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Authors: James McKean

Tags: #Fiction, #Literary

Quattrocento (8 page)

BOOK: Quattrocento
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7
Matt escuchaba mientras las notas se alzaban de uno de los pianos dispuestos en la larga galería del salón del museo dedicado a instrumentos musicales. Los largos dedos del pianista tallaban y moldeaban la música, arrancando con delicadeza algunas notas a las teclas, golpeando otras con fuerza, y Matt se preguntó cómo en un edificio con millares de visitantes en un momento dado, la mayoría de los cuales venían por el arte, sólo hubiera un oyente, y además un perro. Las manos del pianista, muy separadas, se encontraron por fin, y la pieza llegó a su graciosa conclusión.
—Maravilloso —dijo Matt, después de que la última nota se desvaneciera en el silencio.
—Gracias —dijo el pianista.
—¿Era Brahms?
—Buena suposición. Pero no, era una de las improvisaciones de Sibelius. Irónico, ¿verdad? Odiaba el piano. Pero claro, Mozart odiaba la flauta, y dos de sus mejores obras son para cuartetos de flauta. Bueno, éste se acabó.
Guardó sus herramientas en la caja que tenía al lado, en el banco, y se levantó, con una mano todavía en el teclado. El perro ladeó la cabeza y alzó las orejas. El hombre, con su caja de herramientas en la mano, fue pasando los dedos por la tapa de ébano mientras se dirigía al siguiente instrumento en línea, un enorme piano Busendorfer.
—¿Podría hacerle una pregunta? —dijo Matt—. Le pregunté a mi amigo Walter del departamento y dijo que tenía suerte, que iba a venir usted hoy y podría darme la mejor respuesta a lo que quiero saber.
— Lo intentaré —contestó el pianista, alzando la tapa del piano para revelar su pesado armazón de latón. Tomó una herramienta en forma de llave gigantesca y la encajó en una clavija alrededor de la cual estaba atada una de las cuerdas de acero.
—¿Por qué querría tener alguien un piano deliberadamente desafinado?
—Eso es fácil de responder. Todos los pianos están desafinados.
—Es lo que dijo Walter. Pero cuando le pregunté qué quería decir, empezó a hablar de Pitágoras, del monoacorde y de unos cálculos matemáticos que me dejaron completamente confundido. Dijo que sería mejor que se lo preguntase a usted.
El afinador se echó a reír.
—Gracias, Walter. Puedo explicar lo que ocurre, pero otra cosa es comprenderlo. El problema es que la música es matemática, pero la escala musical viola la ley más básica de las matemáticas. El todo no iguala a la suma de sus partes. Es porque... bueno. —Pensó durante un segundo—. Venga, déjeme que se lo muestre.
Alzó la tapa del piano y se sentó ante el teclado.
—Ahora observe —dijo. Tocó una nota, pisando el pedal para que siguiera vibrando—. ¿Ve la cuerda?
—Sí, es ésta de aquí.
—Un do grave. Ahora ésta —dijo, tocando otra nota—. Es el do siguiente, una octava más. ¿La ve?
—Sí.
—Aproximadamente la mitad de larga, ¿no? El hecho es que tiene exactamente la mitad de longitud que la más grave. Ahí es donde entra Pitágoras. Lo que ve aquí es la base de la ciencia moderna, el primer descubrimiento de que un fenómeno natural, en este caso la vibración de una cuerda, tiene una base matemática. Una cuerda la mitad de larga vibra el doble de rápido. —Tocó las dos notas juntas—. Una octava.
—Suenan perfectamente afinadas —dijo Matt, observando cómo vibraban las cuerdas.
—Lo están.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Espere, se lo mostraré. —Tocó dos notas más—. Una tercera mayor. El intervalo más básico en la música. Las dos notas están separadas tres pasos, por eso se llama tercera. Pero también hay tres en una octava, y eso es lo que causa el problema. Tres tercios no suman una unidad. Ahí es donde entran las matemáticas de Walter.
