Presa (9 page)

Read Presa Online

Authors: Michael Crichton

Tags: #Tecno-Thriller

BOOK: Presa
7.59Mb size Format: txt, pdf, ePub

Soplé el polvo para ver mejor. Esperaba encontrar un contacto suelto, o un chip de memoria desprendido a causa del calor, o en todo caso cualquier cosa fácil de arreglar. Entornando los ojos intenté ver el código de los chips. El de uno de ellos estaba medio oculto, porque parecía haber una especie de…

Me interrumpí.

—¿Qué es? —preguntó Eric, observándome.

—Dame esa lupa.

Eric me entregó una lupa enorme, y yo bajé la lamparilla de alta intensidad y me incliné sobre el chip para examinarlo atentamente. El motivo por el que no podía leer el código era que la superficie del chip estaba corroída. Todo el chip tenía grabados algo así como pequeños riachuelos, un delta en miniatura. Comprendí entonces de dónde procedía el polvo. Eran los residuos desintegrados del chip.

—¿Puedes arreglarlo, papá? —quiso saber Eric—. ¿Puedes?

¿Cuál podía ser la causa de aquello? El resto de la placa base parecía en buen estado. El controlador estaba intacto. Solo el chip de memoria estaba dañado. No era experto en hardware, pero sabía lo suficiente para realizar operaciones básicas en el ordenador. Podía instalar discos duros, añadir memoria, y cosas así. Había manipulado antes chips de memoria y nunca había visto nada semejante. La única posibilidad que se me ocurrió fue que se trataba un chip defectuoso. Posiblemente los MP3 se montaban con los componentes más baratos.

—Papá, ¿puedes arreglarlo?

—No —dije—. Necesita otro chip. Mañana compraré uno.

—Porque ella lo ha ensuciado, ¿verdad?

—No. Creo que simplemente es un chip defectuoso.

—Papá, ha funcionado bien durante un año. Lo ha ensuciado ella. ¡No es justo!

Como si acabara de oírlo, la niña empezó a llorar. Dejé el MP3 en la mesa del garaje y volví a entrar en la casa. Consulté mi reloj. Mientras acababa de hacerse el estofado, tenía el tiempo justo para cambiar el pañal a Amanda.

A eso de las nueve Amanda y Eric estaban dormidos y la casa en silencio excepto por la voz de Nicole que repetía: «
Eso
parece bastante grave. Eso
parece
bastante grave. Eso parece…
bastante grave
». De pie frente al espejo del baño, se miraba y recitaba su frase.

Había encontrado en el buzón de voz un mensaje de Julia avisándome de que volvería a las ocho, pero no había llegado. No estaba dispuesto a telefonearla para averiguar qué le había pasado. Además, estaba cansado, demasiado cansado para reunir la energía necesaria para preocuparme por ella. En los últimos meses había descubierto muchos trucos domésticos, en su mayoría relacionados con un uso abundante del papel de aluminio para no tener que limpiar tanto; aun así, después de cocinar, poner la mesa, dar de cenar a los niños, hacer el avión para que Amanda se comiera los cereales, recoger los platos, limpiar la sillita, acostar a la pequeña y luego ordenar la cocina, estaba cansado. Sobre todo porque la niña había escupido una y otra vez la papilla y Eric había repetido sin cesar durante toda la cena que no era justo, que quería barritas de pollo en lugar de estofado.

Me desplomé en la cama y encendí el televisor.

En la pantalla solo se veían interferencias y de pronto me di cuenta de que el DVD seguía en marcha, interrumpiendo la transmisión. Pulse el botón del mando a distancia y aparecieron las imágenes del disco. Era la demostración de Julia, de varios días atrás.

La cámara avanzó por la corriente sanguínea y entró en el corazón. Una vez más vi los glóbulos rojos yendo de un lado a otro en el líquido casi incoloro. Julia hablaba. En la camilla yacía el sujeto con la antena sobre el cuerpo.

