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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: Q
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Dado en Münster, el 30 de junio del año 1535,

el fiel observador de Vuestra Señoría,

Q.

Capítulo 40

Amberes, 28 de mayo de 1538

—No esperé al final. Abandoné Münster a principios de septiembre. No he vuelto a poner nunca más los pies allí.

Eloi me enciende un cigarro con una brasa del hogar. Las volutas se elevan amplias, mientras saboreo el gusto de la gran paz que desciende lenta por mis miembros. No me esperaba encontrar aquí este agradable producto de las Indias.

Las golondrinas vuelan bajas sobre los tejados jaspeados por el ocaso, señal de que lloverá. El chirrido regular de algún carro que pasa por la calle, voces, un ladrido lejano.

He pasado revista a los nombres, los rostros, las sensaciones, anidadas en los surcos de las cicatrices. Algo ha desaparecido, olvidado para siempre en el fondo del oscuro pozo.

La memoria. Una alforja llena de quincalla que se desborda por casualidad y termina por maravillarte, como si no hubieras sido tú quien la hubiera recogido y transformado en objetos preciosos.

Sonrío al tiempo, a las empresas trágicas, a los héroes casuales de otras épocas. Sonrío.

Eloi sabe conceder el tiempo necesario, no es fácil encontrar un hombre que sepa escuchar una historia contada al amor de la lumbre.

Rompe el silencio humoso que nos envuelve:

—¿Y luego?

—Me hundí. Sin conseguir pensar, sin preguntarme ya nada. Y como yo muchos otros, escapados a tiempo de la ciudad de los locos, a la desbandada, agotados. Llevábamos dentro el resquemor de aquella gran ocasión desperdiciada, una gangrena lenta que nos roía la mente. Ya no teníamos un lugar en el mundo.

En los Países Bajos había desórdenes, parecía que todo fuera a estallar de un momento a otro. Por eso nos encontramos todos allí, sin rumbo, reuniendo nuestros pedazos. En Holanda la discusión entre los hermanos hervía más que nunca: de un lado, los defensores de la vía pacífica, con Philips y Joris; de otro, los más resueltos, los irreductibles que hubieran querido empuñar las armas. Los reclutaban por la calle, jóvenes, dispuestos a todo.

Eloi me interrumpe con un golpe de tos:

—Te olvidas de nosotros. Joris me odiaba, todavía me odia. Espera, espera, ¿cómo me definió? «Un libertino dedicado a la coyunda y a la francachela.» ¡ Yo no habría sabido decirlo mejor!

Sonríe, ahora puedo hablarle ya solamente de hechos que conoce bien.

—Luego en diciembre llegó Va n Geelen, ese gran limburgués al que había conocido en Münster, adonde había llegado buscando una esperanza para los oprimidos y donde no encontró más que a un viejo Dios enloquecido devorador de hombres. La consigna de Beuckelssen era hacer nuevos prosélitos entre las comunidades de los hermanos holandeses, pero la Nueva Sión no iba a verlo morir como un ratón por hacer realidad las locuras de un comediante. No tenía ninguna intención de volver.

»Y así reanudé la lucha, pues no sabía hacer ya ninguna otra cosa, seguía combatiendo.

»En marzo del treinta y cinco estábamos en Bolsfard, tomando el monasterio de Oldeklooster. Nos quedamos atrincherados allí durante una semana. Van Geelen pensaba que desde una posición tan estratégica íbamos a poder dominar el golfo y mientras tanto hacer sublevarse a Frisia, donde los campesinos estaban ya rebelándose. Pero los campesinos se revelaron más difíciles de controlar de lo previsto.

»En mayo tomábamos el Ayuntamiento de Amsterdam. El plan de Van Geelen preveía que el pueblo se alzaría y se uniría a nosotros. Esto sería tarea mía, y mientras tanto él se atrincheraría en el palacio municipal y pondría en jaque a la guardia ciudadana.

»Fue un desastre absoluto, el último acto. Nadie nos siguió. Van Geelen estaba en un error: los humildes no tenían la menor intención de arriesgar sus vidas por nosotros, habíamos recorrido un camino demasiado largo, habíamos ido demasiado lejos, sin reparar entretanto en que las termitas del miedo y de la miseria iban minando los ánimos a fondo. Los ocupantes resistieron hasta el último golpe, y al final intentaron una salida con arma blanca. Los asesinaron a todos.

»No podía hacer nada, Van Geelen estaba muerto, tenía conmigo una treintena de hombres mal armados y una vieja barcaza de pesca. En esas circunstancias tomé la decisión de disolver la compañía: con un poco de suerte alguien se salvaría, pues si permanecíamos juntos no íbamos a tardar en ser identificados y apresados. Lo comprendieron, nadie hizo preguntas. Esa fue la última orden del capitán Gert del Pozo.

Eloi trata de sonreírme:

—¿Otro nombre?

—Ningún nombre. Ningún amigo. Los soldados batían minuciosamente la región, no había ningún lugar seguro, cualquier campesino podía traicionarte, cada caminante encontrado por el camino podía ser un cazador de recompensas que iba tras tus pasos.

