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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Histórico

Psicokillers (4 page)

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William Burke & William Hare

Escocia, (1792 - 1829) y (1790 - 1860)

William Burke & William Hare

Escocia, (1792 - 1829) y (1790 - 1860)

LADRONES DE CADÁVERES

Número de víctimas: 17-28

Extracto de la confesión de Hare:
“Observamos a las curdas (víctimas) por las calles de Edimburgo y si nos parecía que nadie iba a advertir su ausencia trabábamos amistad y luego los matábamos para llevárselos al doctor Knox, el cual nunca nos preguntó nada sobre la procedencia de los cuerpos”.

Desde los pretéritos tiempos de Hipócrates, la medicina se ha mantenido en constante y beneficiosa evolución. Hoy en día nuestros cirujanos realizan trabajos que en otros siglos se hubiesen considerados prodigiosos. Sin embargo, el logro de esta perfección no fue fácil sino todo lo contrario. El noble oficio de curar a los demás no siempre obtuvo el reconocimiento de la ciudadanía muy alejada de las consultas médicas por elevados precios que tan solo podían asumir las acomodadas élites burguesas o aristocráticas.

En el siglo XVI la medicina comenzó a popularizarse, eran muchos los que se interesaban por ejercer esta práctica científica y, en consecuencia, aumentaron los docentes y las universidades donde se impartían los conocimientos médicos. A la par que se incrementaba el número de estudiantes, también crecía la evidente necesidad del empirismo académico, es decir, había que demostrar sobre el propio cuerpo humano cómo se distribuían y funcionaban órganos, tejidos y arterias; era, sin duda, la mejor forma de enseñar a los futuros galenos la configuración anatómica del hombre para realizar una posterior y eficaz cura de las enfermedades.

Hasta ese siglo pocos médicos se habían servido de cadáveres diseccionados. Tenemos el famoso ejemplo de Leonardo Da Vinci, quien estudió al menos los cuerpos de unos treinta ajusticiados en el afán de conocer minuciosamente el interior del hombre. En 1540 el rey inglés Enrique VIII concedió licencia a la compañía de Barberos Cirujanos para que pudiesen diseccionar anualmente los cuerpos de cuatro condenados a muerte. En aquella época los reos que acababan sus días en el patíbulo llevaban implícito en su sentencia el ser desmembrados en aras de mejorar las investigaciones médicas. Dos siglos más tarde, el número de cuerpos destinados a la disección se multiplicó por tres. Sin embargo, este auge se vio seriamente alterado cuando en 1788 un juez británico condenó a un médico aficionado a la disección a pagar la bonita suma de diez libras por haber manipulado un cadáver de forma ilegal.

Esta sentencia que declaraba el robo de cadáveres como una falta que podía dar con aquellos que lo hiciesen en la cárcel, sembró de temor las escuelas de medicina. Por entonces, eran cientos los alumnos que pretendían formarse como doctores en las lides médicas. Si tenemos en cuenta que cada aspirante a médico necesitaba diseccionar dos cadáveres cada año, podemos imaginar la evidente falta de cuerpos que se produjo en Inglaterra a finales del siglo XVIII. Para mayor contrariedad, se redujo el número de presos ejecutados, pasando, en esas décadas, a la irrisoria cifra de unos cien al año. Estos fiambres legales no eran suficientes para abastecer el ávido mercado médico y, como es sabido, la ciencia no puede detenerse ante ningún obstáculo por molesto que este sea. En consecuencia, profesores y alumnos se emplearon a fondo en la obtención de cuerpos apropiados para el estudio. Bien es cierto que ellos no podían empañar sus relucientes expedientes con sentencias acusatorias sobre sus visitas secretas a los cementerios. ¿Qué hacer entonces?

Se supone que Leonardo Da Vinci “trabajó” con los cuerpos de más de treinta ajusticiados. Y es que los secretos de la anatomía humana han sido claves para el avance de la medicina aún cuando los métodos de investigación, a veces, no hayan sido muy ortodoxos.

Detalle del análisis del cuello realizado por Da Vinci. Como es evidente, el nivel de detalle exigía trabajar y diseccionar cuerpos humanos.

Por fortuna para los médicos aparecieron los resucitadores, individuos provenientes de los estratos sociales más bajos y dispuestos a satisfacer las necesidades de carne muerta que tenían los inquietos diseccionadores. No es de extrañar que surgieran, dado que el precio pagado por los muertos alcanzó sumas muy estimables. Por ejemplo, un cuerpo que superara el metro ochenta y que estuviera bien musculado conseguía la cifra de ocho o diez libras esterlinas. Si pensamos que este era el dinero que un peón agrícola podía ganar en seis meses de duro trabajo en el campo, no hay que teorizar demasiado sobre por qué hubo tantos ladrones de cuerpos en aquellos años de hambruna y necesidad.

Recapitulemos, hasta 1788 el desenterrar y diseccionar cuerpos no constituía un delito grave por no considerar un cuerpo muerto como propiedad legítima de alguien, y menos, si este cuerpo pertenecía a una persona integrante de la marginalidad social.

Con el estallido de la revolución industrial aumenta el número de médicos y la necesidad de formarlos, pero, por otra parte, se intenta cortar la práctica abusiva de disección, a lo que añadimos una escasez, cada vez mayor, de condenados a muerte. En este contexto es lógico que aparecieran mafias organizadas que suministraran cadáveres clandestinos a las escuelas médicas. Lamentablemente, también llegaron los oportunistas: William Burke y William Hare serían los más abyectos.

