Read Psicokillers Online

Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Histórico

Psicokillers (7 page)

BOOK: Psicokillers
4.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Tras comer hasta la saciedad y haberse aprovisionado con mojama de muerto, la extraña pareja resultante de aquel insospechado viaje partió rumbo a lo desconocido. Solo quedaban ellos de los ocho prisioneros evadidos.

Aquello se había convertido en un duelo bajo el sol de Australia. Greenhill y Pearce debían luchar entre ellos por la supervivencia, ¿quién sería el más fuerte?

Durante varios días y noches se vigilaron en corto, sabían perfectamente que cualquier descuido por pequeño que fuera supondría la muerte para uno de ellos. Greenhill era más corpulento, estaba mejor nutrido y además empuñaba el hacha asesina de cuatro hombres. Por su parte, Alexander Pearce era más inteligente y frío que su oponente. En definitiva, se medían fuerza bruta contra astucia.

Fueron ocho días de agotadora pugna por aguantar un poco más que el contrario. Por la mañana caminaban en paralelo sin dar un paso más que el otro.

Por la noche se miraban fijamente a la luz de la hoguera. No se podían permitir ni un solo segundo de debilidad. Por desgracia para Greenhill el sueño se apoderó de él en la octava noche, Pearce, que había medido mejor sus fuerzas, vio abierto el camino de la libertad. Tan pronto como Greenhill cerró los ojos para cabecear un sueñecito, Pearce tomó el hacha incrustándola en la cabeza de su antiguo amigo. Por supuesto, el caníbal triunfador no desaprovechó la ocasión comiéndose todo lo que pudo del enorme cuerpo de Greenhill. Tras un par de días de reparador descanso, el ahora solitario antropófago secó una pierna y un brazo del maltrecho fiambre, y con esta carga inició la marcha. Al poco tiempo, fue descubierto por un pastor de ovejas que apacentaba su ganado por aquellas praderas. El tipo hizo buenas migas con Pearce, ya que también había sido preso.

Durante unas semanas el evadido se recuperó en la cabaña del pastor, en este caso tomó alimentos más convencionales. Una vez repuesto, viajó a una población donde esperaba pasar desapercibido.

Transcurrieron dos meses en los que Pearce se mantuvo robando en granjas todo lo que podía, incluido ganado. Tras algunas denuncias fue detenido y encarcelado, en el interrogatorio lo confesó todo, dijo que había practicado el canibalismo durante las nueve semanas que duró su fuga. Curiosamente, nadie lo creyó, tomándolo por un loco; sí en cambio, sus captores pensaron que Pearce había creado esa historia para cubrir a sus compañeros todavía evadidos.

En 1823 fue devuelto a la penitenciaría de Macquarie de la que escapó en compañía de Thomas Cox, al que por supuesto se comió. En esta ocasión las autoridades sí dieron crédito a la hipótesis antropófaga ofrecida por Pearce, dado que a diferencia del anterior caso, ahora sí se habían encontrado restos humanos horriblemente mutilados, además de carne seca en los bolsillos de Pearce. Lo extraño es que nuestro protagonista llevaba abundantes víveres, entonces, ¿por qué mató a Thomas Cox? Es muy sencillo, Pearce era un psicópata y se había acostumbrado a comer carne humana. Había aprendido el método y tenía desarrollado el gusto por ese tipo de comida.

Fue condenado a muerte y ahorcado el 19 de julio de 1824. La cabeza del caníbal irlandés se puede contemplar hoy en día en una sección de la Academia de Ciencias Naturales de Filadelfia en EE.UU. Ignoro si la calavera se relame sonriente ante los visitantes; por si acaso, no acerquen su dedo a ella.

John Wesley Hardin

Estados Unidos de América, (1853 - 1895)

John Wesley Hardin

Estados Unidos de América, (1853 - 1895)

CUANDO LA MUERTE SE INSTALÓ EN EL OESTE

Número de víctimas: 44

Extracto de unas declaraciones efectuadas al diario
El Paso Times
:
“Me considero un hombre apacible, digno, que solo se inclina ante la ley y la razón. Nunca maté a nadie que fuese honrado”.

Les voy a contar la historia de John Wesley Hardin, uno de los pistoleros más sangrientos de todo el oeste norteamericano. Su vida no es muy diferente a la de otros, que como él se las tuvieron que ver muy duras, con un ambiente hostil y solo apto para supervivientes natos.