El hombre volvió a tocar las dos notas, sosteniendo el pedal para que siguieran vibrando.
—¿Las ve? La más aguda es más corta, pero no mucho. Para conseguirla se divide la cuerda larga por cinco y se resta uno. Es una ratio de cinco a cuatro. Para conseguir una octava se multiplica eso por tres, lo cual da 125/64. Pero una octava, como vimos al principio, es dos a uno, lo cual es 128/64. ¿Comprende el problema? Tres tercios no hacen una unidad. Faltan 3/64.
—Ya veo —replicó Matt, aunque no lo veía. Pero como no tenía intención de construir ningún piano, lo importante era que al parecer no daban la suma—. Pero eso no parece que tenga mucha importancia.
—Es suficiente para hacer que algunas notas suenen completamente desafinadas con respecto a las demás. Una nota así se llama el tono del lobo, porque literalmente suena como el aullido de un lobo. En la gama entera de un teclado también aparece en las cuartas y quintas. Se han hecho todo tipo de cosas para erradicarla. Se pueden dejar fuera las notas ofensivas, claro está, pero eso limita seriamente la música que se puede escribir. Se pueden forzar unas cuantas notas aquí y allá para distribuir las desigualdades, de modo que las notas del lobo no sean tan evidentes. Eso se llama templar la escala. ¿Recuerda a Bach y su teclado bien templado? Escribió para crear un sistema de afinado que creía el mejor. También se usaba mucho el templado en bruto, pero había tantas formas de afinar como teclados hay en esta sala.
»Lo que ahora usamos es el temple igualitario —continuó el afinador, sacando sus herramientas—. Cada nota está levemente desafinada, de modo que ninguna destaca. Eso tiene sus ventajas, porque se puede usar cada nota de cada escala. El lobo ha sido desterrado. Está extinto. Pero pagamos un precio. Vivimos en un mundo que está completamente desafinado, y nadie se da cuenta. Sólo parece sonar bien porque es lo que se conoce. —Volvió a pulsar la tecla y retiró satisfecho la herramienta—. Pero cuando uno ha oído su verdadero tono, sabe lo que es la música de verdad. Es como el hombre en la caverna de Platón. Te asomas y has visto el sol y, aunque vuelvas, sabrás que lo que has visto son sólo sombras. Pero cuidado con el lobo. Los antiguos conocían su poder. Era tan fuerte que tocarlo, o incluso hablar de él, era un pecado. Lo llamaban el diabolus in musica.
—¿Tan malo podía ser? —preguntó Matt—. No he oído nada que sonara como el aullido de un lobo.
El afinador sonrió. Con la manivela entre el pulgar y el índice, pasó los otros dedos a lo largo de las clavijas hasta las cuerdas más largas, situadas al fondo del teclado. En vez de pulsar las teclas se levantó y metió la mano dentro. Tiró tan suavemente de la cuerda que Matt no pudo oír el sonido. Hizo minúsculos ajustes con la herramienta antes de pasar a la siguiente, y a continuación a la siguiente, y acto seguido a la otra. El perro alzó de repente la cabeza, irguió las orejas y se puso en pie. Con la cabeza gacha, gruñó gravemente.
—Tranquilo, Pablo —dijo el hombre. Ajustó unas cuantas cuerdas más y entonces se sentó ante el teclado, con las manos cruzadas. Un instante después las alzó, y sin ninguna ceremonia empezó a tocar.
Matt, que esperaba algo terrible, se relajó. Sonaba extraño, pero las notas individuales eran maravillosamente agudas y claras, como una ventana inmaculada, y resonaban unas con otras de una manera completamente nueva. La melodía, sin disonancias ni cambios bruscos, tenía una modalidad tonal, como una canción antigua, transmitida de generación en generación. Matt, arrullado en una sensación de relajado disfrute, estaba completamente falto de preparación para la modulación cuando por fin se produjo. La mano derecha del afinador se movió ligera, los dedos descendieron arqueados, y la melodía se detuvo mientras una nota única y terrible, extraña a todas las demás, se alzaba en el aire. A Matt se le puso la piel de gallina. El pianista volvió a tocar la nota, añadiendo otras para crear un acorde, pisando el pedal para que siguiera resonando, y la disonancia se clavó en Matt. Trompetas en lo profundo del bosque, fuera de la vista, y en las sombras bajo los árboles, el lobo...
