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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

Q (73 page)

BOOK: Q
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Amberes, 4 de septiembre de 1550

Nicolas Buysscher es actualmente el brazo derecho del Padre Inquisidor de Amberes.

Unos cuarenta años, alto, flaco, la mirada de quien ha tenido en sus manos los destinos de los hombres.

Me ha recibido con cortesía. Lo ha recordado todo sin falsas reticencias, los detalles de una peripecia increíble.

El heresiarca de Amberes era persona astuta, culta, capaz de tejer una amplia trama de relaciones tanto con el vulgo como con los notables de la ciudad. Todavía hoy muchos lo consideran un mártir y un héroe. Si en el puerto alguien menciona el nombre de Eloi, la gente sonríe aún.

Eloi, el que se dedicaba a poner tejados, era un hereje muy especial. Negaba el pecado con una argucia difícil de rebatir. Parecía querer crear el paraíso en la tierra. Conseguía que ricos artesanos y mercaderes compartieran sus bienes y propiedades con los plebeyos. Un maestro en el arte del enredo y de convencer a la gente. Sus seguidores en Amberes vivían juntos, en las propiedades puestas a su disposición por los más ricos. En el curso de los años decenas y decenas de hombres y mujeres pasaron por la comunidad eloísta. Eloi los acogía a todos ellos, sin importar de qué desgracia salían. Un hereje muy especial, que contrastaba con los sectores más extremistas y sanguinarios del anabaptismo. Sin embargo, más de uno de los supervivientes de Münster o de las bandas de Batenburg habían encontrado refugio en su comunidad. Como buen disimulador que era, habría podido seguir adelante de no haberse metido con gente equivocada.

Cosa que las actas habían de silenciar. Una compleja estafa en detrimento de los banqueros Fugger, falsas letras de cambio, cientos de miles de florines. Algo increíble: a los propios banqueros les costaba explicarse el cómo. Y el cómo todavía no está claro.

Lo robado no ha sido nunca recuperado.

Eloi tenía socios en esta tarea. Uno era un mercader alemán de nombre Hans Grüeb, desaparecido en la nada.

Los Fugger no podían permitirse que el asunto llegara a saberse, por lo que llamaron a las puertas de la Inquisición. La orden de intervenir contra los eloístas llegó incluso de Roma.

No todos fueron apresados. Se supone que muchos se fugaron a Inglaterra.

Es difícil decir cuántos veteranos münsteritas había entre las filas de los eloístas. Uno murió sin duda hace algún tiempo en la cárcel. Era Balthasar Merck.

De otros se ignoran los nombres. No entre los arrestados.

El desconocido mercader alemán socio de Eloi.

Un fenomenal enredo a los banqueros del Emperador.

Un dinero nunca recuperado.

Un burdel de lujo en Venecia.

Un estratega del disimulo.

Veteranos de Münster.

El niño y la estatua.

Tiziano el anabaptista.

El diario de Q.

Amberes, 7 de septiembre de 1550

El enigma me lleva atrás. Extramuros de Münster.

Tal vez sea una alucinación, noticias que asocio arbitrariamente. Persiguiendo a un muerto.

¿Quién? Podría ser yo mismo. La última caza, para alejar el final inminente. ¿Qué hace un hombre cuando sabe que está muerto? Hay que pagar un precio por el pasado. A partir de los recuerdos que la mente había borrado. Extramuros.

Dentro de un foso fangoso, la vida pendiente de las sucias manos que plasman la arcilla. Los bigotes arrogantes del mercenario que mantiene la hoja en el cuello.

El olor a hierba mojada, echado como un insecto en una tierra de nadie, entre la ciudad y el resto del mundo. No hay vuelta atrás. Por delante lo desconocido: un ejército de soldados pagados dispuestos a disparar sobre quien cruce esas murallas.

Barro que resbala entre los dedos: los torreones, los puntos más fáciles de asaltar.

Tu vida no vale un pitoche, me dice, date ya por muerto.

Le describo excitado cada fortificación, cada lugar de entrada, los turnos de guardia, cuántos centinelas hay en cada puerta.

Puedes alargar la vida hasta la tienda del capitán, dice y se ríe. Me golpea y me arrastra.

El capitán Von Dhaun me salvó la vida y me dio una oportunidad.

Las palabras exactas: si esta noche consigues volver a subir a las murallas y volver aquí sin que te maten, me habrás demostrado que puedo fiarme de ti.

Así se llevó a cabo la traición, planeada y guardada en secreto desde la llegada a la ciudad de los locos, codo con codo con ellos, durante más de un año.

Los últimos meses de hambre y delirio son una negra mancha que la mente ha borrado. No he vuelto nunca la mirada atrás en todo este tiempo, quince años, tratando de recordar los rostros y las palabras de aquellos hombres. Tal vez porque he querido ocultarme a mí mismo el haber estado a punto de caer yo también, por un instante, en aquel foso, como si la locura se me hubiera contagiado también a mí, apartando mi mente de la tarea que me había sido encomendada. Tal vez porque aquel día estuve a punto de fracasar miserablemente, al haberme echado el guante los mercenarios episcopales, que por alguna casualidad del destino optaron en cambio por llevarme ante su capitán.

