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Authors: James McKean

Tags: #Fiction, #Literary

Quattrocento (3 page)

BOOK: Quattrocento
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—¿Medieval? —preguntó Sally—. ¿Tienen agua corriente?
—No te preocupes —dijo Matt—. Incluso disponen de televisión en las habitaciones. Pero, claro, te produce la sensación de que en realidad no ha cambiado desde hace siglos. Por allí aún cazan jabalíes salvajes. Una vez, cuando paseaba por las colinas que rodean la ciudad, incluso vi un lobo. Cuando regresé al hotel y lo conté, me dijeron que no era extraño.
—Tal vez para ellos no lo sea. No, gracias. Me tiene sin cuidado lo monos que les parezcan los lobos a esa gente; para mí sólo son fieras hambrientas.
Cuando llegaron al apartamento, Matt reconoció a la mujer que abrió la puerta, pero no supo ubicarla. Al principio había envidiado el amplio círculo de amigos y conocidos de Charles, pero últimamente sólo se preguntaba de dónde sacaba las fuerzas, y sobre todo el tiempo, para atenderlos a todos.
La mujer, con un vaso de vino en la mano libre, los invitó a pasar. 
—Todavía no hay comida —comentó— , pero las botellas van que vuelan. No habréis visto a nuestro anfitrión, ¿verdad?
—Está haciéndole la pelota a su mecenas —respondió Sally—. Prometió que no tardaría.
El apartamento estaba abarrotado. En la cocina, rebosante de actividad, todos los fogones se hallaban en funcionamiento, y la puerta del frigorífico volvía a abrirse en cuanto la cerraban. Se oía ruido de platos y taponazos de botellas. Todo el mundo se afanaba, pero nadie estaba al mando.
—Toma, hombre del Renacimiento. —Una mujer delgada, de pelo rubio y corto y muñecas huesudas, le tendió a Matt una copa larga y rebosante de burbujas. Llevaba una chaqueta negra con las mangas recogidas, y unos pantalones de rayón verde y azul que resultaban deslumbrantes bajo las brillantes luces de la cocina—. Me parece que te sentará bien.
Empezó a llenar otra copa, sosteniéndola con una mano bien cuidada. Dejó de servir justo cuando las burbujas llegaban al borde, y sonrió cuando empezaron a caer por el lado.
—Y ésta para ti —añadió, ofreciéndosela a Sally. 
—Soy Sally —se presentó ésta, aceptando la copa.
—Karen —replicó la mujer, contemplando el vino mientras servía otra copa, esta vez para ella.
—¿Cómo van las cosas en la galería? —preguntó Matt.
Había visto a Karen por última vez hacía unos meses, en la inauguración de una exposición en la que Kent y ella habían colaborado. El artista, un budista de Los Ángeles que dividía su tiempo entre Fez y Nuevo México, había conseguido cierto renombre disponiendo maderas en círculos sobre el suelo. Kent, con cierta brusquedad, corrigió a Matt cuando éste se refirió a la obra como «leña». No se trataba de eso en absoluto. Tal vez sí en un sentido heurístico, ya que recurría a la memoria común del fuego que en cierto modo todos conservamos, pero en realidad el tema central era el desplazamiento. El artista había vivido con los indios pueblo, quienes, como Matt sin duda sabía (¿sí?), dejaban sus obras de arte al aire libre, no tanto para exponerlas a la naturaleza como para reconocer que formaban parte de ella, de un modo inseparable, y que su trascendencia como objeto era ilusoria en el gran contexto de la permanencia. Trataba de lo que había antes y de lo que habría después. Trataba de ocho de los grandes, observó Matt, al leer la lista que había tomado. El artista supervisa la instalación, le dijo Kent, y añadió que había sido adquirida por el Whitney.
