Qotal y Zaltec (13 page)

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Authors: Douglas Niles

Tags: #Aventuras, #Juvenil, #Fantasía

BOOK: Qotal y Zaltec
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Erixitl y sus compañeros habían abandonado a los refugiados para seguir al águila, y a Jhatli le pareció lo más lógico seguir él también el camino marcado por Poshtli.

Esperó a que los tres comenzaran a escalar el escarpado risco que bordeaba el valle. Entonces, dejó la columna y corrió al trote hacia la colina, pero un poco más a la izquierda del lugar por donde habían subido Erix y sus compañeros. Una vez más, la gente no le prestó atención; otro mozalbete que salía a cazar presas donde no las había. Era una pena que sus padres no cuidaran de él. ¿Acaso ignoraban los peligros que acechaban en el desierto?

Jhatli trotó sin esfuerzo a lo largo de una hondonada que lo llevaría hasta el risco. Durante un buen rato, trepó con el cuerpo empapado de sudor. Pisaba con seguridad, y la fuerza de sus brazos le permitió sortear sin muchos tropiezos algunos puntos difíciles.

Por fin llegó a una pequeña brecha de la hondonada, a través de la cual pudo alcanzar un repecho del risco. Vio que se encontraba bastante cerca de la cumbre. Medio kilómetro más allá, vio los colores resplandecientes de la capa de Erix, casi en la cresta.

De pronto, Jhatli notó un fuerte mareo. Volvió a mirar la capa, y los colores comenzaron a girar, para crear unos dibujos muy hermosos; imágenes de pájaros, flores y mariposas de una multitud de tonalidades distintas. Sacudió la cabeza, confuso, y se sentó sin mirar en dirección a Erix.

Entonces, vio la horda de monstruos reunida en el valle, desplegada casi de un lado al otro, y envuelta en una inmensa nube de polvo que ocultaba a los que venían detrás. Instintivamente, el joven se apretó contra las piedras, asustado ante el tamaño del ejército enemigo.

Después advirtió movimientos en un punto mucho más cercano a su posición. Se trataba de un grupo más reducido de criaturas horribles —bestias de piel verdosa y bocas provistas de dientes enormes— que avanzaban desde el fondo del valle. Sus zancadas les permitían moverse deprisa en dirección al risco. De hecho, caminaban por la misma hondonada que él había seguido en su escalada.

¡Venían tras él!

Los colores se esfumaron mientras Halloran y Daggrande miraban a Erixitl, asombrados. Por un momento, la pareja se había visto envuelta en una nube luminosa muy brillante pero que, al mismo tiempo, los había refrescado del terrible calor del desierto.

—¿Cómo..., cómo lo has hecho? —preguntó Halloran, en voz baja.

—Es el poder de la
pluma
—respondió Erix, molesta—. Yo no he hecho nada. ¡Fijaos, parece haber atraído su atención!

La muchacha no se equivocaba. Vieron a la horda que avanzaba hacia ellos. Incluso desde esa distancia, podían oír los gritos y los aullidos, los golpes de las armas y las pezuñas contra el suelo.

—¡Vamos! —exclamó Hal, y los tres se lanzaron por la ladera opuesta. Ya no podían ver a las bestias de la Mano Viperina, pero, desde el otro lado de la cumbre, la presencia de los monstruos se cernía sobre ellos como una nube de tormenta. Sabían que no tardarían en alcanzarlos.

Observaron con desaliento que descendían hacia una zona de hondonadas, peñascos y partes llanas sembradas de rocas y zanjas por donde el avance resultaría muy lento. A lo lejos, disimulada en parte por una niebla azul, se veía otra línea de montañas.

Muy alto en el cielo, el águila volaba sin esfuerzos. El gran pájaro trazaba sus círculos sin dejar de marcarles el este. Si lo seguían, tendrían que atravesar obligatoriamente por aquella tierra torturada.

—¿Cómo vamos a poder cruzar? —gimió Halloran.

—¡Por allí! ¡Sigamos a Poshtli! —Erix señaló al águila que descendía. Al parecer su trayectoria seguía el curso de una grieta retorcida y quebrada. Desde donde se encontraban no podían ver el fondo.

A gatas y resbalones, acabaron de bajar la ladera. Su ruta los llevó directamente hasta el borde del barranco, y vieron que el fondo parecía bastante despejado. Tardaron muy poco en encontrar un camino practicable hasta abajo.

Al mirar hacia arriba entre las paredes de roca casi verticales, sólo pudieron ver una estrecha franja de cielo. En el fondo se sintieron más seguros, porque únicamente alguien desde el aire o que se asomara por el borde podía descubrir su presencia. Con la respiración alterada por el esfuerzo, comenzaron la marcha, aliviados al ver que el águila seguía cada una de las vueltas y revueltas del pequeño cañón.

Durante varias horas caminaron en silencio, cubiertos de sudor, y sólo se detuvieron el tiempo suficiente para beber un par de sorbos de sus cantimploras, todavía llenas. Por suerte, el suelo del cañón seguía un curso hacia el este, aunque había muchas vueltas hacia el norte o el sur.