«Salimos del ventrículo, y más adelante pueden ver la aorta… y ahora recorreremos el sistema arterial…»

Se volvió de cara a la cámara.

«Solo hemos visto unas breves secuencias, pero podemos dejar la cámara en movimiento durante media hora y construir detalladas imágenes de todo aquello que nos interese observar. Utilizando un potente campo magnético, incluso podemos detener la cámara. Al acabar, nos limitamos a pasar la sangre por un bucle intravenoso rodeado de un potente campo magnético, a fin de extraer las partículas, y luego mandamos al paciente a casa. —La imagen volvió a centrarse en Julia—. Esta tecnología de Xymos es segura, fiable y sumamente fácil de usar. No requiere personal muy cualificado; puede administrarla una enfermera o un auxiliar médico. Solo en Estados Unidos muere un millón de personas cada año a causa de enfermedades vasculares. A más de treinta millones se les ha diagnosticado una enfermedad cardiovascular. Las perspectivas comerciales de esta tecnología de formación de imágenes son extraordinarias. Como es indolora, simple y segura, sustituirá a otras técnicas de formación de imágenes, tales como el TAC y la angiografía, y se convertirá en el procedimiento estándar. Lanzaremos al mercado las cámaras nanotecnológicas, la antena y los sistemas de monitorización. Nuestro coste por prueba será solo de veinte dólares. Esto contrasta con ciertas tecnologías genéricas que cuestan entre dos y tres mil dólares la prueba. Pero con estos veinte dólares esperamos unos beneficios mundiales por encima de los cuatrocientos millones de dólares en el primer año. Y una vez establecido el procedimiento, estas cifras se triplicarán. Estamos hablando de una tecnología que generará mil doscientos millones de dólares al año. Ahora, si tienen alguna pregunta…»

Bostecé y apagué el televisor. Era impresionante, y su argumentación convincente. De hecho, no entendía por qué Xymos tenía problemas para financiar su siguiente etapa. Para los inversores, aquello debía de ser una apuesta segura.

Pero probablemente Julia no tenía en realidad ningún problema. Probablemente utilizaba la crisis de financiación como excusa para llegar tarde todas las noches. Por razones personales.

Apagué la luz. Tendido en la cama a oscuras, con la mirada fija en el techo, empecé a ver imágenes fugaces. El muslo de Julia sobre la pierna de otro hombre. La espalda de Julia arqueada. Julia respirando agitadamente, sus músculos tensos. Sus brazos extendidos para apuntalarse en la cabecera de la cama. Me era imposible detener esas imágenes.

Me levanté y fui a ver cómo estaban los niños. Nicole seguía despierta, enviando mensajes a sus amigos. Le dije que era hora de apagar las luces. Eric se había destapado. Volví a cubrirlo con las mantas. La pequeña continuaba amoratada pero dormía profundamente, con la respiración plácida y uniforme.

Me acosté de nuevo. Intenté dormirme, pensar en cualquier otra cosa. Me revolví, me reacomodé la almohada, me levanté a buscar un vaso de leche con galletas. Al final entré en un inquieto duermevela.

Y tuve un sueño muy extraño.

En algún momento de la noche, me volví y vi a Julia de pie junto a la cama, desnudándose. Moviéndose muy despacio, como si estuviera cansada o soñolienta, se desabrochó la blusa. Se hallaba de espaldas a mí, pero le veía la cara en el espejo. Estaba preciosa, casi imponente. Sus facciones parecían más cinceladas de cómo yo las recordaba, aunque quizá se debía solo a la luz.

Yo tenía los ojos entornados. Ella no había advertido que estaba despierto. Siguió desabrochándose la blusa lentamente. Movía los labios, como si susurrara algo o rezara. Absorta en sus pensamientos, tenía la mirada perdida en el vacío.

