel, sonó el teléfono móvil. Era Julia. Llamaba para pedir disculpas.
—Lo siento mucho. Hoy he dicho muchas estupideces. No lo decía en serio.
—¿A qué te refieres en particular?
—Jack, sé que me apoyas. Claro que me apoyas. No podría arreglármelas sin ti. Estás haciendo un magnífico trabajo con los niños. Últimamente no soy la de siempre. Ha sido una estupidez, Jack. Lamento haber dicho todo eso.
Cuando colgué, pensé: ojalá lo hubiera grabado.
Tenía una entrevista a las diez con una cazatalentos, Annie Gerard. Nos encontramos en la soleada terraza de una cafetería de Baker Street. Siempre quedábamos fuera para que Annie pudiera fumar. Tenía abierto el portátil y conectado el módem inalámbrico. Entre sus labios pendía un cigarrillo y entornaba los ojos a causa del humo.
—¿Hay algo? —pregunté, sentado frente a ella.
—Sí, de hecho sí. Dos excelentes posibilidades.
—Magnífico —dije, revolviendo el café con leche—. Cuéntame.
—Veamos qué te parece esto. Analista jefe del departamento de investigación de IBM, para trabajar en arquitectura de sistemas distribuidos avanzados.
—Eso es lo mío.
—Lo mismo he pensado yo. Eres idóneo para el puesto, Jack. Dirigirías un laboratorio de investigación con sesenta personas. El salario es de cincuenta mil dólares anuales, con opción a acciones y contrato de cinco años, más los derechos de cualquier programa que se desarrolle en tu laboratorio.
—Parece interesante. ¿Dónde?
—Armonk.
—¿Nueva York? —Negué con la cabeza—. Ni hablar, Annie. ¿Qué más?
—Una compañía de seguros. Jefe de un equipo que elabora sistemas multiagente para análisis de datos. Es una oportunidad excelente, y…
—¿Dónde?
—Austin.
Dejé escapar un suspiro.
—Annie, Julia tiene un trabajo que le gusta, al que se dedica de pleno, y ahora no va a dejarlo. Los niños van al colegio aquí, y…
—La gente se traslada continuamente. Todos tienen niños en edad escolar. Los niños se adaptan.
—Pero con Julia…
—Otros hombres tienen esposas que trabajan y aun así se trasladan.
—Lo sé, pero el caso es que con Julia…
—¿Has hablado con ella del tema? ¿Se lo has planteado?
—Bueno, no, porque yo…
—Jack. —Annie me miró por encima de la pantalla del portátil—. Mejor será que te dejes de tonterías. No estás en posición de elegir. Empiezas a tener un problema de estancamiento.
—Estancamiento —repetí.
—Sí, Jack. Llevas seis meses sin trabajo. En el mundo de la alta tecnología eso es mucho tiempo. Las empresas deducen que si te cuesta tanto encontrar trabajo debe de ser por algo. No saben qué es; simplemente dan por sentado que te han rechazado demasiadas veces, muchas otras empresas. Pronto ni siquiera te entrevistarán. Ni en San José, ni en Armonk, ni en Austin, ni en Cambridge. Estás perdiendo el tren. ¿Me oyes? ¿He hablado claro?
—Sí, pero…
—Nada de peros, Jack. Tienes que hablar con tu mujer. Tienes que encontrar la manera de salir de esta situación.
—Pero no puedo marcharme de Silicon Valley. Debo quedarme aquí.
—Este no es buen sitio. —Volvió a levantar la pantalla—. Siempre que pronuncio tu nombre me salen con lo mismo. Por cierto, ¿qué está pasando en MediaTronics? ¿Van a procesar a ese Don Gross?
—No lo sé.
—Llevo oyendo ese rumor desde hace meses, pero parece que nunca llega el momento. Por tu bien espero que ocurra pronto.
—No lo entiendo —dije—. Estoy perfectamente situado en un campo de vanguardia, el procesamiento distribuido multiagente, y…
—¿De vanguardia? —repitió ella, mirándome con los ojos entornados—. El procesamiento distribuido no es un campo de vanguardia, Jack; es puro futurismo. En Silicon Valley todo el mundo da por supuesto que los avances en vida artificial van a derivarse del procesamiento distribuido.
—Y así es —convine, asintiendo con la cabeza.