En los días siguientes, tras la matanza, el obispo Von Waldeck, convertido en señor absoluto de Münster, por trono un montón de cadáveres, iba diciendo que esos como yo, héroes guerreros de la Cristiandad, no serían nunca olvidados, en obras y efigies.

Sabía mentir, el muy bastardo. Es precisamente de esos como yo de quienes se pierde todo rastro. Los ejecutores, listos para ser arrojados dentro de la sentina donde los nobles señores los encerraron para confiarles sus sucias misiones.

Entonces le rogué a mi señor, el adalid negro de Cristo, que me llevara lejos de aquellas tierras, de aquel horror que había desgarrado mis carnes y minado mi fe.

Hoy es allí adonde he de volver, sin ninguna fe, a reabrir las heridas.

Capítulo 34

Ravena, 10 de septiembre de 1550

Las escenas de miseria son siempre iguales. Niños enflaquecidos, harapientos. Tripas hinchadas de nada, pies descalzos. Manitas sucias pidiendo limosna. Los recién nacidos atados con mantones a la espalda, para no interrumpir el trabajo, las mujeres llenan los sacos de trigo, plantadas hasta la rodilla dentro del gran depósito que contiene la cosecha de una estación.

Unos pocos ancianos, huesudos, mutilados, bizcos.

El camino de barro seco pasada la puerta sur. Las chabolas pegadas a las murallas, como una excrecencia informe de la ciudad, y que poco a poco van disminuyendo hacia la campiña.

Ningún hombre a la vista. Probablemente están todos en los campos, embalando la paja para las yacijas de este invierno y el heno para el ganado de sus señores.

Solo tres tipos que cargan sacos en un carro, espaldas dobladas y sudor.

Las chabolas. Madera y cañas malolientes cubiertas de barro y de mosquitos.

Divido el pan y el queso que llevo en la alforja y lo reparto entre los chiquillos que se apiñan en torno a mí. Los hay muy chiquitines, que apenas si caminan, y mayores, pendientes de cazar con las hondas a los gorriones que asaltan el depósito del grano. Uno de los más avispados me regala su arma.

Saludo a todos con una sonrisa y una bendición. Leves cabeceos a modo de respuesta.

Los tres hombres me lanzan ojeadas de desconfianza. Membrudos, gruesas cabezas.

La miseria es deforme.

Un silbido del otro lado de las murallas.

Ojos pendientes de la puerta. Los tres se apresuran a cubrir el carro con una gran tela de arpillera.

La agitación se extiende, los hombres enfurecidos maldicen.

Algo está a punto de suceder.

Un destacamento de jinetes supera la arcada. Cuento una docena. Gran alarde de corazas y lanzas. Un estandarte con las insignias episcopales.

Se abren paso entre las protestas de las mujeres, se detienen, no consiguen avanzar, gritos de excitación.

Una de las mujeres que estaban llenando los sacos, la más enfurecida, se enfrenta al jefe del destacamento.

Ambos gritan en un latín plagado de errores, mezclado con la jerga de estos pagos, casi incomprensible.

—Recaudar el diezmo del grano.

—A mediados de mes.

—Cada vez más pronto.

—Ya no lo conseguimos.

—Nada de discusiones.

—Su Señoría así lo ha ordenado.

Los tres hombres se han quedado junto al carro. Miradas furtivas. Uno sube, los otros dos aseguran el toldo de cáñamo con correas muy prietas.

El recaudador los descubre.

Señala en esa dirección ordenando algo.

La mujer aferra la brida del caballo y le da unos tirones.

El muy cerdo le cruza la cara de un vergajo.

Salto poniéndome en pie sobre una banqueta insegura:

—¡Hijo de perra!

El cerdo se vuelve, lo tengo ya en el punto de mira.

La piedra le da en plena cara.

Se dobla sobre el caballo con las manos en el rostro, mientras a su alrededor se desencadena una trifulca infernal. Los chiquillos disparan a la vez como una línea de arqueros. Las mujeres se apiñan en torno a los caballos, cortando los jarretes con pequeñas hojas. El carro parte precipitadamente. El imbécil que sangra grita:

—¡Cogedlo! ¡Cogedlo!

Los caballos se encabritan, caen al suelo, una lluvia de piedras se precipita sobre los esbirros. Aparecen bastones, herramientas de trabajo. De los campos acuden los hombres alarmados por los gritos.

Los dos que cargaban el carro me hacen una seña de que los siga. Se meten por un agujero entre las chabolas. Atravesamos pasadizos cada vez más angostos, yo detrás de ellos, nos introducimos en una barraca de tablas carcomidas, salimos por el otro lado, a la orilla de un riachuelo, poco más que una acequia.

