—Mike —dijo Casey—. Me sorprende verte aquí.
—¿Por qué? Deberíais darme una medalla —replicó—. Un par de pasajeros estaban pensando en presentar una demanda. Los he convencido de que no lo hicieran.
—Mike, has hablado con los miembros de la tripulación antes que nosotros —reprochó Casey—. Eso no está bien.
—¿Acaso crees que les he contado una historia para que la repitan? —preguntó Lee mirándola fijamente—. Lo siento, Casey. Pero el vuelo 545 ha tenido una extensión incontrolada de
slats
, y eso significa que todavía tenéis problemas con el N-22.
De camino hacia la furgoneta, Richman preguntó:
—¿Qué ha querido decir con eso de que
todavía
tenéis problemas?
Casey suspiró. No tenía sentido ocultarle la verdad.
—Tuvimos algunos incidentes causados por el despliegue de
slats
en el N-22.
—Un momento —dijo Richman—. ¿Quieres decir que esto había ocurrido antes?
—No exactamente igual —contestó ella—. Nunca había habido heridos graves. Pero sí; los
slats
nos han causado problemas.
—El primer incidente ocurrió hace cuatro años, en un vuelo a San Juan —explicó Casey mientras conducía de regreso al avión—. Los
slats
se extendieron durante el vuelo. Al principio, pensamos que era una anomalía, pero luego hubo dos incidentes similares en un par de meses. Cuando investigamos, descubrimos que en todos los casos los
slats
se habían desplegado en un período de actividad dentro de la cabina de mando; exactamente después de un cambio de tripulación, cuando marcaban las coordenadas del siguiente tramo del vuelo o algo por el estilo. Finalmente descubrimos que la tripulación tocaba la palanca al pasar, la golpeaba con las tablillas de notas o se les enganchaba en las mangas del uniforme…
—Bromeas —dijo Richman.
—No —respondió ella—. Habíamos puesto una ranura para trabar la palanca, como la que tienen las palancas de cambio de los automóviles, y a pesar de eso la palanca se destrababa accidentalmente.
Richman la miró con el escepticismo propio de un fiscal durante un juicio.
—De modo que el N-22
tiene
problemas.
—Era un modelo nuevo —dijo Casey—, y todos los modelos tienen problemas al principio. Es imposible fabricar una máquina con un millón de piezas sin que surja algún contratiempo. Hacemos todo lo que podemos para evitarlos. Primero diseñamos, luego ponemos a prueba el diseño. A continuación fabricamos y hacemos una prueba de vuelo. Pero siempre habrá problemas. Lo importante es que se solucionen.
»Siempre que descubrimos un problema, enviamos un informe a los operadores, que llamamos boletín de servicio, donde se describen las medidas recomendadas. Pero no tenemos autoridad para exigir que las cumplan. Algunas líneas aéreas lo hacen y otras no. Si el problema persiste, la FAA interviene y dicta una DA, o sea una directiva de aeronavegabilidad, exigiendo a los operadores que reparen los aviones en servicio activo dentro de un límite de tiempo determinado. Pero
siempre
se dictan directivas, para todos los modelos de aviones. Para orgullo nuestro, la Norton ha recibido menos que cualquier otra compañía.
—Eso dices tú.
—Si no me crees, investiga. Todo consta en los ficheros de Oak City.
—¿De dónde?
—Todas las directivas de aeronavegabilidad que se han dictado están en un archivo del Centro Técnico de la FAA, en la ciudad de Oklahoma.
—¿O sea que hay una DA para el N-22? ¿Me estás diciendo eso?
—Publicamos un boletín de servicio recomendando a las líneas aéreas que instalaran una cubierta de metal sobre la palanca. Eso significaba que el capitán tenía que levantar la cubierta antes de desplegar los
slats
, pero así quedó resuelto el problema. Como de costumbre, algunos operadores hicieron caso y otros no. De modo que la FAA dictó una DA, convirtiendo la medida en obligatoria. De eso hace cuatro años. Desde entonces sólo ha habido un incidente en una línea aérea indonesia que no instaló la cubierta. Dentro del país la FAA obliga a las líneas aéreas a cumplir las normas, pero fuera… —Se encogió de hombros—. Fuera hacen lo que les da la gana.
—¿Y eso es todo? ¿El problema se reducía a eso?
—El problema se reducía a eso. La CEI investigó, se instalaron cubiertas metálicas en la flota, y no hubo más problemas con los
slats
en el N-22.
—Hasta ahora —dijo Richman.
—Exactamente. Hasta ahora.
—¿Qué? —gritó Kenny Burne desde la cabina de vuelo del TransPacific—. ¿Que ha dicho que fue qué?
—Una extensión incontrolada de
slats
—respondió Richman.
—Y una mierda —espetó Burne. Empezó a bajarse del asiento—. ¡Una puta mierda! ¡Eh, Clarence, ven aquí! ¿Ves ese sillón? Es el asiento del primer oficial. Siéntate ahí. —Richman titubeó—. Venga, Clarence, siéntate ahí.
Richman se abrió paso entre los demás hombres de la cabina y se sentó en el asiento del primer oficial.
—Muy bien —dijo Burne—. ¿Estás cómodo, Clarence? ¿No serás piloto, por casualidad?
—No —respondió Richman.
—Bien. Estupendo. De modo que aquí estás, preparado para levantar vuelo. Miras al frente —señaló el panel de mandos, directamente delante de Richman, que tenía tres pantallas de vídeo cuadrangulares de unos ocho centímetros de lado—, tienes tres tubos de rayos catódicos en color que te muestran los datos fundamentales del vuelo, el indicador principal de vuelo, el indicador de navegación y el indicador de sistemas. Cada uno de estos pequeños semicírculos representa un sistema diferente. Si todos están en verde, todo va sobre ruedas. Ahora bien, por encima de tu cabeza, tienes el panel de interruptores del techo. Todas las luces están apagadas, lo que significa que todo va bien. Estará oscuro a menos que haya un problema. A tu izquierda está lo que llamamos el pedestal.
Burne señaló una estructura con forma de caja que sobresalía entre los dos asientos.
—De derecha a izquierda tenemos
flaps
,
slats
, dos reguladores de motores, spoilers, frenos, inversores de empuje. Los
flaps
y los
slats
se controlan mediante la palanca que tienes más cerca, la que lleva una pequeña cubierta metálica encima. ¿La ves?
—Sí —respondió Richman.
—Bien. Levanta la cubierta y extiende los
slats
.
—Que extienda los
slats
…
—Que bajes la palanca —aclaró Burne.
Richman levantó la cubierta y luchó por unos instantes con la palanca.
—No, no. Cógela con firmeza, tira hacia arriba, luego a la derecha y finalmente hacia abajo —explicó Burne—. Como la palanca de cambios de un coche.
Richman cerró la mano sobre la palanca. Tiró hacia arriba, al lado y abajo. Se oyó un zumbido lejano.
—Bien —dijo Burne—. Ahora mira el indicador. ¿Ves esa señal amarilla, donde pone SLATS EXTEND? Indica que los
slats
están saliendo por el borde de ataque. ¿De acuerdo? Tardan doce segundos en extenderse por completo. Ahora están fuera, la señal es blanca y dice SLATS.
—Comprendo —dijo Richman.
—De acuerdo. Ahora retrae los
slats
.
Richman repitió el proceso en sentido inverso, llevando la palanca hacia arriba, girándola a la izquierda y trabándola en posición para finalmente taparla con la cubierta.
—Eso —dijo Burne— es una extensión controlada de
slats
.
—De acuerdo —respondió Richman.
—Ahora simulemos una extensión
incontrolada
de
slats
.
—¿Y cómo lo hago?
—Como puedas, colega. Para empezar, golpea la palanca con el dorso de la mano.
Richman extendió el brazo hacia el pedestal y rozó la palanca con la mano izquierda. Pero la cubierta la protegía. No ocurrió nada.
—Venga, golpea a esa hija de puta.
Richman asestó un par de golpes con la mano sobre el metal. Golpeó más y más fuerte en cada nueva intentona, pero no pasó nada. La cubierta protegía el mando, y la palanca de
slats
seguía arriba y trabada.
—Quizá puedas destrabarla con el codo. O si no, ¿sabes qué? Coge esta tablilla de aquí —sugirió Burne, sacando una tablilla de entre los asientos y entregándosela a Richman—. Venga, dale un buen golpe. Estamos simulando un accidente.
Richman golpeó la palanca con la tablilla, que produjo un tañido al chocar contra el metal. Luego giró la tablilla y empujó la palanca con uno de los bordes, pero no pasó nada.
—¿Quieres seguir intentándolo? —dijo Burne—. ¿O empiezas a entender? Es
imposible
, Clarence. Al menos mientras la cubierta esté en su sitio.
—Puede que la cubierta no estuviera en su sitio —sugirió Richman.
—Vaya —dijo Burne—, brillante idea. Tal vez consigas levantar la cubierta accidentalmente. Inténtalo con la tablilla, Clarence.
Richman deslizó la tablilla sobre la cubierta, pero la superficie estaba ligeramente curvada y la tablilla resbaló. La cubierta siguió cerrada.
—No hay forma de conseguirlo —dijo Burne—. Por accidente, no. ¿Se te ocurre alguna otra idea?
—Puede que la cubierta ya estuviera levantada.
—Buena idea —dijo Burne—. Se supone que no deberían volar con la cubierta levantada, pero vete a saber qué coño hacían. Venga, levanta la cubierta.
Richman levantó la cubierta sobre sus bisagras. La palanca quedó expuesta.
—Muy bien, Clarence. Adelante.
Richman balanceó la tablilla junto a la palanca y la golpeó con fuerza, pero puesto que la mayoría de los movimientos eran laterales, la cubierta seguía protegiendo el mando. La tablilla tocaba la cubierta antes que la palanca. En varios intentos, la cubierta volvió a bajarse. Richman tenía que detenerse para levantar la cubierta antes de poder seguir.
—Puede que si usaras la mano… —sugirió Burne.
Richman comenzó a golpear la palanca con la palma de la mano. Un instante después, su mano estaba roja y la palanca seguía levantada y trabada.
—Muy bien —dijo, sentándose otra vez—. Ya me hago una idea.
—Es imposible —aseguró Burne—. Sencillamente imposible. Una extensión incontrolada de
slats
es imposible en este avión. Punto final.
Desde el exterior de la cabina de vuelo, Doherty preguntó:
—¿Habéis terminado de jugar? Porque quiero sacar los registradores y volver a casa.
Cuando salían de la cabina de vuelo, Burne tocó a Casey en el hombro y dijo:
—¿Puedo hablar un minuto contigo?
—Claro —respondió ella.
La guió hacia el interior del avión, donde los demás no pudieran oírlos. Burne se inclinó hacia Casey y preguntó:
—¿Qué sabes de ese crío?
Casey se encogió de hombros.
—Es pariente de algún Norton.
—¿Qué más?
—Marder me lo ha asignado a mí.
—¿Has comprobado su expediente?
—No —contestó Casey—. Si Marder me lo ha enviado, doy por sentado que no tiene nada de malo.
—Pues yo he hablado con mis amigos de marketing —dijo Burne—. Dicen que es un zorro. Te aconsejan que no le des la espalda.
—Kenny…
—Te digo que ese chico tiene algo raro, Casey. Investígalo.
Se oyó el zumbido metálico de los destornilladores eléctricos y los paneles del suelo se abrieron, revelando una masa de cables y cajas debajo de la cabina de mando.
—¡Cielos! —exclamó Richman, contemplando el espectáculo. Ron Smith, que dirigía la operación, se rascó la calva con nerviosismo.
—Está bien —dijo—. Ahora el panel de la izquierda.
—¿Cuántas cajas tenemos en este pájaro, Ron? —preguntó Doherty.
—Ciento cincuenta y dos —respondió Smith.
Casey sabía que cualquier otra persona habría tenido que consultar un montón de diagramas antes de responder. Smith, en cambio, conocía el sistema eléctrico como la palma de su mano.
—¿Qué sacamos? —preguntó Doherty.
—El CVR, el DFDR y el QAR, si lo tiene —dijo Smith.
—¿No sabes si tiene un QAR? —preguntó Doherty, provocándolo.
—Es optativo —dijo Smith—. Lo instala el cliente. No creo que se hayan hecho poner uno. Por lo general, en el N-22, va en la cola, pero lo he buscado y no lo he encontrado.
Richman se volvió hacia Casey; nuevamente parecía perplejo.
—Creía que buscaban las cajas negras.
—Y eso hacemos —confirmó Smith.
—¿Quiere decir que hay ciento cincuenta y dos cajas negras?
—Están repartidas por todo el avión —respondió Smith—, pero ahora sólo buscamos las principales, los diez o doce NVM que realmente importan.
—NVM —repitió Richman.
—Eso mismo —dijo Smith y se volvió de espaldas, inclinándose sobre los paneles.
Casey quedó a cargo de las explicaciones. La gente pensaba que un avión era un gran artilugio mecánico con poleas y palancas que subían y bajaban los mandos. En medio de esta maquinaria, creían, había dos cajas negras mágicas que grababan los acontecimientos durante el vuelo. Eran las famosas cajas negras de las que siempre se hablaba en televisión. El CVR, el registrador de voces de la cabina de mando, era básicamente un magnetófono muy resistente; grababa la última media hora de conversación en la cabina de vuelo sobre una espiral continua de cinta magnética. Luego estaba el DFDR, el registrador de datos de vuelo, que almacenaba detalles sobre la conducta del avión, de modo que, después de un accidente, los investigadores pudieran averiguar lo sucedido.
Pero esa imagen de un avión, según explicó Casey, era inexacta cuando se trataba de un avión de transporte grande. Los reactores comerciales tenían pocas poleas y palancas; de hecho, pocos sistemas mecánicos de cualquier clase. Casi todo era hidráulico o eléctrico. En la cabina de vuelo, el piloto no movía los alerones o las aletas mediante fuerza muscular. El mecanismo era similar al del sistema de transmisión de un automóvil: cuando el piloto movía la palanca de mandos y los pedales, enviaba impulsos eléctricos para activar sistemas hidráulicos, que a su vez ponían en movimiento las superficies de control o mandos de vuelo.
Lo cierto era que un avión de pasajeros estaba controlado por una extraordinaria y sofisticada red electrónica: docenas de sistemas informáticos conectados entre sí por centenares de kilómetros de cables. Había ordenadores para el control del vuelo, para la navegación, para la comunicación. Los ordenadores regulaban los motores, los mandos, las condiciones atmosféricas de la cabina.