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Authors: James McKean

Tags: #Fiction, #Literary

Quattrocento (30 page)

BOOK: Quattrocento
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Se internó en la multitud, dejándose llevar mientras trataba de comprender lo que había sucedido. El mundo que conocía, rompiéndose ya, había desaparecido ahora por completo. Pensó que Kalil tenía razón: el tiempo no es lineal. Pero ¿qué consuelo le ofrecía eso? No tenía control sobre él. Estaba todavía en Praga, pero en el siglo XVIII, y no tenía ni dinero ni amigos ni idea de cómo llegar a donde quería ir. Tal vez pensar no fuera la respuesta pero ¿qué iba a hacer ahora? ¿Seguir la corriente?
—Gott im Himmel! —gritó un hombre cuando Matt, sumido en sus pensamientos, tropezó con él. El hombre dio un paso atrás, y a punto estuvo de desenvainar su espada.
—Lo siento muchísimo —se excusó Matt, alzando las manos.
—Mire por dónde va —replicó el hombre, vestido con una casaca celeste con bordes dorados, hablando en un inglés cargado de acento.
—Sí —reconoció Matt, recogiendo el sombrero del hombre y limpiándolo antes de entregárselo—. Es culpa mía. —Hizo una reverencia, con una mano sobre el pecho, la otra extendida con el sombrero.
El hombre agarró el sombrero y lo miró con cara de poco amigos. La mujer que lo acompañaba le dijo algo al oído, le tiró del brazo, y el hombre, reacio, volvió a envainar la espada. Miró alrededor, abarcando con sus agudos ojos la multitud que había en torno a ellos, buscando algún signo de complicidad mientras se palpaba los bolsillos, satisfecho porque aún conservaba todas sus pertenencias. Colocó el tricornio sobre su peluca empolvada y se fue, con una mano sobre el codo de la mujer.
Asaltado por un súbito pensamiento, Matt entró en un portal para salir de la marea de peatones. Palpó el interior de su casaca y encontró las puntas sinuosas del prisma. Todavía estaba allí. Y también el alfiler de Anna. Lo sacó para asegurarse, y luego lo volvió a guardar.
¿Qué diría Kalil ahora? Matt podía verlo en su silla de enea, encendiendo un cigarrillo.
—Si quiere usted encontrarse con alguien, señor O'Brien, ¿qué necesita? Un tiempo y un lugar.
Matt sintió una débil punzada de esperanza. Tal vez esto no era un desastre, después de todo. Sí, el tiempo es una variable, y no la podía controlar. Pero el lugar... no eran más que coordenadas, como un mapa, y podía fijarlas. Y si lo hacía, el tiempo podría venir a continuación. Pero, ¿dónde? Podía ir a Gubbio y tratar de rehacer sus pasos hasta la villa, pero quizá no la encontraría nunca. ¿Era acaso parte de este mundo? Y aunque hubiera sobrevivido, tal vez habría cambiado, y sabía que verla, tan apartada de Anna y el mundo que conocía, sería demasiado doloroso y triste. Tenía que encontrar un lugar que fuera tan atemporal como el studiolo para liberarse del mundo superior. Estaba preparado, podía ver la tierra que se encontraba más allá, podía saborearla y olerla. Se sentía como el neófito que había dibujado Anna, el hombre esperando a ser bautizado en el fresco de la capilla Brancacci. La capilla...
De las tres, ¿cuál es la más importante? La voz de Anna resonó en sus oídos. El tiempo era una flor, y la flor era un lirio, y significaba fe. La capilla Brancacci era el lugar donde se habían encontrado cuando él sacó los dibujos de ella y juntos habían descubierto, al mirarlos, el mundo que compartían. El tiempo y los cambios forjados por el tiempo eran el barniz en lo alto de la pintura que yacía debajo, inmutada e inmutable. El mundo exterior, ya fuera el mundo en el que él había nacido, o éste de la Praga del siglo XVIII, incluso el Quattrocento, eran las facetas... pero la joya era el mundo que él había encontrado con ella, y estaba allí, en la capilla Brancacci.