Un esquife llano y delgado, dentro, empujan como condenados, entre maldiciones que me es imposible entender.

Delante nos espera la tupida pineda.

El diario de Q.

Münster, 15 de septiembre de 1550

La Judefeldertor es la puerta por la que entran y salen las mercancías. Los campesinos entran con la cosecha, los mercaderes salen con sus manufacturas. Carros cargados de paños hablan de que la actividad más destacada de Münster se ha recuperado con renovado impulso, olvidando a Knipperdolling, viejo jefe de las guildas de los tejedores.

Hombres y mujeres pueblan las calles, enfrascados en la vida de cada día.

El convento de Überwasser se ha convertido en un hospital. Tal vez haya quedado alguna monja. Por supuesto que ni Tilbeck ni Judefeldt, los dos burgomaestres luteranos que se atrincheraron en su interior en los días de la revuelta anabaptista.

En la plaza mayor, en el centro de la ciudad, la catedral y el Ayuntamiento siguen allí frente por frente. La catedral ha sido completamente restaurada, ornamentada con estatuas y agujas que ensalzan a la Iglesia romana. Delante de la casa consistorial grupos de soldados de guardia, cuya presencia puede advertirse por todas partes.

Luego la plaza del Mercado. Los tenderetes están alineados a los lados, mostrando sus productos. Unas voces hablan de precios, de tratos.

San Lamberto.

Tres jaulas cuelgan del campanario. Vacías.

Nadie las mira.

Beuckelssen, Knipperdolling, Krechting.

Únicamente yo me he quedado con la nariz en alto durante no sé cuánto rato, mientras pasaban todos por mi lado: había quien se acercaba a los tenderetes, quien entraba en la iglesia.

Nadie las mira.

El pasado pende sobre sus cabezas. Y si osan alzarlas, allí están las jaulas para recordárselo.

Münster es la admonición que se cierne sobre la Cristiandad: todo vuelve a ser como antes, no queda ni rastro del mal sino en el símbolo eterno del castigo más terrible.

Antes de exponerlos en las jaulas, los cuerpos de Beuckelssen, el rey David, de Knipperdolling, ministro de justicia del Reino de Sión, y de Krechting, consejero del rey, fueron descuartizados con tenazas candentes, y apuñalados por el verdugo.

Dentro de la iglesia no resuenan ya los sermones incendiarios de Bernhard Rothmann, predicador de la revuelta. Esos sermones que empezaban siempre con la anécdota de la estatua de Cristo y del niño.

Inútil preguntar aquí y allá qué fue de él, ya que su cuerpo no fue encontrado entre los montones de cadáveres.

Casi querría que fuera él, ya viejo, el Tiziano que recorre Italia.

Pero debería haberse enmendado de la locura en la que yo contribuí a hundirlo. Largas discusiones, en aquellas naves, acerca de las costumbres patriarcales de la Biblia, la poligamia, la inapelable ley mosaica, alimentando el fuego del delirio.

Bernhard Rothmann, guía espiritual de los münsteritas, pastor de los sublevados, enemigo número uno del obispo Von Waldeck. Luego al fondo del precipicio, del abismo de desesperación y apocalipsis del que no se retorna. No. Rothmann no. Esté vivo o muerto, hoy no podría volver a empezar nunca desde un principio.

De haber habido un único justo en toda la ciudad, Sodoma se habría salvado.

Pero ese último justo se había ido. Solo así pude hacer lo que hice, viviendo hombro con hombro con el teólogo de la corte, día tras día, por la senda que lleva a la ruina. Y aún hoy creo que no hice más que acelerar el tiempo de lo inevitable.

El único justo se había ido.

Escapado de la pesadilla y de la matanza.

Por la escalinata de San Lamberto he mirado a la plaza. Los mostradores amontonados formando barricadas, las antorchas, las órdenes de un extremo a otro del mercado.

Las esperanzas y las ilusiones de los anabaptistas, surgidas en esta plaza, fueron Rothmann, Matthys y Beuckelssen quienes las traicionaron.

No yo. Yo solo traicioné al único justo.

Es a esta plaza adonde debía volver, a ajustar cuentas con el que fui. No a las aulas de Wittenberg ni tampoco a los palacios de Viterbo. Thomas Müntzer, Reginald Pole: la ingenuidad, como la locura de los profetas, se traiciona sola. No la sensación de posibilidad de aquellos días y de aquellos gestos, no la determinación de quien nos la infundió.

Tendría que ser él quien ajustara las cuentas, no la hoja de Carafa. Pero debería estar vivo aún, a salvo de quince años de derrota, superviviente de las revueltas holandesas. Debería haber sido acogido en la comunidad de los eloístas de Amberes, debería haber escapado a la venganza de los Fugger llevándose consigo el fruto de la estafa, debería haber llegado a Venecia, la patria de los fugitivos, convirtiéndose en el regentador de un burdel de lujo y al mismo tiempo, con el nombre de Tiziano, dar vueltas por Italia para difundir el anabaptismo.

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