En los últimos años la vida artificial había sustituido a la inteligencia artificial como objetivo informático a largo plazo. La idea era escribir programas que tuvieran los atributos de criaturas vivas: la capacidad de adaptarse, cooperar, aprender, asimilar cambios. Muchas de esas cualidades tenían especial importancia en robótica, y empezaban a realizarse mediante procesamiento distribuido.
El procesamiento distribuido implicaba la división del trabajo entre varios procesadores o entre una red de agentes virtuales creados en el ordenador. Había varias formas básicas de llevar eso a cabo. Una consistía en crear una numerosa población de agentes poco inteligentes que colaboraban para conseguir un objetivo, del mismo modo que una colonia de hormigas. Mi propio equipo había trabajado mucho en esa línea.
Otro método era constituir una hipotética red neural que emulara la red de neuronas del cerebro humano. Resultaba que incluso las redes neurales más sencillas poseían un sorprendente poder. Estas redes eran capaces de aprender. Eran capaces de basarse en la experiencia pasada. Nosotros también habíamos elaborado algunos de esos programas.
Una tercera técnica consistía en crear genes virtuales en el ordenador y permitir que evolucionaran en un mundo virtual hasta alcanzar determinado objetivo.
Y existían asimismo otros varios procedimientos. En conjunto estos procedimientos representaban un gran cambio respecto a las antiguas ideas sobre inteligencia artificial o IA. Antes, los programadores intentaban escribir pautas para abarcar toda situación posible. Por ejemplo, trataban de enseñar a los ordenadores que si alguien compraba algo en una tienda, tenía que pagar antes de marcharse. Pero esta información basada en el sentido común era muy difícil de programar. El ordenador cometía errores. Se añadían nuevas pautas para subsanar los errores. Aparecían nuevos errores y nuevas pautas. Al final los programas eran descomunales, millones de líneas de código, y empezaban a fallar por su pura complejidad. Eran demasiado grandes para depurarlos. Era imposible saber de dónde procedían los errores. Así que comenzó a pensarse que la IA basada en pautas nunca daría resultado. Mucha gente auguró el final inminente de la inteligencia artificial. Los ochenta fueron una buena década para los profesores de literatura que opinaban que los ordenadores nunca se equipararían a la inteligencia humana.
Pero las redes distribuidas de agentes ofrecían un enfoque completamente nuevo. Y la filosofía de programación también era nueva. Los antiguos programas basados en pautas se organizaban «de arriba abajo». Se introducían pautas de comportamiento para el sistema en su totalidad.
Los nuevos programas, en cambio, se elaboraban «de abajo arriba». El programa definía el comportamiento de los agentes individuales al nivel estructural más bajo. Pero el comportamiento del sistema en su totalidad no se definía. En lugar de eso, el comportamiento del sistema surgía espontáneamente, resultado de centenares de pequeñas interacciones que se producían a un nivel inferior.
Dado que el sistema no se programaba, podían producirse resultados sorprendentes. Resultados jamás previstos por los programadores. Por eso podían parecerse a la vida misma. Y por eso era un campo tan vanguardista, porque…
—Jack. —Annie me tocó la mano. Parpadeé—. Jack, ¿has oído algo de lo que acabo de decirte?
—Perdona.
—No estás prestándome atención —protestó. Me echó a la cara el humo del tabaco—. Sí, tienes razón, estás en un campo de vanguardia. Razón de más para preocuparte por tu estancamiento. No es lo mismo que si fueras un ingeniero electrónico especializado en mecanismos de impulso óptico. Los campos de vanguardia avanzan deprisa. En seis meses una compañía puede consolidarse o quebrar.
—Lo sé.
—Estás en la cuerda floja, Jack.
—Soy consciente de eso.
—¿Y bien? ¿Hablarás con tu mujer? Por favor.
—Sí.
—De acuerdo —dijo—. No te olvides. Porque si no, no podré ayudarte.
Lanzó la colilla del cigarrillo al resto del café con leche; la colilla crepitó y se apagó. Cerro el portátil, se levantó y se fue.
Telefoneé a Julia pero no la encontré. Me salió el buzón de voz. Sabía que era una pérdida de tiempo plantearle siquiera la posibilidad de trasladarse. Con toda seguridad se negaría, sobre todo si tenía un amante. Pero Annie estaba en lo cierto: me hallaba en una situación complicada. Tenía que hacer algo. Tenía al menos que preguntárselo.