»Caminaba durante días, dormía en los heniles, pedía limosna para poder comer. No tenía ya noticias de los hermanos, no sabía qué estaba sucediendo fuera del lugar concreto en el que me encontraba. También el sentido de la orientación comenzó a traicionarme, mi mente se nublaba. Lo único que sabía era que estaba caminando hacia el norte. Sin embargo, lo había perdido todo. Münster, mis hombres, Van Geelen, los hermanos que en Amsterdam habían creído en mí. Acabado. Después de cuatro días de ayuno las piernas comenzaron a no sostenerme ya, vi cosas que me anunciaban la locura inminente. Estaba muerto, un fantasma, daba igual tumbarse en el suelo y esperar. Ya no había razón para seguir forzándome a sobrevivir.

»Me encontraron allí en el barro, herido, exánime. Podía esperarme la cuchillada de algún bandido: casi lamenté no llevar nada encima que valiera la pena robar. No me hicieron el favor de darme la puntilla, me recogieron y me llevaron con ellos.

Dejo que el cigarro se apague sobre la chimenea, el recuerdo es confuso, diríanse acontecimientos vividos en el sueño:

—«Y vi delante de mí un flaco y derrengado caballo. Quien lo cabalgaba se llamaba Muerte y detrás venía el Infierno.»

Eloi está serio, acurrucado, un depredador nocturno hundido en el sillón. Le oigo murmurar aquel nombre:

—Jan Van Batenburg.

—Los Armados de la Espada. Una compañía harapienta de veteranos de la guerra, casi todos escapados de Münster, los supervivientes que caminan formando columna detrás del último jinete del Apocalipsis que ha quedado en pie. Nuestro tiempo había acabado, como había dicho Jan Matthys. Lo único que podíamos creer era que el misterio de la iniquidad se había extendido por la tierra, una cabeza tras otra, un hermano tras otro, para conducirnos finalmente a esa furia ciega. No quedaba más que consagrarse a la muerte del mundo y juramentarse para hacerlo saltar por los aires. Íbamos a terminar así, espada en mano y el culo apedazado, borrachos impávidos y grandiosos, mientras quedara aliento para combatir. No esperábamos ya nada, estábamos más allá del Apocalipsis, lejos de todo, puros y simples asesinos. La inocencia no podía existir ya, a nuestros ojos se transformaba en cobardía, condenación. Así escupíamos lo que quedaba de nuestras vidas a la cara de quien permanecía.

Eloi ha desaparecido en la sombra, al fondo del sillón, tengo la impresión casi de oírle estremecerse.

—No guardo un nítido recuerdo de aquel período, no es posible. Maté, torturé, aniquilé. Vi arder aldeas enteras, el terror de los campesinos que escapaban tan pronto como nos avistaban en el horizonte.

Vi empalar a frailes como si fueran cerdos en el asador, vi el espantajo del Caballero Pálido galopar por las laderas de las colinas, y nosotros detrás de él, por el borde de aquellos abismos, señalando los límites de la santidad. Después de Matthys y de Beuckelssen, el tercer Jan de mi vida: la tercera maldición. Cuando finalmente fue apresado, se rió en la misma cara de la tortura y de la muerte. Lanzó aún un grito de victoria desde el patíbulo: yo lo oí…

Me relajo en el sillón estirando las entumecidas piernas.

—Y esto es realmente todo, gloria y miseria.

Escucho el silencio. Estoy cansado.

Su voz sin rostro acuna el cansancio:

—Es la historia más grandiosa que haya oído jamás. Y tú eres sin duda la persona que andaba buscando.

Entorno los ojos, pero solo es una mancha más oscura tras el escritorio:

—Estoy cansado, Eloi. Demasiado cansado.

—Estás vivo. Y eso es lo que cuenta.

Estoy cansado.

El pasillo que me separa de la cama es larguísimo, la tenue luz de la vela apenas lo ilumina, mientras lo recorro a tientas.

Estoy cansado.

Y sin embargo presiento que no conseguiré conciliar el sueño. Las ganas de saber de Eloi han despertado también las mías. Münster cayó el 24 de junio de 1535. Gert del Pozo se había largado hacía nueve meses. ¿Y todos los demás?

A los golpes en la puerta responde una voz adormecida.

—¿Quién es?

—Soy Gert.

La luz de una vela se añade a la mía, escruto el rostro arrugado de Balthasar Merck. Sin preguntar nada, el viejo baptista señala una silla al lado de la cama.

—Siéntate, pero dudo de que pueda serte de alguna utilidad.

—Una cosa nada más: ¿quién se salvó?

Deposita la vela sobre la mesilla de noche y se sienta en el borde de la cama masajeándose el rostro.

—Lo único que puedo decirte es que nosotros éramos cinco: el joven de los Krechting, el molinero Skraup, Schmidt el armero, el grabador Kerbe y yo. Todos hombres de Krechting. A Kerbe lo apresaron en Nimega, al poco de habernos separado. Me enteré de que estaba preso allí. Supe que Schmidt y Skraup fueron ajusticiados en Deventer hace dos años. Krechting sé que anda por ahí y hay quien dice que también Rothmann: su cuerpo no estaba entre los cadáveres de Münster.