—Tendremos una exposición colectiva dentro de una semana — respondió Karen—. Obra reciente de la cooperativa de mujeres de Chicago. Te enviaré una invitación. ¿No te parecen preciosas? —preguntó, estudiando el hilillo de burbujas que flotaban hacia arriba mientras alzaba la copa a la luz—. Como una cascada hacia el cielo. Las leyes de la gravedad han sido derogadas.
Sonaron unas risas en el salón, una voz se alzó por encima de las otras, y en ese momento Kent apareció en la esquina. Se abrió paso entre la multitud como una gacela avanzando entre la hierba.
—¡Cuánta comida! —exclamó, alcanzando a Karen y besándola en la mejilla—. Hola, Matt. Sally.
Tomó la copa que Karen le había llenado.
—La verdad, Karen —añadió, pasándose la copa a la otra mano y sacudiéndose el burbujeante líquido de los dedos— , todo esto está bien, pero ya se ha hecho antes. Jackson Pollock, ¿sabes? ¿No te suena el nombre? Toma, Alton.
Le pasó la copa al joven que le había seguido entre la multitud y que ahora permanecía a su lado. Alton, con unos cortos rizos de estilo rastafari que no desentonaban con su tez oscura, aún conservaba cierto aire universitario. Marchante y artista eran como una cubertería de mesa en una tienda de regalos de un museo: un cuchillo y un tenedor, con clase y fácilmente identificables. Alton contempló el plato de penne con albahaca y aceitunas que tenía al lado.
—Tío, tengo hambre —dijo, con un levísimo acento inglés—. No he comido en todo el día.
—Vaya —exclamó Kent—. ¿Y para qué quieres comer? Lo único que consigues con eso es llenarte.
Karen se apoyó con una mano en el hombro de Matt, riendo, y sujetó la copa con la otra mano para no echársela encima.
—La comida es tan ineficaz... —continuó Kent—. ¿Con qué funcionan los coches? ¿Y los aviones? Lo importante es el líquido. La comida sólida únicamente te entorpece.
—Los cohetes usan combustible sólido —observó Sally.
—Sí, pero van al espacio exterior —replicó Kent—. ¿Y eso qué es? Como mudarte a las afueras. En cuanto empiezas a tomar comida sólida, antes de darte cuenta estarás en Scarsdale, esquizofrénica perdida. Cortando el césped y pasándote los sábados por la mañana en una furgoneta.
—Por fin, ahí está Charles —dijo Matt.
La multitud de la cocina lo vio al mismo tiempo y todos empezaron a aplaudir y a vitorearle ruidosamente. Charles se ruborizó y les hizo un gesto para que se calmaran.
— Comida —dijo—. Concentrémonos en lo que importa. Se acercó al grupo y tomó la copa que Karen le ofrecía.
—¿Así que fue un enorme éxito? —preguntó Kent.
—Bueno, fuera cual fuese el resultado, al menos ha terminado —respondió él, apurando su copa—. È finito.
—Me encanta, Charles —dijo Karen, llenándole de nuevo la copa—. Voy a hacer uno para la galería.
—¿Un
studiolo
?
—Sí. Cuando me lo mostraste hace unas semanas empecé a pensar. En lo que tenemos y en lo que no tenemos. En todas las casas había un cuarto de ese tipo. No como ése, claro, pero ya sabes a qué me refiero. Lo llamaban «la biblioteca». Me recordó la casa de mi abuelo, con todos los estantes de madera y los libros, en lo tranquila que era. Y ésa es la cosa. ¿Qué pasó? Televisiones y grabadoras, y luego vídeos y ordenadores y aparatos de música y videoconsolas. Centros multimedia. Y ahora el DVD y la banda ancha y el streaming. Menos el zen. Nada de zen. Eso es lo que hemos perdido.
—El zen es la clave —dijo Alton, sirviendo penne en un plato de papel.
—La clave —intervino Karen—. Piensa en el espacio interior para un nuevo milenio. El studiolo.
—Hoy en día nadie podría permitirse semejante lujo, ni siquiera un potentado —protestó Charles—. Aunque dispongan del dinero, ¿quién estaría dispuesto a ser tan paciente? Tardaron diez años en construir esa habitación.