Más abajo, en la calle, una tienda anunciaba un prestamista. Matt esquivó los carruajes y entró en la tienda, un espacio apenas lo bastante grande para que un hombre con un fez turco y una bata de brocado permaneciera acurrucado tras el mostrador, solo entre la miríada de artículos dispersos que cubrían las paredes y colgaban del techo. Matt se quitó el anillo del dedo, la primera vez que lo hacía desde que lo recibió, el día de su graduación en el instituto. Lo colocó con reparo en el tapete verde que había delante del hombre, quien lo miró sin mover un músculo. Antes de que pudiera tomar el anillo, una imagen borrosa de color marrón lo hizo desaparecer.
—Trae eso —ordenó el hombre del fez, alzando la cabeza hacia los elaborados remolinos en lo alto de un gabinete rococó.
Un mono con una chaquetilla corta y roja lanzó unos chillidos a modo de respuesta y agitó el anillo como si fuera un trofeo.
—¡Vamos, Faruk! —ladró el hombre—. ¿Has olvidado ya lo que le pasó a tu hermano?
Una respuesta aún más animada por parte del diminuto primate hizo oscilar salvajemente el borlón de su propio fez en miniatura.
El prestamista echó mano a un palo largo con punta de metal que tenía al lado. Antes de que pudiera tocarlo, el anillo volvió a aparecer en el tapete, y el mono siguió quejándose desde su asidero. El prestamista tomó el anillo, sus gruesos dedos sorprendentemente rápidos y ágiles, y lo examinó con una lupa.
—Plata —anunció, despectivo—, y mire esta piedra. Cristal tallado. Media pistola. ¿Qué estoy diciendo? Es demasiado.
—Lamento molestarlo —respondió Matt, tratando de recuperar el anillo.
El hombre retiró la mano.
—Permítame —murmuró, haciendo como que lo examinaba de nuevo—. La luz. Es tan fácil cometer un error, y mis ojos ya no son lo que eran —suspiró—. Seis.
—Doce —replicó Matt.
El hombre hizo el gesto de devolverlo pero lo sostuvo mientras Matt lo recogía, y sus dedos se encontraron en torno a las espirales de oro.
—Nueve —corrigió el prestamista—. Soy un idiota —añadió encogiéndose de hombros—. No debería regatear a esta hora del día. Siempre lo lamento.
—Necesito lo suficiente para ir a Florencia —dijo Matt.
—¡Cuatro, entonces! —exclamó el hombre con placer, y buscó bajo el mostrador. Depositó cuatro monedas de oro sobre el tapete verde—. Me roba usted —dijo cuando Matt se lo quedó mirando, pero añadió cinco monedas más—. Soy un idiota —repitió, quedándose con el anillo mientras Matt se llevaba las monedas, pero cuando la puerta se hubo cerrado, aún seguía frotándolo entre sus dedos.
Matt despertó cuando el carruaje se detuvo. Al bajar y desperezarse, pudo ver Florencia en el valle de abajo, el último brillo del crepúsculo iluminando el blanco casco listado del Duomo y convirtiendo al Arno en una vena de plata encajada en una pieza de mármol negro. Cuando bajaron el equipaje de los pasajeros que hacían la penúltima parada en San Miniato, Matt y los restantes viajeros volvieron a subir a la chirriante berlina, y el carruaje osciló bajo su peso como un barco sobrecargado. Al bajar la empinada pendiente pronto ganó velocidad; los caballos sentían ya el final de su viaje. De pronto pareció que la interminable semana había pasado en un suspiro. El carruaje se internó en las estrechas calles de la ciudad, y el trueno de los cascos y las ruedas se volvió casi ensordecedor al resonar en los altos edificios a cada lado mientras el conductor obligaba al tiro a adquirir un paso que había resultado lentísimo cuando estaban en campo abierto y que ahora parecía una velocidad de vértigo. Al pasar junto al río, Matt pudo contemplar las luces del Ponte Vecchio delante, los altos arcos de los Uffizi apenas visibles a la derecha.
