—Lo recuerdo —dijo Erixitl. Los dos sonrieron, a pesar de que el recuerdo no era agradable. Gultec había atado a Erix y la había colocado en el altar de los sacrificios para ser inmolada ante las costas del Océano Oriental. Sólo la aparición providencial de las «criaturas marinas aladas», que después resultaron ser los navíos de la Legión Dorada, la había salvado.
—Pero mi propio destino me llevó al Lejano Payit, y allí me enseñaron las virtudes del dios al que tú llamas Qotal. Su sabiduría ha quedado demostrada por el hecho de haberte escogido a ti como su heraldo.
—¿Y eso qué demuestra? —protestó Erix, enfadada—. ¿En qué colaboro para su regreso, el tan prometido retorno?
—No puedo responder a tu pregunta. Pero has de saber una cosa, Erixitl de los nexalas: cuando llegue el momento, tú serás la primera en saberlo.
A su alrededor, los millares de refugiados comenzaron a despertarse. La suave luz de la aurora alumbraba las
plumas
del águila que continuaba volando en círculos por el este. El rumor de que habían surgido problemas había corrido entre los nativos.
Todos se habían enterado de la masacre del día anterior. Un millar de víctimas inocentes habían muerto en un ataque brutal. A pesar de que la noticia había provocado inquietud y miedo, Erixitl no había descubierto ninguna señal de pánico entre sus compatriotas, y esto la llenaba de orgullo.
La gente sabía que Gultec había encontrado un valle donde había agua y comida para todos. Los más fuertes llegarían allí hacia el anochecer, y el resto arribaría hacia la media tarde de mañana.
Sin embargo, ¿para qué servía un lugar tan fértil si acabaría arrasado por el avance de la guerra? En el mejor de los casos, sólo parecía ofrecer un refugio temporal —un respiro de un día o tal vez dos— en una peregrinación que amenazaba con convertirse en un estilo de vida.
Además, estaba el asunto del águila. Muchos habían sido testigos del milagro, como llamaban ahora a la aparición de Poshtli encarnado en ave, y el episodio había llegado a oídos de todos. Pero ahora el águila se había desviado de la ruta que conducía al agua y la comida, y el camino hacia la seguridad parecía poco claro.
De pronto, Gultec dio media vuelta. Erixitl soltó una exclamación mientras presenciaba el cambio que sufría el cuerpo del Caballero Jaguar. Hubo un destello de
plumas
verdes, y Gultec se esfumó. Erix vio a una cacatúa que se remontaba, y entonces el pájaro la miró por un instante. En cuestión de segundos, ya estaba muy lejos; volaba hacia el este.
—Allí, hacia el este —dijo con voz suave, mientras Halloran se volvía hacia ella—. Hacia allí es a donde vuela Poshtli, y ahora Gultec. Es en aquella dirección hacia donde debo ir yo también. Poshtli nos enseña el camino, aunque todavía no sé adonde nos llevará. —Erix miró a su marido, que asintió. Él también había observado el cambio de rumbo del águila. A pesar de que el valle con agua y comida para todos se encontraba hacia el sudoeste, Poshtli volaba ahora sobre tierras áridas, un páramo donde no había más que sierras y quebradas abrasadas por el sol.
—Iré contigo —dijo—. ¿Qué pasará con los demás?
—Dejaremos que la gente vaya al valle —respondió Erix—. Allí podrán descansar por unos días. Creo que Poshtli nos muestra el camino sólo para nosotros dos.
Halloran contempló la serranía que se levantaba por el este; al otro lado no había más que desierto. En silencio, juró hacer todo lo posible para que Erixitl cruzara el páramo sana y salva. Todo esto no era más que otro paso en la búsqueda de un hogar, se dijo a sí mismo. Algún día lo hallarían.
Mientras el grueso de los mazticas se preparaban para la marcha, y los más madrugadores caminaban por el sendero en dirección al sudoeste, Erixitl y Halloran se reunieron con Cordell y Daggrande en el campamento de los legionarios.
—Necesitamos vuestra ayuda —dijo Halloran. La mirada del capitán general se animó al escuchar las palabras, y, en un gesto automático, su mano se dirigió al pomo de su espada.
—Habla —dijo.
—Dejaremos el camino y seguiremos a Poshtli hacia el este, aunque esto nos llevará a las zonas más recónditas del desierto. —A continuación, Hal le habló del valle que había en dirección sudoeste, consciente de que Grimes y algunos otros jinetes de la legión ya estaban enterados—. Acompañe a la gente y esté alerta a un posible ataque. Si encuentra que la posición puede ser defendida, prepare un campamento para mucho tiempo.
—¿Cuál es el motivo que justifica el cambio de rumbo? —Cordell había conocido a Poshtli como un adversario digno de respeto, y había sido testigo de la aparición del hombre en forma de pájaro, pero no estaba dispuesto a dejar que Halloran y Erix se marcharan sin un plan.
