Q (32 page)

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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: Q
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Un murmullo recorre la sala, miradas interrogativas que buscan a los donantes.

La rabia contenida de Redeker lo interrumpe:

—También yo he aportado a la causa un montón de dinero. ¡Y digo ahora que con ese dinero compremos cañones!

—¡Sí, una espingarda y espadas!

—¡Y pistolas!

—No, no puede resolverse todo así, sin tener en cuenta ni nuestros esfuerzos, Redeker, ni nuestro trabajo. Si ahora iniciamos una matanza, ¿qué dirán en las ciudades vecinas?, ¿qué los hermanos que miran a Münster como a un faro de la cristiandad renovada? Pensarán que somos unos locos sanguinarios y se echarán atrás. Lo que tú has aportado a la causa, lo que otros aportan hoy, no es un botín de guerra. Y yo digo que puede ser utilizado de forma muy distinta y provechosa.

—¿Qué coño significa eso?

—Pues significa que hoy el obispo trata de poner a la población contra nosotros, amenazándola si nos brinda su apoyo. Pues bien, nosotros hemos de actuar de manera que permanezcan de nuestro lado. Hay que ser los capitanes de los humildes, no solo de nosotros mismos. ¿No comprendes que eso es lo que quiere Von Waldeck? Yo no le haré el juego; reaccionaremos, Redeker, pero más eficazmente. —Una pausa para crear expectación—. Propongo que la asamblea delibere sobre la utilización de los dineros recogidos en favor de un fondo para los pobres. Que todos los menesterosos puedan tener acceso, de acuerdo con las modalidades que decidamos, a una caja de mutuo socorro, y que quien más tenga contribuya como pueda.

Sentados, Knipperdolling y Kibbenbrock asienten convencidos.

Redeker menea sus piernas, indeciso: eso no basta.

Rothmann insiste:

—Así los pobres comprenderán que su causa es nuestra causa. El fondo de asistencia mutua será más útil que ningún sermón, algo tangible en sus vidas. ¡Ya pueden los luteranos tramar cuanto quieran, pues nosotros seremos más fuertes, el obispo ya puede publicar mil edictos, pues tendremos al pueblo de nuestra parte!

Ha terminado, los dos se quedan mirándose durante un largo rato. De espaldas a Rothmann, un asentimiento de cabezas; detrás de Redeker, un rumor de incertidumbre.

El bandido tuerce el gesto:

—¿Y si deciden darnos por saco?

Me levanto volcando la silla, debajo de la capa desenvaino la daga y la pongo sobre la mesa, Rothmann y Knipperdolling se sobresaltan.

—Si es el acero lo que quieren probar, pues serán bien servidos, hermano, palabra de Gert del Pozo. Pero si el pueblo está con nosotros, las espadas se alzarán a millares. —Un silencio sepulcral en toda la sala—. Ahora saldremos para arrancar el edicto del obispo y los luteranos verán que no le tenemos miedo a Von Waldeck y mucho menos a ellos. Que se lo piensen dos veces antes de atacarnos.

El asombro de todos se desvanece rápidamente, así como también la tensión de Rothmann. Redeker me mira fijamente con descaro, al otro lado de la espada, y apenas si asiente.

—De acuerdo. Haremos como dices. Pero ninguno de nosotros tiene la menor intención de ser un mártir. Si tienen que joderme, quiero que sea teniendo yo la espada en la mano, llevándome por delante a un buen puñado de esos bastardos.

Entendimiento alcanzado, mérito de las palabras de Rothmann y de la acción eficaz del apóstol de Matthys. Se somete a votación la creación de una caja para los pobres: unanimidad. Kibbenbrock, papel y pluma, apunta todo en los libros de contabilidad, mientras Redeker organiza pelotones de cinco hombres para que arranquen el edicto de las paredes de la ciudad.

Rothmann y Knipperdolling me cogen en un aparte, mientras los hermanos salen en grupitos de tres o cuatro para no llamar la atención. La noche se traga las formas una tras otra.

Palmada en la espalda y un cumplido:

—Las palabras adecuadas. Era lo que querían oír.

—Y es lo que yo pienso. Redeker es arrojado, pero sabe lo que se hace. Hemos conseguido hacerle entrar en razón y ha comprendido.

Knipperdolling se encoge de hombros:

—Es un salteador de caminos, de trato difícil…

—Un bandido que roba a los ricos caballeros para dárselo a los más pobres. Buena falta nos harían tipos así. Matthys dice que es entre la escoria de la sociedad donde encontraremos soldados de Dios, entre los últimos, los fugitivos de la justicia, los saltimbanquis, la rufianería…

Hago un gesto en dirección a Beuckelssen, arrellanado en un asiento cerca de la chimenea, medio adormilado con las manos en los testículos.

El grueso tejedor se rasca la barba:

—Según tú, ¿se llegará a las armas?

—No lo sé; Von Waldeck no me parece el tipo de persona que ceda fácilmente.

—¿Y los luteranos?

—De ellos dependerá, creo.

