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Authors: Wu Ming Luther Blissett

Tags: #Histórico, Aventuras

BOOK: Q
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—Las serpientes que gobiernan esta ciudad no nos morderán más. Vámonos.

La voz es firme, de una impavidez que contrasta con su joven rostro.

—¿Qué? —Las palabras de Ottilie consiguen que se alcen de repente los párpados pesados—. Pero… ¿y el Magister?

—Ya verás como no tardará. Pero hay que cavilar algo, antes de que nos aplasten como si fuéramos insectos.

Es cierto, Ottilie, la cabeza. Este avispero de inquietud que no para de zumbar. Me vuelvo hacia la ventana. En silencio trato de escuchar los gritos lejanos del Magister. No sé si los percibo o bien imagino solo comprenderlos. Vocifera que David está entre nosotros, honda en mano. Las palabras de su último sermón a la Liga de los Elegidos, cuando la gente volvía casi la cabeza como queriendo buscarlo, al pequeño rey David con la piedra en la honda, tanto tenían las frases del Magister el tono de una auténtica evocación, y no de un simple artificio retórico. Si tuviéramos que hacer tu alabanza tal como mereces, Señor, nuestros labios se abrasarían a causa del ardor de tu palabra. En cambio, el temor apaga ese fuego.

—Imagino que el Magister tenía ya alguna idea al respecto.

Mis palabras suenan a esperanza.

Sonríe.

—Ideas… ¿Has visto sus ojos al salir de aquí? Seguramente, mil ideas y mil contactos, desde el mar del Norte hasta la Selva Negra. Pero la decisión, ahora, nos corresponde a nosotros…

—¿Por qué no esperamos un poco todavía? ¿Acaso tan necesario es partir?

Sin dudarlo, los labios que se aguzan:

—Sí, hermano, después de Weimar, sí.

—Realmente han bastado tres días… tres días sin el Magister para perderlo todo…

—Ese ha sido el golpe de gracia. Las cosas habían empezado a andar mal.

—Mientras el Magister estuvo aquí con nosotros, no. Una marea de desesperados atestó este cenagal, ¿recuerdas? Afluyeron aquí de todas las ciudades limítrofes, expulsados por los señores… ¡La oleada habría podido sumergir incluso al mismo duque Juan!

Mientras regreso hacia la silla, parece por un segundo aguzar el oído también ella. Luego pasa una mano por la mesa, llena de migajas de la cena.

—¿Ves? —dice recogiéndolas todas en el centro y apretándolas en su puño—. Esto hicieron. —Abre la mano y sopla—. Ahora están a punto de barrernos de en medio.

Las palabras salen a duras penas de la garganta hecha un nudo:

—Pero una cosa es cierta, Ottilie. Temen a Magister Thomas como las bestias al fuego. Han tenido que alejarlo de la ciudad, para dar comienzo a las intimidaciones y palizas. Nadie se hubiera atrevido a aplastar a nuestro Wychart y a clausurar las puertas de nuestra imprenta de haberse quedado el Magister.

—Y tampoco esta noche intentarán ponerle la mano encima. Es cierto, es cierto… nadie ha dicho que tengamos que escapar a las Indias. Pensar nada más en otro lugar donde continuar lo que se ha hecho aquí.

Sacudo la cabeza:

—¿En qué puedo ser de ayuda? Sé precisamente que en Baviera los campesinos están tratando de imponer sus razones. Pero me parece que allí no tienen necesidad de nosotros.

—Es verdad. En el sur las cosas funcionan solas. —Escruta la oscuridad más allá de la ventana—. ¿Te ha hablado alguna vez Thomas de Mühlhausen?

—¿La ciudad imperial?

—Exactamente. Hace un año la población hizo aprobar al Consejo unos cincuenta y tres artículos. En la actualidad el poder está en manos de los representantes elegidos por los habitantes de la ciudad.