—¿Ninguno de los míos?

Sacude la cabeza:

—No tengo ni idea. Algunos de ellos ni siquiera estaban en la ciudad. Beuckelssen los había echado porque sentía verdadero temor de ti.

—Gresbeck, los hermanos Brundt…

Asiente con la cabeza:

—Ellos volvieron a tiempo para asistir al delirio final. Esperaban encontrarte, pero tú habías partido para no volver más.

—¿Por qué se quedaron?

—Gresbeck y los Brundt intentaron largarse, pero los episcopales les echaron el guante al salir de la ciudad. Un triste final.

Suspiro extenuado, sin fuerzas ya para imaginar, las preguntas salen automáticamente:

—¿Qué frente cedió?

—La Kreuztor y la Judefeldertor, el punto más desguarnecido de las murallas: alguien debía de haber informado a los episcopales. Una unidad penetró por la noche y al alba abrió las puertas al grueso del ejército. La carnicería duró días. Yo confié a mi mujer enferma a los cuidados de una beata, arrancándole la promesa de que no la denunciaría, y me escapé con los demás. Hace tres años que no tengo noticias suyas.

Me quedo en silencio, escuchando el borbotear remoto de los recuerdos, saboreando esa solidaridad amarga de quienes regresan de la guerra.

Me levanto, casi arrepentido:

—Perdóname.

—Capitán…

Me vuelvo: sus ojos están hinchados por el cansancio y las lágrimas.

—Dime que aquello por lo que nos batimos no era una equivocación.

Aprieto la mandíbula, los puños cerrados.

—Nunca lo he pensado, ni por un instante.

El mar (1538)
Capítulo 41

Amberes, 29 de mayo de 1538

Asomo del alba. Cielo plomizo. Las preocupaciones penetran en el sueño y retiran las mantas.

Kathleen duerme, espectáculo increíble de cabellos, boca y tenue respiración.

Levantarse despacio, para no despertarla. Frío intenso de las primeras horas de la mañana que lo vuelve a uno jiboso, se apodera de las entrañas, nos hace envolvernos en una gran piel de carnero, mientras arrastras los pies en busca del bacín donde mear, de un poco de agua para frotarse los ojos y de un poco de leche caliente que te haga renacer. Han pasado los años, levantarse de la cama ya no es tan fácil como en otro tiempo: alguna vez el frío afecta a las articulaciones, reumas que cortan en seco el movimiento te indican que la cuerda ha permanecido tensa durante demasiado tiempo. Músculos y achaques hacen causa común, diciéndote que el quinto decenio de la vida deberías tomártelo con calma si no quieres quedarte en una cama doblado antes de que hayas perdido la razón. Un miserable final ese, terrible.

Y entonces quedarse. Quedarse aquí, demasiado viejo para aprender un oficio y demasiado cansado para reanudar la lucha. Tal vez el buril y el torno, pero no la espada, esa se la dejo a la herrumbre del canal donde la he arrojado.

Magda observa en silencio, los ojos abiertos de par en par por la curiosidad, mientras introduzco el último perno entre el brazo y el hombro de la marioneta articulable.

—¿Para quién es? —pregunta sacudiendo los rizos con instintiva coquetería.

—Es para vosotros, niños —respondo yo—. Pero tú serás su mamá, ¿te parece bien?

—¡Sííí! —Un sonido agudo que perfora los oídos y el chasquear de un beso en la hirsuta mejilla.

Ninguna niña me ha besado jamás.

Eloi mira y sonríe, mientras avanza entre las columnas del soportal. No tiene tiempo de saludar, cuando ya Magda anda dando saltitos delante de él y agitando el títere de madera:

—¡Mira, mira! ¡Lo ha hecho Lot!

Eloi se arrodilla para mover los brazos de la marioneta:

—¿Es tuya?

—Es de todos los niños —responde Magda tal como le ha sido enseñado—. Pero la cuidaré yo. Lot ha hecho las cucharas y las escudillas para mamá, ¿lo sabías?

Eloi asiente, mientras la pequeña corre a enseñarles a todos el nuevo juguete.

Un pensamiento en voz alta y un gesto de los brazos:

—Esta es mi aventura. En los últimos diez años no he hecho otra cosa.

Irónico:

—No es poco…

—No sé si es poco o mucho. Lo cierto es que mi historia no está a la altura de la tuya.

Le tiendo la mano con una risa maliciosa:

—Si quieres cambiármela, cerramos el trato en un abrir y cerrar de ojos.

Me mira serio:

—No, no es tu pasado lo que quiero, sino comprender únicamente por qué extraña alquimia lo que tú has vivido no me ha implicado a mí, y viceversa.

—Bien. Y si lo consigues, trata también de explicarme a mí cómo es que nunca hay nada parecido a esto en mi pasado: Magda, Kathleen, este lugar…

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