—¡Alto! —exclamó Matt, y tomó el bastón con mango de oro del enjuto caballero que lo llevaba mirando desde que intercambiaron de carruaje para el último tramo del viaje dos días antes, asintiendo cada vez que Matt encontraba su mirada pero sin decir nada. Matt golpeó vigorosamente el techo hasta que el carruaje se detuvo.
—Che cosa fai? —dijo el conductor, pero Matt ya se había bajado, corriendo para encontrar al carruaje que acababa de ver cuando giraron hacia el Ponte Vecchio. Iba en dirección contraria, hacia el Palacio Pitti, todo iluminado colina arriba.
El gran patio abierto estaba abarrotado de carruajes que llegaban, esperaban a que hubieran bajado sus pasajeros, y se marchaban de nuevo. Matt se unió a la multitud que subía las escalinatas de entrada al palazzo, los rostros ocultos tras simples dominós negros o máscaras más elaboradas. Entre el grupo, en lo alto de las escaleras, Matt divisó al hombre que había visto en el carruaje al pasar el puente. Iba vestido con una gran capa azul, y el pelo plateado le caía suelto hasta los hombros. Klein. Mientras Matt se abría paso entre el gentío, su amigo desapareció dentro del palacio, con el hombre que acababa de saludarlo.
Matt subió corriendo las escaleras, pero una mano lo detuvo. Al volverse se encontró sujeto por un inmenso landsknecht, uno de los dos soldados que montaban guardia a cada lado de las grandes escaleras, vestidos de uniforme con chillonas calzas veteadas y mangas hinchadas, las corazas de acero pulido casi ocultas por las barbas blancas. El landsknecht apoyó contra la pared su espadón, tan alto como él, y sacó un dominó de la bolsa que llevaba a la cintura. Sin decir palabra, se lo tendió a Matt antes de volver a asumir su pose de estatua.
El salón de baile estaba ya lleno de invitados que se agrupaban en corros o paseaban por el enorme lugar, que tenía dos pisos de altura y que ocupaba todo el fondo de la primera planta del palazzo. En un extremo tocaba una orquesta; los festivos acordes del movimiento de la primavera de Las cuatro estaciones de Vivaldi resonaban por encima del murmullo de animadas conversaciones que inundaban la sala. Matt se internó entre la multitud, buscando la capa azul oscuro y el pelo plateado mientras el violinista, que había estado dirigiendo a la orquesta, se volvía hacia el público y se lanzaba a un solo. Klein no se veía por ninguna parte, ni en el salón de baile ni en la sala más pequeña donde muchos de los invitados se concentraban en la ruleta o jugaban a las cartas que servían unos hombres disfrazados de Pierrot y con máscaras blancas.
—Mille pistole —oyó decir Matt a un hombre con una máscara de leopardo, empujando un montón de monedas de oro. Un espectador, el sombrero de plumas debajo del brazo, inhaló una pizca de rapé, estornudó violentamente mientras la carta se deslizaba sobre el tapete.
Las altas puertas francesas estaban abiertas, los largos cortinajes dorados apenas se movían con la suave brisa que no podía aliviar el calor casi sofocante producido por las docenas de lámparas y altos candelabros que hacían que la habitación brillara como si fuese de día. Matt vio una sombra en uno de los balcones, negro sobre negro, plata contra la oscuridad.
—Una hermosa velada, ¿verdad? —preguntó Klein cuando Matt se acercó a él, la máscara colgándole de la mano mientras se inclinaba contra la vieja balaustrada de mármol.
—Johannes, ¿qué está ocurriendo? —preguntó Matt, quitándose el dominó.
—Creo que ya sabes la respuesta.
—Lo que sé es que el mundo se está desmoronando.
—Es la naturaleza de las cosas. La segunda ley de la termodinámica está clara: el desorden crece.
—Gracias —replicó Matt—. Es una gran ayuda.