Una mueca:

—¿Vamos a tener que vérnoslas también con un Consejo ciudadano enemigo de los papistas por simple y puro interés? Mejor haríamos buscando aliados en las haciendas y en el campo. Esos sí que son los humildes de la tierra.

Asiente, mirándome fijamente a los ojos. Algo rumiado desde hace tiempo:

—Ya. Pero una vez que se tiene en la mano una ciudad no es tan difícil volverse contra el condado. Se hizo así también con los mineros del condado de Mansfeld, ¿o no? En cambio, si uno viene de fuera hay que vérselas con murallas y cañones.

Mando al coleto el último trago de cerveza:

—… Mientras que estando en la ciudad, los cañones los tienes ya de tu parte.

—¡Sí, pero contra los príncipes, hace falta algo más que cañones!

—Hum. Esos burgueses son gente muy fácil de manejar. El Magister me dijo que también en Mühlhausen uno de los cabecillas de la revuelta tiene extrañas relaciones con el duque Juan.

Me alarga la jarra nuevamente llena, tras haberle dado un primer sorbo:

—Supongo que te refieres a Heinrich Pfeiffer. Sí, nos han hablado de sus relaciones con el duque. Dicen que Juan de Sajonia tiene la mira puesta en la ciudad y ve con muy buenos ojos la confusión reinante allí: es lo que él necesita para presentarse como garante de la paz y asumir el control.

Abro los brazos, para indicar la conclusión lógica:

—Y así piensas que tendremos que intervenir y aprovechar el desorden en favor de nuestra causa y arreglárnoslas para que ese tal Pfeiffer trabaje con nosotros.

—Has sido tú quien ha dicho que esa gente es fácil de manejar.

Reímos. Destellos de calor inciden en la humedad de la noche. Ottilie se aparta un rubio mechón de pelo de la frente y lo inmoviliza detrás de una oreja. Por un instante, diríase casi una niña.

—Nos hemos olvidado de una cuestión que no tiene nada de baladí: cómo marcharnos de aquí.

—No debería ser difícil, pues de veras creo que la última cosa que Zeiss quiere es retenernos aquí y tirar demasiado de la cuerda con los mineros si encarcela a su predicador. Hazme caso, no ven llegar la hora de desembarazarse de nosotros.

—Nunca se sabe… Podría tomarse también a mal la provocación de esta noche, o bien utilizarla como pretexto, o decidir humillar a Thomas Müntzer para volverlo inofensivo. Es mejor no correr riesgos.

Un mordisco en el labio inferior para sintetizar sus pensamientos:

—En tal caso, nos iremos de noche.

Capítulo 16

Eltersdorf, enero de 1526

La vaca de Vogel ha muerto de unas fiebres. Me he quedado para verla estirar la pata, el respirar cada vez más lento, un estertor ahogado, los ojos vidriosos que eran invadidos de indiferencia por el mundo, por la vida.

Dicen que Magister Thomas, antes de ser ajusticiado, les escribió una carta a los ciudadanos de Mühlhausen. Afirman que en ella los invitaba a deponer las armas, porque todo estaba ya perdido.

Pienso en el hombre, que trata de explicarse el porqué. Por qué el Señor abandonó a sus elegidos y permitió que lo perdieran todo.

Te veo, Magister, mientras yaces en la oscuridad de la celda, con las señales de la tortura que llagan tu cuerpo, en espera de que el verdugo ponga fin a tu tránsito terrenal. Pero fue la llaga que tenías en el corazón la que te empujó al último mensaje. ¡No los instrumentos de tortura… no habrían podido nunca… acaso fuera porque pensamos demasiado en nosotros mismos! ¿Acaso porque fuimos impúdicos hasta el punto de escandalizar al Señor? ¿Porque pretendimos interpretar Su voluntad? ¿Acaso porque matamos, porque la rabia de los humildes no tuvo piedad de los impíos causantes del hambre? ¿Es esto lo que escribiste, Magister? ¿Era en esto en lo que pensabas en esos últimos instantes, mientras el ejército de los príncipes marchaba al asedio de la heroica Mühlhausen?

Un motivo. Un motivo cualquiera, hasta la misma voluntad insondable de Dios Nuestro Señor no puede bastar para alejar la desesperación. Porque es de nuevo un grito de desesperación, el lanzado desde lo profundo de una oscura celda. Es de nuevo la sombría angustia de la derrota la que me tiene encadenado en este lecho.

Me parece tan claro como uno de los grabados de ese gran artista de nuestras regiones, por suerte no siempre toscos en lo que se refiere al gusto, a veces incluso dotados de una agradable destreza. Parecía hacer eclosión dentro de los estrechos límites de las murallas. Las casas y las agujas de las iglesias se erguían una sobre otra cual cúmulos de setas en un tronco de árbol.

Es cierto, así podría hablar del recuerdo de la primera entrada en Mühlhausen: cuatro caballos lanzados por nuestros gritos de estúpida chanza, sendero adelante, a poco más de media legua de las murallas del burgo imperial, la tonante carcajada de Elias y las vanas palabras de reproche de Ottilie. Luego al paso, casi marciales, en las proximidades del gigantesco portal, adoptando aires de autoridad no investida, pero no por eso menos importante, con la mirada orgullosa, directa, en aquella mañana ardiente de mediados de agosto.

Se entreveía ya el denso hormiguear de una humanidad variopinta, como una casa de fieras que quisiera, una tras otra, contener un ejemplar de cada especie, tipo, formas y deformidades de entre aquellos que reciben, precisamente, el nombre de humanos; bestias y carretas y bullicio, gritos destemplados, el eco de blasfemias y palabras soeces. Una peste a lúpulo y el ruidoso bullir de vida del barrio de Steinweg, donde se encuentran los establecimientos y se vende cerveza. La cerveza que ha enriquecido a los mercaderes de Mühlhausen como en ninguna otra ciudad alemana.

La palabra de Dios pronunciada en cada esquina; el ala negra de los Caballeros Teutónicos que protege los palacios; la corrupción de los monjes que provoca blasfemias por las calles, confirmando la máxima que reza: Donde hay un céntimo que ganar, abundan los curas. En el dédalo de callejones secos y polvorientos por semanas de sequía, bordeados de paredes de casas y tiendas, posadas y talleres, llenos por todas partes de inscripciones y rayaduras, símbolos de todo tipo, pero en mayor número los que ensalzan al Hércules germánico —Luther—, así exactamente, LUTHER destacaba en cada una de las paredes de nuestro recorrido hacia la iglesia de Santiago, nos precedía y acompañaba con su desprecio, siendo por otra parte generosamente correspondido.

Me asalta, nítido y ruidoso, el recuerdo, el hedor a sudor y ganado del mercado en la gran plaza, que había de asistir en pocas semanas a muy distintos acontecimientos, haciéndome estremecer, palpitar, mientras «los justos suplicaban que el martillo de Dios» volviera a caer implacable sobre las cabezas de los usurpadores de su palabra. Una tensión que podía respirarse en los callejones, olor intenso de una injusticia que buscaba resarcirse por medio de la venganza, y hervía inquieta bajo los pináculos de la catedral de Nuestra Señora y en el gran mercado. Como en espera de una chispa.

El gran Elias abriéndose paso entre la multitud, como si fuera un batidor:

—¡Ya he estado en esta mierda de lugar lleno de harapientos y enviados imperiales!

Yo detrás, perdiendo el paso, distraído por los gritos de las disputas de los tenderos y por el ofrecimiento procaz de damas que habían conocido a los soldados pagados del duque Juan mejor que sus propios capitanes. Yo no podía aguantar más, pues semanas de sueños de lujuria me estaban consumiendo de ansias de goce, además de la sonrisa cáustica de Ottilie que me seguía de cerca para desanimarme de los ofrecimientos y ponerme rojo como un tizón encendido.

—¡Bienvenidos al polvorín!