En el momento en que hacían el tercer descanso y se mostraban más mezquinos en el consumo de agua, Halloran se puso alerta. En el acto, sus acompañantes lo imitaron. Daggrande interrogó con la mirada a su compañero.

—He oído algo —articuló Halloran. Sin hacer ruido, desenvainó su espada y avanzó de puntillas. Unos pasos más allá, un recodo a la derecha ocultaba el próximo tramo.

Hal se agazapó y levantó la espada a medida que se acercaba al recodo. Después, dio un salto y lanzó su estocada en cuanto tocó tierra al otro lado.

Estuvo a punto de caerse cuando, en un intento desesperado, desvió la trayectoria de la espada antes de hacer blanco. Su preocupación ante la posibilidad de toparse con el enemigo dio paso a la sorpresa.

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

También Daggrande y Erix se quedaron de una pieza cuando vieron a Jhatli salir de su escondite, detrás de una roca.

—He..., he venido a avisarte —susurró el muchacho. La angustia de su voz captó la atención del trío.

—¿De qué? ¿Por qué has dejado a los demás? —inquirió Hal, furioso.

—¿Los otros? —La indignación de Jhatli se expresó como desprecio—. ¡Es aquí donde debo estar! Te lo dije. Seré un guerrero, y no alguien que se pase la vida escapando de sus enemigos como el resto de mi gente.

—¿Avisarnos? —intervino Erix, con la voz tranquila—. ¿Avisarnos de qué?

—Han preparado una emboscada un poco más arriba. ¡Monstruos de color verde! Os vieron entrar en el cañón, y ahora esperan en el borde para mataros.

Hal miró al muchacho con expresión severa, aunque no dudaba de la veracidad de su información.

—Trolls. Has sido muy valiente. ¿A qué distancia están?

—Te lo mostraré, pero primero ¡salgamos de aquí abajo!

El grupo aprovechó una vertiente en la ladera para escalar hasta la superficie. Sintiéndose vulnerables al tener que abandonar la protección de la grieta, avanzaron con muchas precauciones, pero no vieron a nadie cuando salieron del cañón.

Sólo tuvieron que recorrer menos de un centenar de pasos para que Jhatli les señalara al enemigo. Vieron a tres de los monstruos verdes agazapados en el borde del cañón, con las miradas atentas a cualquier movimiento en el fondo.

—Hay más..., seis o siete, al otro lado —explicó Jhatli—. Aquí únicamente veo a tres.

—Intentemos escapar mientras todavía creen que estamos allá abajo —sugirió Erix. El plan tenía sentido, así que se alejaron poco a poco del cañón, yendo de un montículo a otro. Por fortuna, las dificultades del terreno facilitaban una multitud de escondites.

Parecía casi demasiado perfecto para ser verdad.

—Aceleremos un poco el paso —indicó Hal, cuando ya los separaba una buena distancia de los trolls. Acompañados por Jhatli, se dirigieron hacia la próxima cordillera, sorteando lo más rápido posible los obstáculos que encontraban a su paso.

Un rugido a sus espaldas fue el primer aviso del ataque. Un par de trolls encaramados en un peñasco aullaban a todo pulmón, para avisar a los demás de la presencia de los fugitivos.

Daggrande fue el primero en reaccionar. Levantó su ballesta, y disparó uno de sus gruesos dardos de acero. La flecha se hundió en el pecho del troll más cercano, y salió por la espalda con una explosión, acompañada de una lluvia de sangre e inmundicia. Con un terrible rugido, la criatura se desplomó detrás del peñasco.

El segundo troll corrió hacia ellos, y Hal se movió con tanta celeridad como su antiguo camarada. Sintió el cosquilleo de la
pluma
alrededor de sus muñecas, los diminutos plumones engarzados en las pulseras que aumentaban su fuerza. Su espada trazó un arco de plata en el aire y cortó de lado a lado al monstruo, directamente por la cintura. En silencio, las dos partes cayeron a tierra en medio de un charco de sangre negra.

Pero Hal estuvo a punto de desmayarse de horror al ver que las dos partes del troll no dejaban de moverse. Con una decisión aterradora, el torso se arrastró gracias a la fuerza de sus brazos rematados en garras. El chorro de sangre negra que salía de la herida se redujo a un goteo, y después cesó del todo. Mientras Hal retrocedía, intentando contener la náusea, un pequeño par de piernas brotó de la herida, y creció lenta e inexorablemente.

Por su parte, las piernas lanzaron frenéticos puntapiés, hasta que la herida dejó de sangrar. Después, un diminuto montículo de carne apareció en la cintura y comenzó a crecer.

—¡Cuidado! —gritó Erixitl, y Halloran advirtió un movimiento detrás del peñasco. Horrorizado, vio que el troll herido por el enano volvía a encaramarse poco a poco sobre la roca. Entonces observó más cabezas verdes: una columna entera de trolls que venía a atacarlos.

—¡Corred! —Sin perder un segundo, comenzó a lanzar mandobles para darles tiempo a sus compañeros a escapar. Escuchó el chasquido del arma de Daggrande, y vio cómo el dardo hacía diana en la cabeza de un troll.