—Ese es un pensamiento obsoleto, Charles. Hemos entrado en un nuevo milenio. La madera es bonita, ¿pero lo es ahora? Creo que no. Ya no se trata de paredes. Lo es pero no lo es. El
continuum
, sí, pero en el interior de la mente. Con eso tenemos que conectar.
—¿Tenemos? —preguntó Charles.
—Alton, cuéntale nuestra idea.
—Alton, éste es Charles —dijo Kent.
—Hola —saludó Charles.
Alton alzó su plato a modo de respuesta.
—En realidad es muy sencillo. Lo que ves es lo que obtienes. Está dentro de tu cabeza, está en las paredes. Colores, pautas, pero también imágenes procedentes de un banco de datos. Todo lo que quieras: fotos antiguas, clips de películas, lo que sea.
Charles se echó a reír. Miró a Karen y luego a Kent.
—No lo diréis en serio —comentó.
—Va a ser grande —replicó Karen—. Grande de verdad.
— O sea, que pienso en algo y lo obtengo al instante ahí mismo — dijo Charles, indicando la pared con un gesto de cabeza y luego con la copa—. Eso es imposible.
—La tecnología necesaria ya existe —adujo Alton, encogiéndose de hombros.
Y el software también —añadió Kent—. Alton lo hizo en la New School hace un año. Así fue como lo conocí.
Charles dirigió a Alton una mirada evaluadora.
—Hace un año.
—Sí —respondió Alton, sacudiendo la cabeza—. Parece que haya pasado un siglo. Usé un aparato de televisión y electrodos para detectar cambios en la temperatura corporal y las pautas de las ondas cerebrales, aunque en la actualidad esto se hace con infrarrojos. Y las paredes, eso es lo mejor. Pantalla plana de plasma. De pared a pared, totalmente.
—El studiolo virtual —dijo Karen—. ¿Qué te parece? —preguntó a Charles.
—Creo que me vendría bien un martini —respondió éste, y extendió la mano hacia el armarito que tenía detrás para alcanzar un vaso.
—¿Lo ves? Ya te dije que no le gustaría —comentó Kent.
—¿Tú también estás en esto? —inquirió Charles.
—¿A quién crees que se le ocurrió la idea?
—Claro, debería haberlo imaginado. —Charles sacó la botella de vodka del congelador y sirvió un par de dedos en el vaso—. No, en serio: me parece una idea genial —dijo, y se echó a reír, añadiendo un toque de vermut y una aceituna—. ¿Qué nombre le pondréis? —preguntó, agitando la bebida con un palito de plata que había tomado del cajón situado detrás de Kent.
—«El Rumor» —respondió Karen—. «La Habitación», o...
—Eso está bien. Me gusta —dijo Charles—. «El Rumor.» ¿Qué te parece, Matt?
—Creo que necesito uno bien cargado.
Matt se acomodó en el viejo sillón de cuero de un tranquilo oasis, el estudio de Charles, aliviado por haber escapado de la tormenta de la fiesta. El impulso inicial de los martinis había pasado como un equipo de balandros, y lo había dejado tambaleándose en la estela, como un esquiador acuático que ha soltado la cuerda. Se alegró de perderse en uno de sus cuadros favoritos, un paisaje boscoso enmarcado en dorado. Era típico de Charles colgar sus posesiones más preciadas en algún rincón apartado, donde pasaban inadvertidas. Había encontrado aquel cuadro en una galería de Florencia con la que había topado casualmente durante un paseo vespertino por las tranquilas callejas del Oltrarno, cerca de los Jardines Boboli. Se llevó el cuadro al departamento y lo limpió, cosa que no requirió mucho trabajo, pues estaba en sorprendente buen estado. Todas las pruebas indicaron que era auténtico en cuanto a la datación, aunque su autoría era un misterio. En general habían llegado a la conclusión de que se trataba de una obra del círculo de Paolo Uccelo, y sus colores apagados y sus espectaculares escorzos mostraban la enorme influencia de aquel artista del Quattrocento. Aunque no era una copia, la escena estaba basada claramente en la Caza nocturna de Uccello, conservado en el Ashmolean Museum de Oxford, obra que había sido el tema de la tesis de su maestro, titulada La perspectiva de los sueños.