Aún recuerdo claramente la primera sonrisa y la frase con la que nos recibió. Heinrich Pfeiffer, en la iglesia de Santiago, cerca de la Puerta de Felchta, punto de encuentro para los habitantes del arrabal de San Nicolás. Ese ambiguo predicador, hijo de una lechera, ex cocinero, ex confesor, ex amigo del duque de Sajonia, artero defensor de la causa de los humildes. Su vinculación con el duque le había servido para hacer elegir a unos cincuenta y seis representantes del pueblo en el Consejo. Sus sermones habían empujado al saqueo de los bienes de la Iglesia y a la destrucción de las imágenes sagradas. Sin el apoyo del duque nunca hubiera resistido mucho tiempo en la ciudad. Admiramos su astucia e inteligencia: no era difícil comprender que juntos, él y el Magister, iban a poder llevar a cabo grandes cosas.

Y, en efecto, helos ya enzarzados en una acalorada discusión sobre cosas que conviene hacer y sermones incendiarios que hay que pronunciar para los burgueses y los desharrapados, los desheredados de la fortuna, las gentes del condado y también los notables, que «deben dar prueba enseguida de las ganas que tienen de meter sus caras de cerdo cebado dentro de un plato humeante de excrementos».

Ahora, desde mi escondido rincón, Mühlhausen parece una ciudad de sueño, un fantasma que lo visita a uno de noche y le cuenta su historia, pero como si no fueses tú quien la ha vivido, un cuadro a pincel y buril, así lo recuerdo yo, como si fuera obra de ese genial pintor nuestro, micer Alberto Durero.

Capítulo 17

Mühlhausen, Turingia, 20 de septiembre de 1524

Artículo primero
: […] Proponemos humildemente la petición de que de ahora en adelante toda la comunidad pueda ejercer el derecho a elegir y nombrar directamente a su párroco […]

Artículo segundo
: […] Es voluntad nuestra que de ahora en adelante el diezmo sobre el cereal sea recogido por miembros del presbiterio elegido por la comunidad y dejado al párroco en cantidad suficiente para su mantenimiento propio y el de los suyos. El remanente deberá dividirse entre los pobres del pueblo de acuerdo con sus necesidades […]

Artículo tercero
: […] Hasta ahora ha regido la costumbre de considerársenos propiedad personal del señor, cosa reprobable, si se piensa que Cristo nos liberó con su preciosa sangre a todos sin excepción […] No nos cabe duda por ello de que vosotros, en tanto que verdaderos cristianos, nos liberaréis de la servidumbre de la gleba […]

Poco después de vísperas una noticia se mezcla con el olor de la cerveza que comienza a llenar las jarras. Han mandado a prisión a uno, medio borracho, por insultar al burgomaestre.

Pronto no se habla de otra cosa. ¿Quién era el tal sujeto? ¿Qué le ha dicho exactamente? ¿Y dónde ha sucedido eso? Nos enteramos de que lo han encerrado en las mazmorras del ayuntamiento y la cosa solivianta a todo el mundo. Son muchos los que se ponen en pie hechos un manojo de nervios, descargan puñetazos sobre la mesa, salen para dar aviso a cuanta más gente mejor. ¡Esta vez las pagarán todas juntas, esos bastardos!

Saco la nariz del mesón. Medio arrabal de San Nicolás se ha echado a la calle y los gritos van en aumento rodando de boca en boca. Los más exaltados, con las jarras y los peines de telar aún en la mano, como sorprendidos por una emboscada en pleno corazón de la noche, suben con paso nervioso el empedrado que lleva a la Puerta de Felchta y a la iglesia de Santiago. Buscan al Magister. Este baja, rodeado de un palpitar de voces impacientes de exponerle lo que están convencidas de que hay que hacer. Un poco más adelante de nosotros, el grupo disminuye la marcha y comienza lógicamente a engrosarse, delante de la posada de la Osa, donde la calle se ensancha en las inmediaciones del lavadero público.

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