Knipperdolling continúa rascándose la barbilla:

—Hum. Oye, falta menos de un mes para las elecciones que deberán renovar el Consejo y los burgomaestres. Kibbenbrock y yo podremos presentarnos como candidatos.

Rothmann sacude la cabeza:

—Nuestros defensores son demasiado pobres para poder votar: o cambias el ordenamiento o has perdido antes de empezar.

El parecer de los apóstoles de Matthys parece ser esencial, insisto:

—Os deseo de todo corazón que consigáis tomar la ciudad pacíficamente, pero por los vientos que soplan las cosas podrían ir de modo muy distinto.

Rothmann asiente serio:

—Por supuesto. Ya se verá. Mientras tanto, que el fondo para los pobres empiece a funcionar de forma inmediata. Elecciones o no, conseguiremos dejar en minoría a los luteranos y católicos. Por precaución trasladaremos el culto de las parroquias a las casas particulares para protegernos de los espías.

—Que el Señor nos asista.

—No tengo la menor duda de que así será, amigos míos, y ahora si me lo permitís me voy con los hermanos a hacer pedazos el edicto del obispo.

—Y a Jan, ¿lo dejas aquí?

Knipperdolling me recuerda a nuestro amigo, acurrucado al amor de la lumbre.

—Déjalo que duerma, no nos sería de gran ayuda…

Fuera, la noche es glacial, ninguna luz, unos escalofríos me recorren por debajo de la capa, mientras busco la calle por la plaza del Mercado. Me es de ayuda el recuerdo de los largos deambulares por estas calles. Apenas una sombra, la sensación de una presencia y tengo ya la daga desenvainada, esgrimida en la oscuridad delante de mí.

—Detén esa mano, hermano.

—¿Por qué debería hacerlo?

—Porque el Verbo se hizo carne.

De la oscuridad surge un rostro, estaba en la reunión.

—Si te hubieras acercado un poco más, te la habría clavado sin pensármelo dos veces… ¿Quién eres?

—Uno que ha admirado tu modo de actuar. Me llamo Heinrich Gresbeck.

Una cicatriz oblicua quiebra su entrecejo, ojos azules, bien plantado, más o menos de mi edad.

—¿Eres de aquí?

—No, de un pueblo de aquí cerca, aunque la última vez que estuve por aquellos pagos fue hace diez años.

—¿Predicador?

—Mercenario.

—No creía que hubiera baptistas adiestrados para combatir.

—Solo tú y yo.

—¿Qué te hace suponerlo?

—Reconozco una buena espada. Matthys sabe elegir a sus hombres.

—¿Es lo único que querías decirme?

El rostro es macilento, la cicatriz hace que los rasgos parezcan mucho más sombríos y amenazantes de lo que en realidad son:

—Admiro a Rothmann, fue él quien me bautizó. Tenemos un gran predicador, tarde o temprano necesitará también un capitán.

—Te refieres a mí. ¿Y por qué no tú?

Sonríe burlonamente, dientes blancos:

—No bromees: yo soy el pequeño Gresbeck, tú el gran Gert del Pozo, el apóstol. Te seguirán, igual que te han escuchado esta noche.

—Estos no son mercenarios, hermano.

—Lo sé. No combatirán por el botín, combatirán por el Reino, y por eso son muy capaces de darles por culo a todos. Pero alguien tendrá que mandarlos.

—Yo ocupo el puesto de Matthys hasta que él…

—Matthys trabajaba de panadero, no bromeemos, el de Leiden era un rufián, Knipperdolling y Kibbenbrock son tejedores. Rothmann, hombre de Biblia.

Asiento, sin añadir nada. Una tranquilidad:

—Cuando llegue el momento, ya sabes dónde encontrarme.

—Estaremos todos. Y ahora vamos a limpiarnos el culo con ese edicto.

Se adentra ya en la noche de la calle, a la caza del fantasma de Von Waldeck.

Capítulo 27

Wolbeck, en las cercanías de Münster, 2 de febrero de 1534

Tile Bussenschute, llamado el Cíclope, fabricante de cajas de oficio, es un ser enorme, mitológico.

Bussenschute es una de esas criaturas que uno le oye nombrar a las madres impacientes:

—Mira que si no te duermes, llamo al de las cajas…

Todo en él adquiere carácter de enormidad, a excepción de su cerebro. No sé qué le habrá contado Kibbenbrock, que ha ido a buscarlo a su establecimiento, pero aunque se le hubiera explicado la cuestión con pelos y señales, estoy seguro de que Bussenschute no tendría la más remota idea de en qué se ha metido. Se agita incómodo dentro del único traje elegante que hemos conseguido hacerle entrar: proviene del guardarropa de Knipperdolling y con grandes dificultades logra contener la barriga, el culo y las innumerables sotabarbas de nuestro jefe de delegación. Generalmente no habla, gruñe; cuentan que lo echaron a perder tres años de cárcel por homicidio: trabajaba de mozo de cuerda y en la escalinata de un palacio le lanzó a un ayudante un peso tan enorme que este perdió el equilibrio, rodó escaleras abajo y acabó aplastado.