De pronto, mientras la observaba, sus labios adquirieron un color primero rojo oscuro y luego negro. No pareció darse cuenta de ello. El color negro se extendió desde su boca por las mejillas y la parte inferior de la cara y continuó por el cuello. Contuve la respiración. Sentí un gran peligro. La negrura se propagó uniformemente por su cuerpo hasta cubrirlo por completo, como una capa. Solo la mitad superior de su cara quedó a la vista. Tenía la expresión serena; de hecho parecía ajena a todo, con la vista en el vacío, los oscuros labios moviéndose aún en silencio. Contemplándola, noté un escalofrío que me llegó hasta los huesos. Al cabo de un momento, la negra mancha se esparció por el suelo y desapareció.

Julia, otra vez normal, acabó de quitarse la blusa y entró en el cuarto de baño.

Yo quería levantarme y seguirla, pero descubrí que no podía moverme. Una profunda fatiga me mantenía inmovilizado en la cama. Me sentía tan exhausto que apenas podía respirar. Aquella opresiva sensación aumentó por momentos y debilitó mi conciencia. Perdí toda noción, noté que se me cerraban los ojos, y me dormí.

Día 4
06.40

A la mañana siguiente el sueño seguía en mi mente, vívido y perturbador. Me parecía absolutamente real, no un sueño.

Julia ya se había despertado. Dejé la cama y la rodeé para acercarme al lugar donde había visto a Julia la noche anterior. Examiné la alfombra, la mesilla de noche, las sábanas arrugadas y la almohada. No había nada fuera de lo común, nada anormal. Ni líneas oscuras ni marcas en ninguna parte.

Entré en el cuarto de baño y eché un vistazo a sus cosméticos, meticulosamente ordenados en su lado del lavabo. Todo lo que veía era lo habitual. Por perturbador que hubiera sido el sueño, no era más que un sueño.

Pero una parte de él era muy cierta: Julia estaba más atractiva que nunca. Cuando la encontré en la cocina, sirviéndose café, vi que su cara parecía en efecto mejor cincelada, más llamativa. Julia siempre había tenido una cara regordeta. Ahora la tenía estilizada, bien definida. Parecía una modelo de alta costura. También su cuerpo —ahora que lo observaba de cerca— parecía más esbelto, más musculoso. No había perdido peso; simplemente parecía más en forma, rebosante de energía.

—Estás magnífica —comenté.

Se echó a reír.

—No me explico cómo es posible. Estoy agotada.

—¿A qué hora llegaste?

—A eso de las once. Espero no haberte despertado.

—No. Pero he tenido un sueño extraño.

—¿Ah, sí?

—Sí, era…

—¡Mamá! ¡Mamá! —Eric irrumpió en la cocina—. ¡No es justo! Nicole no sale del cuarto de baño. Lleva una hora ahí dentro. ¡No es justo!

—Usa nuestro cuarto de baño.

—Pero necesito mis calcetines, mamá. No es justo.

Este era un problema habitual. Eric tenía dos o tres pares de calcetines preferidos que se ponía un día tras otro hasta que quedaban negros de mugre. Por alguna razón, los otros calcetines de su cajón no le satisfacían. Nunca conseguía que me explicara el motivo. Pero elegir los calcetines por las mañanas era un serio problema.

—Eric —dije—, ya habíamos hablado de esto. Tienes que llevar calcetines limpios.

—¡Pero esos son los buenos!

—Eric, tienes calcetines buenos de sobra.

—No es justo, papá. Lleva una hora ahí dentro, en serio.

—Eric, ve a coger otros calcetines.

—Papá…

Me limité a señalar con el dedo hacia su habitación.

Se alejó mascullando que no era justo.

Me volví hacia Julia para reanudar nuestra conversación. Me miraba con frialdad.

—Realmente no te das por enterado, ¿verdad?

—¿Enterado de qué?

—Eric ha venido a hablar conmigo, y tú te has entrometido. Te has adueñado de la situación.

De inmediato comprendí que tenía razón.

—Lo siento —dije.