—Qotal —contestó Erixitl—. Por alguna razón que desconozco, estoy unida a su retorno. Él es la única fuerza que puede enfrentarse a Zaltec y sus criaturas. Por mi parte, debo hacer todo lo posible para traerlo de nuevo al Mundo Verdadero.
Halloran sabía el resentimiento que sentía su mujer al verse forzada a intervenir en el juego de los dioses; sin embargo, no se delataba en su voz. Por el contrario, hablaba como una auténtica creyente, y Cordell aceptó su fe sin hacer más preguntas.
—Os deseo buena suerte —dijo el general—. Me encargaré de reunir las compañías. Los kultakas lucharán con valor, y estoy seguro de que los nexalas demostrarán que son grandes guerreros. ¡Mantendremos a raya a esos bastardos!
La voz de Cordell mostraba su entusiasmo ante la perspectiva de la batalla, tal como Hal había pensado que ocurriría. Comprendía muy bien la pesada carga que la interminable retirada suponía para el fogoso general. No obstante, la valoración optimista que el comandante hacía de sus posibilidades de éxito le parecieron descabelladas.
—Iré con vosotros —declaró Daggrande. Miró a Hal y a Erix, y tosió, incómodo—. Siempre, claro está, que os pueda ser de alguna ayuda.
—Amigo mío, tu colaboración siempre es bienvenida —respondió Halloran, con una mirada de profundo aprecio por su viejo camarada.
—No te pongas sentimental —gruñó el enano, con la voz ahogada por la emoción—. Voy a buscar mi piedra de afilar, y nos vamos. No sé qué hacer para proteger el filo de mi hacha, con todo este polvo.
Daggrande se alejó, y Halloran lo observó sin disimular su afecto. Una «hoja desafilada», según el enano, era una hoja como el filo de una navaja. La ayuda del valiente veterano aumentaba las oportunidades de salir bien librados de esta nueva aventura.
Varios mazticas, entre los que estaban Xatli y el Caballero Águila Chical, se aproximaron a ellos. Erixitl les explicó sus planes, y aceptó sus deseos de buena suerte. El sacerdote de Qotal la miró muy serio.
—Presiento, hermana, que tu destino te aguarda en medio del desierto. Te acompañaría si mi ayuda pudiera ser de alguna utilidad, pero quiero que sepas una cosa: contaras con la ayuda de alguien infinitamente más poderoso que yo.
—¿A quién te refieres? —preguntó Erix, sorprendida.
—No lo sé —repuso el clérigo—. Sin embargo, es algo que percibo en ti. Serás llevada al desafío final en las alas de tus amigos.
—Espero que tengas razón —afirmó Erix. Sacudió la cabeza, y su larga cabellera negra flotó en el aire. Después, se abrigó en su capa, que con cada segundo del nuevo día aumentaba su brillo.
El enorme monolito parecía un ser vivo cuando se movía. Dos grandes piernas, gruesas como troncos de árboles gigantes, lo soportaban y le servían para caminar. Dos brazos con forma humana, pero rematados en garras de piedra, colgaban de sus hombros.
La forma de Zaltec desdeñó las pasarelas rotas que todavía conectaban la isla con la costa. En cambio, la inmensa estatua vadeó el lago Tezca, sin que el espeso fango del fondo retrasara su marcha. El agua sólo le llegaba a las rodillas.
Entonces llegó a la orilla sur del lago, y sus pisadas hicieron temblar la tierra. Pasó por delante del monte Zatal sin echarle ni una mirada al cráter humeante. Sus ojos, formados por globos de granito, resplandecieron mientras miraba impasible en dirección al desierto, como si atendiera a una llamada silenciosa.
Y Zaltec echó a andar. Un vigía en la cumbre de las montañas que formaban el valle sólo habría podido divisar una forma monolítica, moviéndose por la inmensidad del desierto; una cosa parecida a una montaña, con laderas verticales.
Una montaña que caminaba.
—¡Adelante, bestias de la Mano Viperina!
Las huestes de Hoxitl se pusieron en marcha. Desde horas antes del alba, los ogros habían recorrido el campamento despertando a puntapiés a sus subordinados, y los orcos se habían preparado para otra jornada de persecución.
Ante ellos se abría el ancho y llano fondo del valle que se curvaba suavemente a través del desierto. A cada lado, las sierras de piedras rojas y ocres marcaban un perfil anguloso al rastro de sus presas.
—¡Hoy encontraremos más humanos, y habrá más muertes! —prometió el líder de las bestias.
Las criaturas bufaron de contento, golpeando los mástiles de sus lanzas contra el suelo, y las
macas
y garrotes entre sí. El estrépito se extendió por el desierto, y Hoxitl deseó que pudiera llegar hasta el campamento de sus enemigos.
¡Cómo odiaba a los humanos! La ira que lo había animado entre las ruinas para guiar a su ejército en esta gran marcha parecía una llama débil en comparación con el odio que ahora lo consumía. Con cada nueva muerte, con cada vida ofrendada a la gloria de Zaltec, aumentaban sus deseos de venganza.