Sentado ante mi escritorio, daba vueltas entre los dedos al cubo de SSVT e intentaba pensar qué hacer. Faltaba una hora y media para ir a recoger a los niños. Quería hablar con Julia. Decidí telefonearla otra vez a través de la centralita de la compañía para ver si podían localizarla.
—Xymos Technology.
—Con Julia Forman, por favor.
—No se retire. —Música clásica y luego otra voz—. Despacho de la señora Forman.
Reconocí a Carol, la ayudante de Julia.
—Carol, soy Jack.
—Ah, hola, señor Forman. ¿Qué tal?
—Bien, gracias.
—¿Quiere hablar con Julia?
—Sí.
—Pasará el día en Nevada, en la fábrica. ¿Quiere que intente ponerle en contacto con ella allí?
—Sí, por favor.
—Un momento.
Me dejó en espera. Durante bastante rato.
—Señor Forman, estará reunida durante una hora. Espero que me devuelva la llamada en cuanto salga. ¿Le digo que le llame?
—Sí, por favor.
—¿Quiere que le dé algún recado?
—No —respondí—. Solo dile que me llame.
—De acuerdo, señor Forman.
Colgué y, dándole vueltas al cubo de SSVT, fijé la mirada en el vacío. «Pasará el día en Nevada». Julia no me había dicho que iría a Nevada. Reproduje mentalmente la conversación con Carol. ¿Había notado a Carol un tanto incómoda? ¿Estaba encubriendo a Julia? No estaba seguro. Ya no estaba seguro de nada. Mientras miraba por la ventana se pusieron en marcha los aspersores, lanzando conos de agua atomizada sobre el césped. Era pleno mediodía, la peor hora para regar. En teoría eso no debía ocurrir. Los aspersores habían sido ajustados hacía solo unos días.
Contemplando el agua, empecé a deprimirme. Daba la impresión de que todo iba mal. No tenía trabajo; mi esposa estaba ausente; los niños eran un agobio y, en mi trato con ellos, me sentía siempre inepto… y ahora los condenados aspersores no funcionaban bien. Iban a estropear el condenado césped.
Y de pronto la niña empezó a llorar.
Esperé la llamada de Julia pero no telefoneó. Corté unas pechugas de pollo en tiras (el truco consiste en mantenerlas frías, casi congeladas) para la cena, porque el pollo era otra de las comidas que los niños nunca rechazaban. Puse arroz a hervir. Comprobé las zanahorias de la nevera y decidí que, aunque tenían unos días, todavía podía utilizarlas.
Me corté en un dedo mientras cortaba las zanahorias. No era un corte grande pero sangraba mucho, y la tirita no interrumpía la hemorragia. La sangre traspasó el apósito, así que tuve que cambiarme la tirita una y otra vez. Resultaba molesto.
Cenamos tarde y los niños estaban de mal humor. Eric se quejó estridentemente de que mis barritas de pollo no le gustaban, afirmando que las de McDonald’s eran mucho mejores, preguntando por qué no comíamos de esas. Nicole ensayó las líneas para el papel de su obra y Eric la imitaba entre dientes. La pequeña escupió todas las cucharadas de papilla hasta que me rendí y la mezclé con un poco de plátano triturado. A partir de ese punto comió sin detenerse. No sé por qué no se me había ocurrido eso nunca antes. Amanda crecía y ya no le gustaba la papilla demasiado blanda.
Eric se había dejado los deberes en el colegio; le dije que telefoneara a sus amigos para informarse, pero no quiso. Nicole pasó una hora cruzando mensajes con sus amigos; una y otra vez me asomaba a su habitación y le decía que apagara el ordenador hasta que acabara los deberes, y ella contestaba: «Dentro de un momento, papá». La pequeña estaba inquieta, y me costó mucho tiempo conseguir que se durmiera.
Regresé a la habitación de Nicole y dije:
—Apaga de una vez el ordenador, maldita sea.
Nicole se echó a llorar. Eric entró para regodearse. Le pregunté por qué no se había acostado ya. Vio la expresión de mi cara y se escabulló. Sollozando, Nicole dijo que debía pedirle disculpas. Le dije que debería haberme obedecido a la primera. Entró en el cuarto de baño y cerró de un portazo.
Desde su habitación, Eric gritó: