***JM CEI 0700 SB AOTLJ
Suspiró. Las tres estrellas significaban que el mensaje era urgente: John Marder, el mandamás de la fábrica, convocaba una reunión de la CEI, la Comisión de Estudio de Incidentes, a las siete de la mañana en la Sala de Batalla. La nota final confirmaba la urgencia en el argot de la fábrica: AOTLJ.
Acude o te la juegas.
El tránsito de la hora punta avanzaba lentamente bajo la pálida luz de la mañana. Casey giró el espejo retrovisor y se inclinó para inspeccionarse el maquillaje. Aunque era atractiva, su corta melena castaña y sus largas piernas atléticas le daban un aire ligeramente masculino. Jugaba como primera base en el equipo de softball de la fábrica. Los hombres se sentían cómodos a su alrededor, la trataban como a la hermana menor, y eso le venía muy bien en la empresa.
De hecho Casey tenía pocos problemas allí. Había crecido en las afueras de Detroit y era la única hija mujer de un redactor del Detroit News. Sus dos hermanos mayores eran ingenieros y ambos trabajaban para la Ford. Su madre había muerto cuando ella era muy pequeña, de modo que se había criado en el seno de una familia de hombres. Nunca había sido lo que su padre llamaba «una niña femenina».
Tras licenciarse en periodismo en la Universidad de Southern Illinois, Casey había seguido los pasos de sus hermanos en la Ford. Sin embargo, escribir comunicados de prensa le parecía una actividad poco interesante, así que aprovechó el programa de formación continua de la empresa para sacarse un master en administración de empresas. Mientras tanto, se casó con Jim, un ingeniero de la Ford, y tuvieron una hija.
Pero la llegada de Allison había acabado con el matrimonio; ante el cambio de pañales y los horarios del biberón, Jim empezó a trasnochar y beber. Con el tiempo se separaron. Cuando Jim anunció que se mudaba a la costa Oeste para trabajar en la Toyota, Casey decidió seguirlo. Quería que Allison se criara cerca de su padre. Estaba harta de los conflictos políticos dentro de la Ford y de los deprimentes inviernos en Detroit. California le ofrecía la oportunidad de empezar de cero. Se veía a sí misma conduciendo un descapotable, viviendo cerca de la playa en una casa con mucha luz y palmeras junto a las ventanas, e imaginaba a su hija creciendo sana y bronceada.
Sin embargo vivía en Glendale, a una hora y media de la playa. Casey se había comprado un descapotable, pero nunca bajaba la capota. Y aunque el barrio de Glendale, donde vivía, era encantador, el territorio de los gamberros comenzaba a escasas manzanas de allí. A veces, por las noches, mientras su hija dormía, oía el ruido sordo de los disparos. A Casey le preocupaba la seguridad de Allison. Le preocupaba su educación en un sistema escolar donde se hablaban cincuenta lenguas. Y le preocupaba el futuro, porque en California la economía seguía mal y el trabajo escaseaba. Jim llevaba dos años en el paro, desde que lo habían despedido de la Toyota por beber. Y Casey había sobrevivido a una y otra oleada de despidos en la Norton, donde la producción se había hundido a causa de la recesión generalizada.
Nunca había imaginado que trabajaría en una compañía de aviación, pero, para su sorpresa, había descubierto que el pragmatismo y la franqueza del Medio Oeste casaban a la perfección con la actitud de los técnicos que llevaban la empresa. Jim la consideraba rígida y «legalista», pero su meticulosidad le había resultado útil en la Norton, donde desde hacía un año era vicepresidenta del Departamento de Control de Calidad, CC.
Le gustaba trabajar allí, aunque su sección tenía una misión casi imposible. Norton Aircraft estaba dividida en dos grandes bloques —producción e ingeniería—, que libraban una guerra constante entre sí. Control de Calidad mantenía una comprometida posición entre los dos. Se ocupaba de todos los aspectos de la producción y supervisaba todos los pasos de fabricación y montaje. Cuando surgía un problema, CC debía llegar al fondo de la cuestión. Y eso rara vez los congraciaba con los mecánicos o los ingenieros involucrados en el problema.
Al mismo tiempo se esperaba que Control de Calidad se ocupara de asesorar a los clientes. Éstos con frecuencia estaban insatisfechos con las decisiones que ellos mismos habían tomado, y culpaban a Norton si las cocinas que habían encargado estaban en el sitio equivocado o si había pocos aseos en el avión. Se necesitaban grandes dosis de paciencia y habilidad política para contentar a todo el mundo y resolver los problemas. Casey, una conciliadora nata, tenía un talento especial para estas cuestiones.
A cambio de caminar sobre una cuerda floja política, los miembros de CC tenían el control de la planta. Como vicepresidenta, Casey estaba involucrada en todos los aspectos del trabajo de la compañía: tenía mucha libertad y una gran responsabilidad.
Sabía que su título era más impresionante que el empleo en sí: Norton Aircraft tenía un montón de vicepresidentes. Sólo en su sección había cuatro, y la competencia entre ellos era feroz. Pero recientemente John Marder la había ascendido, nombrándola representante en la Comisión de Estudio de Incidentes. Era un puesto que exigía dar la cara, y la convertía en candidata presidenta de la sección. Marder no había tomado la decisión a la ligera. Casey sabía que tenía una buena razón para hacerlo.
Al volante de su descapotable Mustang, abandonó la autopista Golden State y siguió por Empire Avenue, circulando paralelamente a la cerca de cadenas que señalaba el perímetro sur del aeropuerto de Burbank. Se dirigió a los complejos comerciales: Rockwell, Lockheed y Norton Aircraft. A lo lejos, vio las filas de hangares, todos con la insignia alada de la Norton en lo alto de la fachada.
Sonó el teléfono del coche.
—¿Casey? Soy Norma. ¿Sabes lo de la reunión?
Norma era su secretaria.
—Voy hacia allí —respondió Cassey—. ¿Qué ha pasado?
—Nadie tiene la menor idea —dijo Norma—. Pero no debe de ser nada bueno. Marder ha estado gritando como un poseso a los técnicos y ha convocado a la CEI.
John Marder era el jefe de operaciones de la Norton. Había estado al frente del proyecto del N-22, lo que significaba que había supervisado la fabricación de ese modelo de avión. Era un hombre cruel y a veces temerario, pero siempre conseguía lo que se proponía. Marder estaba casado con la única hija de Charley Norton, y en los últimos años había tomado muchas de las decisiones de ventas. Eso lo convertía en el segundo de a bordo de la compañía, después del presidente. Había sido Marder quien había ascendido a Casey, y era…
—¿…hago con tu ayudante? —preguntó Norma.
—¿Con mi qué?
—Con tu nuevo ayudante. ¿Qué quieres que haga con él? Está esperando en tu oficina. ¿Te habías olvidado de él?
—Vaya, es verdad. —Lo cierto es que se había olvidado. Un sobrino de los Norton iba de una a otra sección de la compañía para ascender en la escala jerárquica. Marder le había asignado el joven a Casey, 1o que significaba que tendría que servirle de niñera durante las siguientes seis semanas—. ¿Qué tal es, Norma?
—Bueno, al menos no parece subnormal.
—Norma.
—Es mejor que el último.
Eso no era mucho decir: el último se había caído de un ala durante el montaje de un reactor y había estado a punto de electrocutarse con el equipo de radio.
—¿Cuánto mejor?
—Estoy mirando su expediente —dijo Norma—. Estudió derecho en Yale y tiene un año de experiencia en General Motors. Pero ha estado en la sección de marketing durante los tres últimos meses, y no sabe nada de producción. Tendrás que enseñárselo todo.
—De acuerdo —dijo Casey, suspirando. Marder seguramente esperaba que lo llevara a la reunión—. Dile que me espere delante de la Administración dentro de diez minutos. Y asegúrate de que no se pierda, ¿entendido?
—¿No pretenderás que lo acompañe?
—Sí; mejor que vayas con él.
Casey cerró la tapa del teléfono móvil y consultó su reloj de pulsera. El tránsito se movía despacio. Aún tardaría diez minutos en llegar a la fábrica. Tamborileó impacientemente con los dedos sobre el tablero de mandos. ¿Para qué sería la reunión? Quizá se había producido un accidente, o una catástrofe.
Encendió la radio para oír las noticias. Sintonizó uno de esos programas con llamadas del público, donde un oyente decía: «… no es justo que los niños lleven uniforme en el colegio. Es elitista y discriminatorio…»
Casey pulsó un botón y cambió de emisora.
«… pretenden imponer su idea de la moral al resto de la población. Yo no creo que un feto sea un ser humano…»
Apretó otro botón.
«… estos ataques de la prensa proceden de personas que están en contra de la libertad de expresión…»
¿Dónde demonios dan noticias?, pensó. ¿Se había caído un avión o no?
De repente evocó la imagen de su padre leyendo una gran pila de periódicos nacionales los domingos después de misa, murmurando para sí: «Ésa no es la historia,
ésa
no es la historia», mientras arrojaba las páginas alrededor del sillón del salón. Pero su padre había sido periodista en los sesenta, y ahora el mundo había cambiado. Todo salía en la televisión. En la televisión y en las ociosas charlas radiofónicas.
Un poco más adelante, vio la puerta principal de la fábrica Norton. Apagó la radio.
Norton Aircraft era uno de los grandes nombres en la historia de aviación estadounidense. Charley Norton, un pionero de la aviación, había fundado la compañía en 1935. Durante la Segunda Guerra Mundial la Norton había fabricado el legendario bombardero B-22, el cazabombardero Skycat P-27 y el C-12 de las Fuerzas Aéreas. En años recientes, Norton había capeado el temporal económico que había dejado a la Lockheed fuera del negocio del transporte comercial. Ahora era una de las cuatro compañías que seguía construyendo aviones para el mercado mundial. Las demás eran Boeing, en Seattle; McDonnell Douglas, en Long Beach, y el emporio europeo Airbus, en Toulouse.
Cruzó el enorme aparcamiento hasta la puerta 7, deteniéndose en la barrera, donde un guardia de seguridad comprobó su chapa de identificación. Como de costumbre, Casey se animó al entrar en la planta de montaje, con la energía de sus tres turnos de trabajo, sus montacargas amarillos arrastrando cajas llenas de piezas. Más que una fábrica, era una pequeña ciudad, con hospital, periódico y servicio de policía propios. Cuando Casey se incorporó a la compañía, trabajaban allí sesenta mil personas. La recesión había reducido el número de empleados a treinta mil, pero la fábrica seguía siendo inmensa con sus veinticinco kilómetros cuadrados de extensión. Allí habían fabricado el N-20, el reactor de fuselaje estrecho; el N-22, de fuselaje ancho, y el KC-22, el avión cisterna de las Fuerzas Aéreas. Veía los principales edificios de ensamblaje, todos de más de un kilómetro de longitud.
Se dirigió al edificio de cristal de Administración, en el centro del complejo. Estacionó en el aparcamiento y dejó el contacto encendido. Vio a un joven con aspecto de colegial, americana de deporte y corbata, pantalones caqui y mocasines. Cuando bajó del coche, el muchacho la saludó tímidamente con la mano.
—Bob Richman —dijo, estrechándole la mano con una mezcla de cordialidad y reserva—. Soy tu nuevo ayudante.
Casey no recordaba de qué rama de la familia Norton provenía, pero lo catalogó nada más verlo: dinero en abundancia, padres divorciados, un expediente anodino en colegios caros y un inquebrantable sentido de la jerarquía.
—Casey Singleton —respondió ella—. Entra. Llegamos tarde.
—¿Tarde? —preguntó Richman mientras se subía al coche—. Todavía no son las siete.
—El primer turno empieza a las seis —explicó Casey—. Casi todos los miembros de CC nos ajustamos al horario de la fábrica. ¿No hacíais lo mismo en General Motors?
—No lo sé —respondió él—. Yo estaba en el departamento jurídico.
—¿No ibas a la planta?
—Lo menos posible.
Casey suspiró. Pensó que las seis semanas con aquel crío se le harían interminables.
—¿Así que has trabajado en marketing?
—Sí; unos meses. —Se encogió de hombros—. Pero vender no es lo mío.
Casey condujo hacia el sur, en dirección al edificio 64, la enorme estructura donde se había construido el avión de fuselaje ancho.
—A propósito, ¿qué coche tienes?
—Un BMW —respondió Richman.
—Quizá te convendría cambiarlo —sugirió ella—. Por un coche americano.
—¿Por qué? ¿Se fabrica aquí?
—No se fabrica aquí —corrigió ella—; se
monta
aquí. Las piezas vienen del extranjero. Los mecánicos de la planta conocen la diferencia. Todos pertenecen al sindicato. A la United Automobile, Aerospace and Agricultural Implements Workers of America. Ya sabes, la UAW.
Richman miró por la ventanilla.
—¿Insinúas que podría pasarle algo a mi coche?
—No lo insinúo; te lo garantizo —afirmó Casey—. Los muchachos no se andan con chiquitas.
—Lo pensaré —dijo Richman. Contuvo un bostezo—. ¡Dios mío, es muy temprano! ¿Adónde vamos?
—A la CEI. La reunión está convocada para las siete.
—¿La CEI?
—La Comisión de Estudio de Incidentes. Cada vez que hay un problema con uno de nuestros aviones, la CEI se reúne para averiguar qué ha ocurrido y qué puede hacerse al respecto.
—¿Con cuánta frecuencia se reúnen?
—Aproximadamente cada dos meses.
—Muy a menudo —dijo el chico.
Tendrás que enseñárselo todo.
—En realidad —aclaró Casey—, una reunión cada dos meses no es mucho. Tenemos tres mil aviones en servicio activo en todo el mundo. Con tantos pájaros en el aire, siempre pasa algo. Y nos tomamos muy en serio el asesoramiento a los clientes. De modo que cada mañana ponemos una conferencia con los representantes del servicio en todo el mundo. Ellos nos informan de cualquier problema que haya causado demoras en los vuelos del día anterior. Casi siempre son asuntos sin importancia: una puerta de lavabo atascada, un fallo en una luz de la cabina de mando. Pero en CC tomamos nota, hacemos un diagnóstico de averías y lo pasamos al Departamento de Apoyo al Producto.
—Ajá… —Parecía aburrido.
—Y de vez en cuando —prosiguió Casey— nos encontramos con un problema que merece una reunión de la CEI. Tiene que ser algo serio, que afecte a la seguridad del vuelo. Al parecer, hoy ha surgido uno de esos problemas. Si Marder ha convocado la reunión para las siete de la mañana, puedes tener la seguridad de que nadie ha chocado con un pajarillo.