La urgente llamada de las trompetas resonaba en el bosque, contrastando con el ahogado alboroto de gritos y ladridos excitados, el relincho de un caballo mientras se abría paso a través de los tupidos matorrales. Matt seguía a la cacería, con musgo bajo los pies, sumergido en verde y envuelto en sombras. Estaba sediento pues no había bebido nada desde que había entrado en el bosque, situado en las alturas, más allá de los campos que rodeaban la aldea. Arriba y luego abajo, desfiladeros rocosos y súbitos claros y charcas, oscuras y silenciosas bajo los árboles. Se sentía completamente perdido. Se detuvo, escrutando la empinada colina que tenía delante. Un destello de color, de alas, el frenesí de los perros dando vueltas... y entonces, de repente, cayó al suelo, el musgo bajo la mejilla. Se puso trabajosamente en pie, sin aire, entornando los ojos contra el sol que se internaba a través de la ondulante corona de hojas; una sombra contra las ramas, y en sus manos una espada alzada que descendía...
Matt se enderezó de golpe. Sally, a su lado, el rostro vuelto y las manos bajo la mejilla, permanecía inmóvil. La luz de la luna proyectaba una buena sombra sobre las mantas, tiñendo su pelo de plata. Matt se frotó la cara, completamente despierto. Sabía que no volvería a dormir por mucho que lo intentara, así que se levantó de la cama, cuidando de no despertar a la muchacha dormida. Se puso la bata, preguntándose cómo se las apañaba ella para quitarle el pijama sin que se diera cuenta. Sólo la parte de arriba, y en realidad no le importaba; le sentaba mejor a ella, a su lado.
El apartamento estaba silencioso, ningún sonido llegaba de las calles desiertas. Largos rectángulos de luz pálida se envolvían alrededor de los muebles, posándose en el suelo, la luz de la luna mezclada con el brillo sin alma de las farolas. ¿Qué hora era? Matt no tenía la menor idea, y tampoco le importaba; demasiado temprano para el café, eso era todo lo que le importaba. De todas formas, no quería que ya fuera de día.
Se sentó ante su mesa de trabajo y encendió el ordenador, desterrando de los rincones de su mente los últimos vestigios de sueño mientras la máquina se calentaba. Unos cuantos clics y allí estaba ella. Anna tal como debería de haber sido, como había posado para su retrato. Matt la había convertido en un modelo coaxial tridimensional, invirtiendo horas de trabajo para hacerlo bien. Pero había merecido la pena. Movió el ratón, y la cabeza de ella se volvió para mirarlo. Aún no había sonreído: eso requeriría tiempo, y Matt se preguntó de nuevo cómo sería su voz. Buona sera, pensó, sonriendo; eso, desde luego, sería una pasada. ¿Un retrato parlante? No. Pero así estaba bien.
Matt se bajó el correo. Allí estaba, el mensaje que había temido y esperado al mismo tiempo. Lo abrió.
—¿Matt? —Sally estaba en la puerta—. ¿Qué hora es? —preguntó, acercándose hasta colocarse tras él—. ¡Las tres y media! —exclamó, con una mano sobre su hombro mientras leía la hora en la pantalla.
—No podía dormir —respondió él.
—Bueno, pues deberías intentarlo. Luego estarás agotado. ¿El FBI? —preguntó mientras se inclinaba hacia delante, al ver el membrete en el documento que aparecía en la pantalla.
—Una prueba para el retrato.
Anna miraba desde una esquina de la pantalla.
—¿También la busca el FBI? Eso quiere decir que no eres el único.