—Jack, últimamente no veo mucho a los niños. Creo que debería poder relacionarme con ellos sin tu intervención.

—Lo siento. Me enfrento a asuntos como este a todas horas del día, y supongo…

—Esto es un verdadero problema.

—Ya me he disculpado.

—Ya lo sé, pero dudo que sea una disculpa sincera, porque no veo ningún cambio en tu tendencia al control.

—Julia —dije. Yo intentaba no perder los estribos. Respiré hondo—. Tienes razón. Lamento lo ocurrido.

—Lo dices solo para que me calle —reprochó—. Me apartas de mis hijos…

—¡Por Dios, Julia, nunca estás aquí!

Un silencio glacial. A continuación:

—Claro que estoy aquí —replicó—. ¿Cómo te atreves a decir eso?

—Un momento, un momento. ¿Cuándo estás aquí? ¿Cuándo llegaste por última vez a la hora de la cena, Julia? Anoche no, la noche anterior tampoco, ni la anterior. Ninguna noche en toda la semana, Julia. Nunca estás aquí.

Me miró con ira.

—No sé qué te propones, Jack. No sé a qué estás jugando.

—No juego a nada. Estoy haciéndote una pregunta.

—Soy una buena madre, intento equilibrar las obligaciones de un trabajo muy exigente, muy exigente, y las necesidades de mi familia. Y no encuentro ninguna ayuda de ti.

—¿De qué estás hablado? —pregunté, levantando cada vez más la voz. Empezaba a tener una impresión de irrealidad.

—Invades mi terreno, me saboteas, vuelves a los niños en mi contra —dijo—. Me doy perfecta cuenta de lo que estás haciendo. No creas que no lo noto. No me das el menor apoyo. Después de tantos años de matrimonio, debo decir que esa no es manera de tratar a tu esposa.

Y salió airada de la habitación con los puños apretados. Tan furiosa estaba que no vio a Nicole ante la puerta, escuchándolo todo. Y mirándome con asombro cuando su madre se marchó.

Íbamos en el coche camino del colegio.

—Está loca, papá.

—No, no lo está.

—Sabes que sí lo está. Simplemente disimulas.

—Nicole, es tu madre —dije—. Tu madre no está loca. Últimamente trabaja muchas horas.

—Eso dijiste la semana pasada, después de la pelea.

—Pues resulta que es la verdad.

—Antes no discutíais.

—En estos momentos hay mucha tensión.

Nicole lanzó un resoplido, cruzó los brazos y fijó la mirada al frente.

—No sé cómo la aguantas.

—Y yo no sé por qué estabas escuchando lo que no era de tu incumbencia.

—Papá, ¿por qué me sales con ese rollo?

—Nicole…

—Lo siento. Pero ¿por qué no puedes mantener una conversación como es debido en lugar de defenderla continuamente? Lo que está haciendo no es normal. Estoy segura de que piensas que se ha vuelto loca.

—No es verdad —contesté.

Desde el asiento trasero Eric le dio un manotazo en la cabeza.

—Eres tú la loca —dijo.

—Cállate, pedo.

—Cállate tú, vómito de rata.

—No quiero oíros más a ninguno de los dos —ordené, levantando la voz—. No estoy de humor.

Nos deteníamos ya frente al colegio. Los niños bajaron. Una vez fuera, Nicole se volvió para coger la mochila, me lanzó una mirada y se fue.

No pensaba que Julia estuviera loca, pero desde luego algo había cambiado, y mientras reproducía mentalmente la conversación de esa mañana, sentí inquietud por otras razones. Muchos de sus comentarios inducían a pensar que estaba preparando una acusación contra a mí, elaborándola metódicamente, paso a paso.

Other books

Las guerras de hierro by Paul Kearney
Lawless by John Jakes
Wolf Winter by Cecilia Ekbäck
Heads or Tails by Jack Gantos
Flawed by J. L. Spelbring
The Plague Dogs by Richard Adams
Minor Adjustments by Rachael Renee Anderson