Pero ahora las bestias superaban la docena, y todavía venían más. Halloran dio medía vuelta y echó a correr detrás de sus amigos, con el corazón helado por el peligro que amenazaba a Erixitl. Se detuvo y, de un sablazo, hizo retroceder al troll que avanzaba a la cabeza, y enseguida cercenó la mano de un segundo. Para sorpresa y asco de Hal, la mano se arrastró en su persecución.

El grupo corrió por un sendero polvoriento que serpenteaba por la ladera de un risco estrecho. Halloran se volvía una y otra vez para rechazar a los monstruos que tenía más cerca. Al parecer, las bestias podían sentir dolor, porque retrocedían hasta quedar fuera del alcance de su espada, si bien volvían a la carga en el momento en que Hal reanudaba su carrera.

Daggrande se detuvo para cargar y disparar otra flecha. La fuerza del impacto tumbó a uno de los trolls, que rodó por la ladera envuelto en una nube de polvo hasta estrellarse en las rocas del fondo. Halloran también consiguió despeñar a otro con un golpe de espada, aunque sabía que sus esfuerzos únicamente servían para retrasar su avance, puesto que no podía matarlos.

Jhatli les tiraba piedras. Sus músculos de adolescente tenían mucha fuerza, y podía levantar piedras de gran tamaño por encima de su cabeza y lanzarlas contra los monstruos verdosos. Por su parte, Erix buscaba el camino más adecuado a lo largo de la cresta erosionada del risco. El sendero se estrechaba cada vez más y llegó un momento en que sólo tenía cuarenta o cincuenta centímetros de ancho, con las laderas muy empinadas a cada lado.

Halloran tropezó, y estuvo a punto de caer por la pendiente. Consiguió sujetarse con una mano, pero al mirar hacia arriba se dio por muerto. Un troll se abalanzaba sobre él, y no podía hacer nada por defenderse.

Entonces una figura negra y blanca pasó ante sus ojos. Con un agudo graznido retador, el águila cruzó como el rayo por delante del grupo, y sus poderosas garras se engancharon en la mata de cabellos del monstruo y lo arrastraron hacia un lado hasta hacerle perder el equilibrio. La criatura soltó un rugido furioso al ver que no podía mantenerse sobre el sendero, y el águila sólo la soltó cuando la vio rodar por la ladera. Sin dejar de chillar, el troll fue dando tumbos entre las afiladas rocas, hasta que, por fin, se estrelló en el fondo. Incluso desde esa altura, pudieron ver cómo los miembros destrozados y las heridas sangrantes comenzaban a sanar.

Halloran se encaramó al sendero y se puso en guardia justo a tiempo para enfrentarse al siguiente troll. La bestia, con el morro cubierto de babas, gruñó furiosa mientras se mantenía fuera del alcance de la espada. Hal lanzó varias estocadas, pero la larguirucha criatura, mucho más alta que el humano, consiguió eludirlas sin dificultad. Las piedras desprendidas por los pies de Halloran volaban por el aire para después caer al precipicio.

Por un momento, el joven pensó en utilizar un hechizo; uno de los pocos que había aprendido en su etapa de aprendiz de brujo, pero enseguida desistió, consciente de que un proyectil mágico o el hechizo del crecimiento no le servirían de nada.

—¡Adelante! ¡No te detengas! —lo urgió Daggrande, a sus espaldas. El enano se moría de ganas por tener la oportunidad de utilizar su hacha, aunque el sendero era demasiado estrecho y la espada de Halloran, ayudada por el poder de la
pluma
, resultaba más eficaz contra estos enemigos. En consecuencia, optó por montar uno de los pocos dardos que le quedaban, y esperó la ocasión de disparar.

Halloran avanzó por el sendero sin dejar de lanzar golpes a diestro y siniestro para mantener a raya al troll que iba a la cabeza. Entonces tropezó con un saliente y cayó de espaldas. En el acto, el troll se lanzó sobre él.

Por fortuna, Daggrande estaba preparado. Disparó la ballesta, y el dardo de acero hizo diana en la marca de la Mano Viperina. Con un gemido ahogado, la bestia se derrumbó por la ladera, y, para el momento en que se adelantó el siguiente troll, Halloran ya estaba otra vez en pie. Repelió el ataque con el filo de su espada, y una vez más consiguió proteger la retaguardia del grupo.

Los compañeros avanzaron por la cresta casi durante un kilómetro, siempre un paso por delante de los trolls. Unas cuantas bestias seguían su avance por las estribaciones del risco, y todos eran conscientes de que un paso en falso significaría acabar despedazados por sus garras y los colmillos.

De pronto, el avance se detuvo. Hal se arriesgó a mirar hacía donde se encontraba Erixitl, y vio que delante de su esposa no había ningún camino. Tampoco había manera de bajar, y los trolls no cesaban en su acoso por la retaguardia. Las bestias de abajo comenzaron a trepar por la ladera.

—Una bonita encerrona —comentó Daggrande. Disparó otra saeta contra uno de los trolls que escalaban, y la criatura rodó por la pendiente—. Sólo me quedan dos —anunció, mientras recargaba.

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