Hardin fue un criminal, de eso no hay duda, sus cuarenta y cuatro víctimas oficiales así lo atestiguan, pero si nos atenemos a su leyenda, encontraremos que él mismo aseguró no haber matado a nadie que no lo mereciera. El propio Bob Dylan compuso una célebre canción dedicada al pistolero donde se decía que John, también conocido como “dedos fríos”, era amigo de los pobres y jamás mató a nadie honrado. Ya vemos que la épica de los héroes populares derrocha una asombrosa generosidad cuando se trata de ensalzarlos frente a los poderes establecidos.

Una colt del 38 era más que suficiente para ganarse el respeto entre una población muy acostumbrada a las armas de fuego. No obstante la destreza y la rapidez eran elementos básicos para garantizar la supervivencia.

Muchos historiadores coinciden en afirmar, con cierta ironía, que un asesinato te puede convertir en psicópata; sin embargo, decenas de crímenes, por carambola del destino, te elevan a la categoría de líder. Algunos de los que conocieron a J.W. Hardin lo calificaron como ser inhumano carente de afectividad y siempre dispuesto a desenfundar antes que su presunto oponente. No obstante, sus abundantes admiradores defendieron la nobleza, educación y gallardía de un hombre perseguido por el infortunio.

John era bien parecido, sus ojos almendrados tenían las virtudes de los depredadores; de ellos decían que se congelaban en los instantes previos al tiroteo. En realidad, todo el cuerpo de Hardin se convertía en una estatua cada vez que se preparaba para un nuevo duelo, por eso también le llamaban “corazón helado”. Muy pocos podían disparar con la frialdad que lo hacía John; su zurda, en ese sentido, era aterradoramente eficaz manejando su colt del 38.

John Wesley Hardin nació en Bonham, Texas, el 26 de mayo de 1853. Fue segundo filogenético del matrimonio compuesto por James Gibson Hardin y Maria Elizabeth Dixon que llegarían a ver el nacimiento de ocho hijos. El padre era un pastor metodista muy acostumbrado al nomadeo por los condados de aquel nuevo estado en cuya bandera figuraba una estrella solitaria. Poco se podía imaginar que uno de sus vástagos emularía el simbolismo de ese icono sureño.

La familia Hardin deambuló por numerosas ciudades donde el jefe del clan intentaba ganarse la vida trabajando, bien en su oficio evangelizador o bien de profesor si no había rebaño que redimir.

John fue rebelde como la tierra que le vio nacer. De hecho, a lo largo de su vida, siempre tuvo palabras de desprecio hacia esos yanquis que pisaban con sus botas victoriosas los territorios del sur.

Nunca mostró disposición alguna por los estudios, aunque si es cierto que la práctica religiosa lo motivaba tanto como para dirigir algunos grupos juveniles de catecismo. Sus progenitores pronto comprendieron que su hijo John les daría más de un problema. El propio Hardin confesaría años más tarde en una autobiografía que durante sus años infantiles tuvo a sus padres en permanente congoja. Peleas estudiantiles, broncas callejeras, fugas de la escuela, el pequeño John comenzaba a dar muestras de un carácter difícil. A pesar de todo, el niño mantuvo en todo momento el recato y educación suficientes como para que todos pensaran que aquellas tropelías iniciales eran tan solo cosas de críos y que pronto pasarían. Pero no cesaron, es más, se incrementaron. Con catorce años John se encontraba en medio de una de sus habituales peleas —en esta ocasión por el amor de una chica— cuando de repente sacó un cuchillo y sin pensarlo se lo clavó a su rival. Tras la acción, el joven John ni se inmutó regresando a casa como si nada hubiese pasado. Por fortuna, el muchacho agredido no falleció y las autoridades decidieron no encarcelar a John dada su escasa edad; craso error, pues el instinto asesino de J.W. Hardin se había despertado. Desde entonces daría mucho que hablar.

Un año más tarde, se cruzó en su vida un antiguo esclavo negro llamado Mage, como sabemos John simpatizaba con la causa sureña en toda su extensión, incluida la vertiente racista. Por su parte, el hercúleo Mage, una vez recuperada la justa libertad, no se escondía ante ningún blanco, llegando a decir en tono provocador: “jamás, ningún blanco volverá a doblegarme”.