Inmediatamente detrás de Bussenschute, completamente tapado por su mole, avanza Redeker, que compartió durante un tiempo con nuestro fabricante de cajas una de las celdas de la cárcel episcopal. Sigue siendo ciertamente muy amigo de la bolsa ajena, pero tiene la pésima costumbre de jactarse públicamente de ello, lo cual, más pronto o más tarde, le traerá problemas.

Cierra el terceto Hans von der Wieck, leguleyo, que desde un primer momento se propuso tomar parte en la delegación. Está realmente convencido de poder negociar la paz con el obispo y los luteranos y no se ha echado atrás ni siquiera cuando hemos decidido transformar el encuentro en una carnavalada.

El obispo ha convocado esta Dieta para encontrar un compromiso entre las partes que le permita regresar a la ciudad y si dependiera del burgomaestre Judefeldt, a quien corresponde por propio derecho la participación en la delegación ciudadana, sin duda lo encontraría, en detrimento nuestro: Von Waldeck concede algunas libertades municipales para contentar a los ricos luteranos amigos de Judefeldt, recupera el control de su principado, liquida a los baptistas y al pueblo que lo zurzan.
Divide et impera
, vieja historia.

No queda más remedio que reventar la puesta en escena. Hemos obligado a Judefeldt y al Consejo a aceptar la presencia de los representantes del pueblo de Münster elegidos para la ocasión: un gigante monstruoso, un salteador de caminos, un picapleitos fracasado, y todos nosotros guardándoles las espaldas.

Subimos las escaleras uno detrás de otro, en ordenada fila, tratando de adoptar una actitud digna. Knipperdolling tiene lágrimas en los ojos y por sus labios apretados con esfuerzo deja escapar pequeños retazos de su tremenda carcajada. Él fue el primero en mencionar ese nombre, cuando buscábamos un jefe de delegación que estuviera a la altura de nuestras intenciones:

—¡Tile el Cíclope! ¡Sí, sí, él es el hombre que nos conviene!

La sala de la Dieta, en casa del caballero Dietrich von Merfeld, una de las lenguas más ilustres de todas las que le lamen el culo al obispo: vigas del techo taraceadas, tapices en las paredes de un burdo estilo, un fanfarrón de tres al cuarto. Los escaños en los que están los vasallos del obispo se abren como las alas de un pájaro. El huésped se sienta a la derecha del trono, hinchado por la gala en su magna pompa: todos los blasones bien visibles para impresionar a los pobres burgueses ignorantes.

Y en medio el trono, los reposamanos de madera en forma de cabeza de león, el escudo de armas episcopal al lado del de su linaje campeando en lo alto del respaldo.

Imponente, negro de pies a cabeza.

Polainas relucientes; calzas de fina lana y una camisola elegante; el broche del cinturón que sostiene la espada, damasquinado en la empuñadura de una espada toledana auténtica; la sortija obispal reluce en el dedo, oro y rubí, y en el pecho el medallón principesco del Imperio. Dentro, un cuerpo flaco y erguido.

La cara del enemigo.

Cabello de plata y barba gris, el rostro macilento, sin mejillas, la carcoma del poder corroyéndolo desde hace años.

Von Waldeck: cinco décadas bien llevadas y la mirada del águila que avista la presa desde lo alto.

Henos aquí.

Tile Bussenschute, subyugado por los oros y estucos, se deshace en una inclinación, con serio peligro para las costuras y los botones del traje de Knipperdolling.

Uno de los caballeros del obispo se agita, estira el cuello y se levanta con las manos en los brazos del asiento en un intento de saber quién se esconde detrás de la montaña de carne que avanza poco a poco hacia el centro de la sala. Hasta que el ciclópeo fabricante de cajas se inclina tan profundamente que hace aparecer, tras de sí, la sonrisa maliciosa e insolente de Redeker.

Es cuestión de segundos. Melchior von Büren, asaltado en la calle por Telgte no hace más de un mes y robado a cara descubierta, se encuentra frente al hombre que le rapiñó las tasas de sus tierras. Tal vez no lo reconoce enseguida: entorna los ojos para ver mejor. Heinrich Redeker no se refrena, sale disparado hacia delante como si quisiera saltar de un brinco por encima de la espalda que tiene enfrente, rojo como la grana, sacando pecho.

—¿Te escuece todavía el culo, amigo? —exclama con los dientes apretados.

El desvalijado desenvaina por toda respuesta la espada con gesto rapidísimo y la esgrime ante la cara del pálido Bussenschute.

—Bátete, bellaco, pagarás cada florín con una gota de sangre.

—¡Mientras tanto, toma un poco de esto! —le grita nuestro delegado escupiéndole en plena cara, por encima de los hombros del jefe de delegación.

El caballero episcopal trata de responderles con una estocada de su acero. El gesto pone no poco nervioso a Tile Bussenschute, que siente pasar la hoja a un dedo de su oreja. Su reacción es inmediata: con todas las fuerzas de que es capaz su brazo, estampa la mano abierta contra la cara del espadachín que cae juntamente con su asiento, derribando de paso a otros dos caballeros.

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