A principios del siglo XIX el puerto escocés de Edimburgo era un buen sitio para intentar sobrevivir en medio de la rigurosidad que imponía el momento. Muchos buscavidas se acercaban a la bella ciudad dispuestos a trabajar en lo que fuera con tal de salir adelante de forma, más o menos, honrada.

William Burke era uno de esos aventureros mediocres. Nacido en 1792 en el condado inglés de Tyrone, llegó a Edimburgo dispuesto a desempeñar el duro trabajo de peón bracero. El sueldo, no nos engañemos, era ridículo, y tan solo daba para mala comida y alojamiento en alguna modesta pensión, pero, de momento, era lo único a lo que se podía aferrar. Con sus pocas monedas llegó a la posada regentada por Margaret Laird, severa mujer que vivía gracias al alquiler de varias habitaciones tan austeras como su estricto carácter. Sin embargo, la posición de la casera era muy envidiada en aquel mundo de pobres, por eso, no es extraño que fuera rondada por algunos tipos dispuestos a mejorar su precario nivel de existencia.

William Hare era uno de esos bribones. Desde hacía algunos meses Hare cortejaba a la señora Laird. En sus frecuentes visitas al albergue conoció a Burke, que tampoco perdió la oportunidad de tener una novia propia llamada Helen McDougal. Las dos parejas pronto trabaron amistad gracias, en buena parte, a las estupendas conversaciones que provocaba Burke y a los efectos etílicos del whisky. Noche tras noche, las reuniones de los cuatro amigos terminaban de igual manera. Las dosis exageradas de alcohol invitaban a exponer sin tapujos la delicada situación por la que atravesaba la mayor parte de los habitantes de Edimburgo: hambre, enfermedades, y falta de horizontes eran, sin duda, hirientes argumentos que empujaban a cualquiera a traspasar la frontera del mal.

Fue esta bella ciudad la que vivió el terror de William Burke y William Hare, dos ladrones de cuerpos que a falta de los mismos, decidieron fabricarlos.

En esos años, como ya he referido, se puso de moda la venta de cadáveres. El sabroso precio alcanzado por los mismos planeaba peligrosamente sobre muchas tertulias donde, participantes y espectadores, ponían a prueba su valor, presumiendo o no, sobre si algún día serían capaces de visitar el cementerio para robar cadáveres frescos que, posteriormente, fueran vendidos a los ricos cirujanos.

Burke y Hare, como tantos otros, también sopesaron esta posibilidad, pero, por el momento, ni siquiera se habían planteado cometer aquel pequeño delito. No obstante, el destino puso en su camino una tentación irresistible.

Una brumosa noche de 1827 las dos parejas charlaban animadamente cuando, de repente, escucharon unos ruidos extraños en la habitación ocupada por un triste personaje llamado Desmond. Margaret estaba muy enojada con él, dado que le debía cuatro libras en concepto de alquiler. Con recelo, Burke y Hare subieron las escaleras que conducían a la lúgubre habitación ocupada por Desmond, sigilosamente abrieron la puerta e iluminaron la estancia con un candil, pronto se toparon con el cuerpo inerte del inquilino, una hidropesía había acabado con su vida de forma rotunda. Fue entonces cuando a Burke se le encendió la bombilla de las ideas fatales; sin perder un segundo, sugirió a su amigo Hare la posibilidad de vender aquel cuerpo a los médicos. Nadie sospecharía nada, pues, a buen seguro, no se reclamaría el cadáver. Por lo que sabían, Desmond era poco más que un vagabundo sin familia, y nadie se interesaría por los restos del infortunado candidato a ser desmembrado. Hare accedió, y no sin dificultad ayudó a su socio a transportar el cuerpo escondido en un saco hasta la escuela de medicina donde se encontraba el doctor Robert Knox, hombre refinado y de exquisita educación.

Los rumores que circulaban por los bajos fondos de Edimburgo señalaban a Knox como un excelente pagador si se trataba de comprar fornidos cadáveres. El profesor de medicina examinó con vista de águila el bulto que portaban los dos aspirantes a resucitadores. La corpulencia del fiambre Desmond fue suficiente para que Knox ofreciera siete libras y diez chelines. Los socios se quedaron mudos ante la suma entregada por el cirujano; además, este los despidió con una sugerente invitación: “espero verles pronto por aquí”.

Burke y Hare regresaron a la posada sin dar crédito a lo que les había sucedido. En sus bolsillos levaban una cifra equivalente al sueldo que hubiesen cobrado por trabajar esforzadamente en los muelles o en el campo durante seis meses. Y tanta felicidad solo por acarrear un muerto hasta la escuela de medicina; la fortuna parecía haberles sonreído. El fin a sus problemas estaba próximo.

Con decisión se pusieron a planear nuevas acciones; claro está que, ya no sería tan fácil como lo de Desmond. Era hora de pensar en las diferentes posibilidades que les acercaran a los cadáveres frescos que con tanta urgencia parecía pedir el doctor Knox. Existían dos vías para acceder a los cuerpos soñados, una los cementerios, y la otra, las sórdidas calles de Edimburgo.

En el primer caso el asunto era sumamente complejo por diversas causas; la principal, sin duda, la constituía una fuerte vigilancia efectuada sobre los cementerios a consecuencia de la esquilmación incesante que se hacía con los mismos. En ese sentido, se levantaron numerosas torres de vigilancia que custodiaban los recintos sagrados, a esto se añadían empalizadas cubiertas de alambre, lo que daba un aspecto parecido al de los campos de concentración. Y lo cierto amigos es que no era para menos, pues en esas décadas fueron muchas las bandas organizadas que asolaron estos lugares buscando cuerpos para universidades y escuelas donde se formaban los futuros médicos.

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