Una mañana John paseaba a caballo por un pueblo del condado de Polk. Cuando intentaba atravesar una estrecha callejuela se topó repentinamente con el inmenso cuerpo de Mage. Los dos se las habían visto jornadas antes en una trifulca y se guardaban la consabida venganza mutua. Mage impidió el paso del jinete, John intentó avanzar sin éxito dado que el antiguo esclavo asió con fuerza las bridas del caballo. Hardin miró unos segundos a Mage, y sin mediar palabra, sacó su revolver disparando tanto plomo como fue capaz. El cuerpo del fortachón cayó al suelo y John Wesley Hardin despegó hacia la fama. Tenía quince años y había matado a su primer hombre.

Comenzaron las persecuciones mientras la cifra de asesinatos se incrementaba. Con dieciséis años fue detenido y encarcelado en un fortín del ejército. En el presidio se encontraba un prisionero que hacía gala de poseer un revolver escondido, John le compró la pistola y días más tarde fingió estar enfermo. Los reiterados lamentos alertaron a un carcelero, el cual sin mucha precaución se adentró en la celda donde se encontraba el adolescente. John con frialdad impropia de un ser humano, disparó sobre el atónito funcionario matándolo allí mismo. Tras el incidente tomó un caballo y huyó a toda prisa perseguido por tres soldados. Durante varios minutos el huido pudo sentir de cerca el aliento de la patrulla que trataba de prenderle. Como si de una película se tratase, John paró en seco, se giró, y sin pensarlo demasiado, abatió a los tres yanquis que le seguían.

Ya no pararía hasta casi la frontera con Méjico, una vez allí, su pericia con los caballos le procuró un trabajo como vaquero en el rancho Chisolm. En aquel tiempo mató a siete hombres en diferentes episodios, en ocasiones por causa del juego, en otras por su tremenda psicopatía, pero ninguna como aquella en la que se midió a cinco cuatreros mejicanos. Corría el año 1871, ni siquiera había cumplido los dieciocho años. En una venta cercana a la frontera los hombres de Chisolm buscaban a unos ladrones de ganado que en esas semanas merodeaban por las inmediaciones del rancho. Una noche, en dicha venta, aparecieron cinco mejicanos, iban fuertemente armados y sus caras parecían buscar camorra. Tras el habitual cruce de improperios, los compañeros de Hardin optaron por rehusar el inminente combate. Los mejicanos parecían duros y aquello presagiaba sangre fresca. Sin embargo, J.W. Hardin se encaró él solo con los cuatreros.

En un instante, los cinco hombres se desplegaron hombro con hombro en línea recta ante la figura de Hardin. Sus rostros, marcados por la dureza de una vida poco azarosa, reflejaban entre las cicatrices y los escasos dientes, la felicidad de poder derribar cómodamente a un gringo loco e insolente. Hardin, como siempre, pareció congelarse ante sus oponentes, en sus ojos se intuía el infierno que estaba a punto de desatarse. La gente que a esas horas cenaba en la taberna, abandonó sus mesas para buscar refugio seguro. Hardin seguía sin pestañear, sus manos se situaron a escasos milímetros de sus dos colts. Todo estaba a punto para la tragedia. Los segundos transcurridos supieron a eternidad angustiosa. De repente, uno de los mejicanos intentó desenfundar, fue la señal de partida para aquella danza macabra y espeluznante. John Wesley Hardin, con la velocidad de un mustang, extrajo de las cartucheras sus dos pistolas, y con frialdad asombrosa, fue derribando uno tras otro a los nerviosos cuatreros. Un minuto más tarde, cinco muertos yacían sobre el suelo helado de aquel lugar cercano a la frontera. John, sin alterar el gesto, se sentó en una de las mesas que habían quedado en mejor estado después de la balacera, llamó al tabernero y le pidió un buen filete para cenar. Estoy de acuerdo que la actividad genera algo de hambre, pero ¡caramba!, matar a cinco hombres, por muy cuatreros que sean, debe provocar de todo menos ganas de comer. Pero claro, estamos hablando de uno de los mayores psicópatas del oeste y eso debe considerarlo el lector. Hagamos recuento, hasta ahora “dedos fríos Hardin” había matado oficialmente a doce hombres, aunque extraoficialmente se rumoreaba que eran muchos más. Por lo menos ya había empezado a afeitarse, lo que le daba un aspecto más varonil ante los hombres duros a los que se iba enfrentado.

BOOK: Psicokillers
4.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Fresh Off the Boat by Melissa de la Cruz
FUSE by Deborah Bladon
The Fall by Toro, Guillermo Del, Hogan, Chuck
Wrecked by Charlotte Roche
The Charm Bracelet by Viola Shipman
Breathe Again by Joelle Charming
(2005) Rat Run by Gerald Seymour