Con una explosión de gritos y rugidos, las bestias marcharon detrás de Hoxitl cuando el gran monstruo comenzó su avance. Se desplegaron en una enorme ola, por el mismo valle que los humanos habían recorrido el día anterior. Durante una hora, la horda se movió al trote, y cubrieron la misma distancia que los humanos habían recorrido en cuatro.
La primera pista fue un olor en el viento seco, el dulce olor de la presa. Hoxitl aulló, y un grito se alzó entre las filas que lo seguían. El clamor de las bestias sedientas de sangre resonó en el silencio del desierto como el aullido de las tormentas de arena.
Hoxitl observó el fondo del valle que tenía delante, pero no advirtió ningún movimiento. Probablemente, los humanos habían iniciado la marcha con la salida del sol. Sin embargo, su olfato le indicó que los rezagados acababan de irse.
Entonces los vio.
En la cima de una de las colinas que encerraban el valle, Hoxitl distinguió un destello de color. Forzó la mirada, y consiguió ver varias siluetas; sin ninguna duda eran humanas, aunque una parecía mucho más baja y rechoncha.
En aquel momento, una ardiente saeta de luz se clavó en sus ojos. ¡Los colores! ¡El brillo! Hoxitl profirió un grito de dolor y rabia mientras retrocedía, llevándose las zarpas a la cara para frotarse los ojos y aliviar el sufrimiento.
Poco a poco se disipó el dolor, y la bestia, con un gruñido sordo, miró otra vez hacia la colina. Parpadeó, confuso y atemorizado; unas manchas rojas aparecieron en su visión, pero no se repitió el estallido luminoso. Ya sabía lo que era:
pluma
. Únicamente el poder de la
plumamagia
podía causar tanto daño a sus poderosos sentidos.
A pesar de la confusión mental, comprendió que el ataque había llegado desde el punto de color en lo alto de la colina. Y entonces todo su odio y toda su rabia se concentraron en la lejana mancha de color que se movía lentamente.
Los gruesos párpados de Hoxitl cubrieron sus demoníacos ojos mientras reflexionaba sobre este acontecimiento inesperado. Sabía que la gran masa de humanos continuaba su huida por el terreno llano. Por lo tanto, entre aquellos que habían escogido trepar el risco desolado había alguien de una importancia especial. El poder de la
pluma
que acababa de ver confirmaba sus deducciones.
No podía olvidar la multitud de víctimas al alcance de su ejército. El sabor de la sangre probada el día anterior había sido muy dulce y tentador. Pero tampoco podía dejar de lado al grupo que encaminaba sus pasos hacia el este.
Hizo una señal a sus trolls, criaturas de piernas muy largas que podían moverse con mucha prisa.
—Perseguid a aquellos que escapan hacia el este —ordenó.
En grupos de tres o cuatro, las criaturas de piel verde se separaron del resto del ejército. Por fin, varios centenares de monstruos —todos trolls— orientaron sus pasos hacia el risco. Avanzaban con el andar característico de los seres de gran estatura. El señor de las bestias sabía que se moverían de prisa e inexorablemente en persecución de los patéticos humanos.
Hoxitl volvió su atención al resto de sus tropas, la masa de orcos y ogros. A éstos los llevó hacia el sur, en busca de los cuerpos calientes que servirían para saciar el apetito de su hambriento dios.
Jhatli permaneció sentado a la vera del sendero, observando el paso de la larga columna de refugiados. Sus compatriotas caminaban por la ruta despejada del valle, en busca del agua y la comida que los aguardaba a un día de marcha. La visión de otro muchacho apenado, al parecer sin amigos ni familia, ya no era suficiente para despertar su compasión, así que los nexalas desfilaron por delante de Jhatli sin siquiera mirarlo ni dirigirle la palabra.
¡Corrían..., escapaban! Jhatli los miró con desprecio. ¿Era esto lo único que sabían hacer? ¿Por qué no se detenían y peleaban? Ésta no era la vida de un guerrero... o de alguien que quería ser un guerrero.
Pero ahora la vida de los nexalas se había convertido en una fuga permanente. El muchacho sacudió la cabeza enfadado, con la mirada puesta en el norte. Pensó en la horda invisible más allá del horizonte. ¿Cuánto tiempo tardarían en alcanzar a esta gente, hasta obligarlos a enzarzarse en un combate para el que no estaban preparados?
Por fin Jhatli echó una mirada por encima del hombro. De inmediato advirtió la presencia del águila, que volaba muy alto en dirección al este. Después, divisó al trío: Erixitl, la Señora de la Pluma, y a los dos soldados, Halloran y Daggrande.
No sabía adónde iban, aunque sospechó que estaría relacionado con las terribles bestias que los perseguían. No podía olvidar su promesa de vengarse, y los observó con mucha atención.
Había escuchado el relato de que el águila era en realidad el señor Poshtli. Jhatli recordaba muy bien al noble guerrero, orgulloso y altivo con su capa de
plumas
y su gran casco picudo. Un guerrero de su valía, encarnado en el cuerpo de la más aguerrida de las aves, podía ser un aliado poderoso y un guía muy sabio.