El tema de la obra era una cacería diurna, en la profundidad del bosque, y a Matt le encantaba la confusión de los jinetes y los perros que corrían entre los matorrales bajo la gruesa capa de vegetación que se alzaba sobre ellos como el techo de una catedral, que se apoyaba en las airosas columnas de los troncos de los árboles. La presa (un jabalí o tal vez un lobo) no llegaba a verse, pero Matt se había pasado horas escudriñando las figuras ocultas en la maraña de matorrales, siempre había encontrado un detalle nuevo que se le había escapado con anterioridad. Como un destello de color casi imperceptible, perdido tras los troncos de los árboles en el suave promontorio del fondo. ¿Qué era? Se inclinó para observarlo mejor. Qué extraño, pensó; parece un animal. Plumas, de azul y verde brillante, moteadas de amarillo. Seguramente era un ala, pero parecía demasiado grande para tratarse de un pájaro. Había más, pero resultaba difícil distinguirlo en la penumbra y las manchas que dibujaba el sol al filtrarse por el follaje. Cuartos traseros como un león, los músculos abultados como si el animal se retorciera entre los matorrales, tratando de escapar, pero cubierto de escamas, no de pelaje. Matt parpadeó. ¿Se había movido? Sus ojos debían de estar ajustándose a la luz. Ahora podía verlo mejor. Un ala estaba unida al cuerpo, y la punta de la otra apenas era visible detrás.
El ruido de la fiesta se fue desvaneciendo mientras Matt se concentraba en el cuadro. No había viento en el bosque, los árboles estaban inmóviles, y por eso los aullidos de los perros y los relinchos de los caballos gravitaban en el aire. Escuchó con atención. Sí, el seco roce de garras sobre piedra, eso es lo que había oído. Y una respiración jadeante, el batir de las alas... estaba intentando escapar. La cola se revolvió, balanceándose mientras el animal retrocedía. Escamas fulgurantes bajo la tenue luz, como la cola de un lagarto, que terminaban en una punta ancha y plana. Un agudo grito que recordaba la llamada de un águila resonó en la penumbra. Matt se quedó mirando, fascinado e incrédulo: la orgullosa cabeza se alzaba sobre el cuello escamoso, las fosas nasales lanzaban llamas, los negros ojos estaban desencajados: el dragón de sus sueños. Una manticora.
Los perros, frenéticos, gruñían en su persecución, seguidos de cerca por los hombres que espoleaban a sus caballos. La manticora soltó un alarido como respuesta a los gritos de excitación y a la aguda y reiterada llamada de las trompetas.
—Vamos —susurró Matt—, vamos, huye.
La manticora encontró un punto de apoyo, saltó la empinada cuesta, y sus poderosas alas por fin quedaron libres de la prisión de los matorrales. Los perros, incapaces de seguirla, ladraron al unísono, dando vueltas como un tornado en tierra. Consciente de un súbito peligro, Matt se puso alerta, pero no con la suficiente rapidez. Una mano enguantada golpeó su cabeza contra la áspera corteza de un árbol, alzándolo mientras se cerraba alrededor de su garganta. Un casco negro, con la visera cerrada con una estrecha ranura negra como un tajo de espada, se inclinó hacia delante mientras el águila de bronce encaramada en su cresta, con las alas alzadas, asentía hacia él. La risa fue haciéndose cada vez más fuerte hasta que lastimó los oídos de Matt, recorriendo la escala hasta convertirse en el burdo gruñido del lobo, un tono que resonaba en las profundidades, dejándolo helado...
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