—Sally...
Las palabras de Matt quedaron interrumpidas cuando la mano de ella pasó de su hombro al lado de su cara. Sus cabellos sueltos lo envolvieron mientras se inclinaba y lo besaba con fuerza. Su otra mano se deslizó por su pecho, por dentro de su bata, y Matt se echó hacia atrás, respondiendo a su beso y su caricia. Su lengua lo sostuvo, buscando, sondeando, mientras se daba la vuelta y se sentaba a horcajadas sobre él. Matt trató de hablar pero ella apretó su boca con más fuerza contra la suya, levantándose para guiarla a su interior. Matt se rindió a su insistencia, sujetando su cintura mientras ella subía y bajaba sobre él. Sin importarle hacerle daño, su boca cubrió su cara, deslizándose sobre su boca y sus ojos, instándolo a continuar hasta que él ya no pudo aguantar más y se dejó ir, sujetándola con fuerza contra él. Ella se relajó, su liviandad tomando forma dentro de la familiar suavidad de su pijama, y apoyó la cabeza sobre su hombro.
—La estás mirando, ¿verdad? —preguntó Sally después de un momento, mientras él le acariciaba el pelo.
Matt apartó los ojos de la pantalla. Sally levantó la cabeza y lo miró.
—¡Hijo de puta! —exclamó al no recibir respuesta. Con un movimiento rápido y fluido se levantó y se fue, dejándolo despatarrado en la silla.
Cuando salió del dormitorio unos momentos después, estaba completamente vestida y llevaba su bolsa con sus ropas. Se marchó sin decir palabra, deteniéndose sólo el tiempo suficiente para sacar su abrigo del armario.
—Así que eso es todo —dijo Matt en voz alta, después de que el chasquido de la puerta al cerrarse se convirtiera en silencio.
No habría mayo ninguno para ellos, ningún viaje a Gubbio. Bueno, si era tan estúpida como para sentir celos de una mujer en un cuadro, era el problema de ella, no el suyo. Y además se equivocaba. No se había enamorado de una mujer en un cuadro. Podría haberse enamorado del cuadro, sí, estaba dispuesto a admitirlo, ¿pero por qué iba a ser eso tan extraño? Lo había rescatado del olvido, lo había devuelto a la vida. Había pasado meses con él. Era como un hijo. ¿Pero de Anna? Eso era ridículo. Sabía que no. Nadie se enamora de una mujer en un cuadro, pensó, a menos que sea capaz de enamorarse de sus sueños.
Pero, después de todo, ¿estaba Sally tan equivocada? Ella lo había amado una vez, de eso no había ninguna duda, y él la había amado también, así que al menos debía considerar las palabras de ella. Mientras miraba, se obligó a pensar en lo que estaba viendo. ¿Era sólo un cuadro? Miró a Anna, y mientras lo hacía se obligó a sopesar lo que sentía con la máxima imparcialidad posible. No. Por difícil que le resultara admitirlo, Sally tenía razón. No era un cuadro de una mujer lo que estaba viendo, era una mujer... una persona, una persona real que una vez había tenido un nombre, una vida, un pasado y un futuro. Un alma. Anna. Nadie se enamora de una mujer en un cuadro, se recordó. ¿En qué me convierte eso? En nadie.
Matt volvió a releer el mensaje. Era lo que había temido. Lo había sabido desde el primer momento en que vio la tabla, incluso bajo las duras luces del sótano. Y luego, a lo largo de los meses de trabajo, había ignorado las pruebas. Los datos de la tabla y el análisis de la pintura, la sensación intuitiva de técnica y modelado... había usado su escepticismo profesional como escudo para desviar todo aquello. Pero esta última pieza de evidencia establecía la autoría de la tabla sin duda alguna. No podía haber ninguna reserva, ni siquiera para los más cautelosos. El cuadro era auténtico. Y no podía evitarse lo que vendría ahora, y sólo pensarlo le llenaba de tristeza.
BOOK: Quattrocento
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