Tras rebuscar en el interior de su chaleco de brocado, Klein sacó una moneda pequeña que arrojó a la oscuridad. El disco dorado trazó un largo arco y fue a caer con una salpicadura diminuta en la fuente tranquila. Una leve sonrisa acentuó las arrugas del rostro anguloso de Klein.
—Sabes mirar bajo la superficie de un cuadro —dijo Klein—, y ver las cosas que para los demás son invisibles. Pero eso es sólo la mitad de la ecuación. Si tienes ojos para ver y oídos para oír. ¿No se dice así? Hay que escuchar cómo miras. La música de las esferas o la teoría de cadenas, llámalo como quieras... hay un acorde que es la suma de todas las cosas. Una ola de posibilidad que cada uno de nosotros convierte en la música de nuestro propio mundo.
—El tono del lobo. ¿Te refieres a eso?
—En parte. Pero no confundas causa y efecto. Los músicos hablan de centrar la nota. Una nota puede estar afinada, pero no sonar de verdad. Cuando está centrada cobra vida. Todos los tonos suenan, todas las armonías. Se convierte en un acorde, brotando a partir de una sola nota, y dentro de un acorde puede encontrarse un infinito de música, si cambias la variable del tiempo. Un mundo entero, dentro de una sola nota.
—¿Pero eso qué significa?
—Nada —respondió Klein—. ¿Por qué tiene que significar algo?
—Ni siquiera estás intentando ayudarme. Klein se echó a reír.
—Sí, tienes razón. Estoy haciendo todo lo posible por interponerme en tu camino.
—¿Dónde está Anna?
—No lo sé. No soy el hombre de las respuestas. La armonía concreta de tu mundo es algo que sólo tú puedes encontrar. Es tu acorde, no el mío. Tienes que desarrollarlo —dijo sonriendo—. Parece que ha pasado tanto tiempo que casi había olvidado cómo es. No te preocupes, llegarás allí.
—¿Cómo?
—Creo que también conoces la respuesta a eso. ¿Qué fue lo que te trajo a Florencia? No fui yo.
No, advirtió Matt, no había sido él. En todo el trayecto desde Praga no había pensado en Klein ni una sola vez. Simplemente reconoció a su amigo al pasar en el carruaje, pero iba camino a la iglesia del Carmine. Y era allí donde quería estar ahora. Pero antes de ir deseaba saber una cosa.
—¿Por qué haces todo esto?
—¿Yo? —preguntó Klein, sorprendido—. No me mires a mí, mírate a ti mismo. Tú eres lo que te hizo venir de allí aquí. Tú y sólo tú. Cada paso en el camino te presentó una ola de posibilidad, pero fuiste tú quien le dio un curso concreto de acción. Fue tu elección, siempre —suspiró—. Pero tienes razón. Intervine. ¿Por qué? Bueno, tengo que admitir que como científico encuentro la situación inmensamente atractiva. Pero fue más que eso. Podríamos llamarlo «las reglas del camino»: un viajero siempre echa una mano. En realidad no había mucho que yo pudiera hacer. Dadas las circunstancias, era mi obligación. Y he de añadir que además fue un placer.
—Adiós —dijo Matt, tendiéndole la mano—. Y gracias. 
—Mucha suerte, amigo.
26
Nada más entrar en la iglesia, Matt notó la profunda quietud, la sensación de tranquilidad, de atemporalidad, tan familiar como si acabara de estar allí. Pero algo era diferente, algo esencial había cambiado. La sensación del lugar era la misma, el sentido del espacio, y las piedras que pavimentaban el suelo, pero el olor era distinto. La dulce mezcla de incienso, flores y cera de velas había dado paso al olor más agudo del humo y la piedra recién tallada y la madera nueva. Era el fuego, recordó, recordándose a sí mismo cuándo, no dónde estaba. La iglesia se había quemado hacía unos pocos años, en 1771, un incendio que casi la destruyó por completo. Sólo había sobrevivido la capilla Brancacci, aunque la pintura había sido afectada irremediablemente por el calor. Pero ¿había sobrevivido?
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