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Authors: James McKean

Tags: #Fiction, #Literary

Quattrocento (29 page)

BOOK: Quattrocento
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Kalil tenía razón, pensó Matt mientras bajaba la cuesta, rodeado de oscuridad. Había empleado todo su tiempo y todas sus energías pensando en cómo regresar. Su mente no podía dejar de ir de ahora a entonces. ¿Pero no era eso exactamente lo que Kalil le había dicho que no hiciera? No había ningún ahora ni ningún entonces. Había un mundo al que pertenecía, pero no estaba en el pasado. Caminaba junto a él ahora mismo, si pudiera verlo. Se sintió lleno de una ansiedad casi magnética por su intensidad, una ansiedad que tiraba de cada átomo de su ser como si lo reuniera y lo disolviera en el aire invisible.
El tiempo era una variable, pensó Matt, pero no era todo lo que importaba. Si lo hacía, entonces éste era el mejor lugar donde estar. Praga de noche, con calles que no habían cambiado desde que fueron construidas hacía siglos, era una ciudad fuera del tiempo. El presente se retiraba tan silencioso como la marea, revelando la costa olvidada que yacía bajo la luz reflejada del día donde perduraba el pasado, invisible. Cruzó el río a la pálida luz de la luna, casi llena, el puente de Charles al norte bañado de luces amarillas como un decorado. En su deambular por la ciudad había atravesado todas las épocas, desde la medieval a la barroca, pero ninguna de ellas había tirado de él como lo había hecho el studiolo, o el retrato, o ahora, con abrumador poder, Anna y el Quattrocento.
Matt levantó la cabeza, las manos en los bolsillos. Sin pensarlo, había regresado a la tranquila calle a la que lo habían enviado durante el día. Klein, pensó; estoy perdido. Todo esto pasa por tu culpa. ¿Por qué? ¿Dónde estás? Al considerar sus opciones, advirtió que habían quedado reducidas a ninguna. No podía permitir que esto llegara a un callejón sin salida, porque no le quedaba ningún otro lugar al que ir. ¿Cuál era el paso siguiente? Pensó en Klein y en los pájaros cuánticos, cómo el arco estaba compuesto por una serie de pasos, cada uno separado e inextricablemente ligado al anterior y al siguiente, formando una única línea ininterrumpida y graciosa que ascendía al cielo.
Matt subió con un gruñido, de un salto, hasta descansar en las planchas de madera del andamio para recuperar el aliento. El resto fue fácil, y pronto estuvo en el piso superior. Todas las ventanas estaban bien cerradas. Sin pensarlo ni un segundo más ahora que estaba decidido, unió las manos y usó el codo de ariete. Un fuerte golpe, y el cristal se agrietó; con otro golpe, más suave, los añicos cayeron dentro, y pudo meter la mano y abrir la ventana. Pasar de restaurar un cuadro al escalo, no era precisamente la carrera que habría imaginado en circunstancias normales, pensó mientras entraba en la oficina y permanecía sin moverse, escuchando. Pero éstas no eran circunstancias normales. ¿Volverían a serlo alguna vez?
Aunque comprobó que estaba solo, no se atrevió a encender ninguna luz. Se abrió paso en la oscuridad y salió por la puerta como un sumergible que explora un barco hundido. Un pasillo lo condujo al gran espacio abierto de la sala de recepción, donde las ventanas brillaban con la luz de la luna, proyectando un pálido brillo en el silencioso interior. Matt vio los lirios en el jarrón, junto a la entrada. Se acercó hasta las flores y las sacó, sosteniéndolas con cuidado para que el agua que goteaba de los largos tallos cayera dentro del jarrón, y palpó con la mano libre. Sacó una fina vara de cristal y luego la dejó caer, para que chocara contra el lado del jarrón, antes de volver a poner las flores.
El índice de refracción, recordó que había mencionado Klein. Eso fue el primer día, cuando trajo el cuadro. Matt había estado hablando de esmaltes, y cómo el aceite de castaño tenía un índice de refracción superior y permitía que algunos pigmentos desaparecieran y se convirtieran en color puro. Igual que el cristal desaparece en el agua, había dicho Klein. Desaparecer. Encuentra el mundo adecuado y conviértete en parte de él. ¿Fue eso lo que Klein le estaba diciendo? ¿Era ése el mensaje? Tenía que serlo; nunca se le habría ocurrido mirar, si no hubiera sido por el jarrón del hospital, y Klein se lo había enviado. ¿Pero por qué?
Y por qué no. Esa era la verdadera pregunta, advirtió Matt, la pregunta que había estado evitando durante tanto tiempo. Desde que había despertado en el hospital. Había encontrado su mundo, pero luego lo había perdido. Había estado allí y ahora no estaba. ¿Por qué no? ¿Puede explicarse y comprenderse plenamente la pena? Matt pensó en Masaccio, y en los dibujos que Anna le había mostrado. El ángel con la espada, las dos figuras expulsadas del Paraíso. Comprendían demasiado bien, pensó. Por eso fueron obligados a marcharse: habían sacrificado la inocencia por el conocimiento. Yo también fui expulsado, pensó, sintiendo de nuevo la mano de Leandro apretándole el cuello, y el sonido creciente del tono del lobo. Pero ahora, en las sombras de la luna a un mundo de distancia de donde había empezado e igual de lejos del mundo donde quería estar, era el momento de la verdad. Y la verdad, lo sabía, era que nunca formaría parte plenamente de ese mundo que había encontrado, pues nunca había formado parte por completo del mundo del que procedía. Ellos habían ganado el conocimiento que les hizo perder su mundo. Él nunca había renunciado al suyo.
Una parte de ello era cómo había llegado allí, pensó Matt. Había buscado refugio en el studiolo. Había estado huyendo. Pero un refugio nunca podría ser un mundo, y si quería desaparecer como un cristal en el agua, tendría que convertirse en parte de ese mundo, no ocultarse en él. No por miedo o por ansia, sino porque no había otro lugar para estar. El conocimiento no ayudaría, pensar era un callejón sin salida. No hay conocimiento, sólo conversión, pensó. Eso era el tono del lobo, lo irracional que estaba presente, una parte esencial de cada mundo, el detalle que de un modo extraño le daba significado. Era lo irreconciliable que debe ser reconciliado.
Matt continuó pasillo abajo en la dirección de la que había salido el hombre aquella tarde, y se detuvo en la puerta del penúltimo despacho. Era distinto a los demás, con la misma ventana y la misma mesa, pero no había ningún ordenador, ningún archivador, ningún teléfono ni organizador con clips y bolígrafos y fotografías de la familia. Una carpeta de papel secante, con bordes de cuero rojo, una sola pluma en un bloque de mármol, una lámpara cubista, un libro pequeño: el decorado era escaso y frugal, como el apartamento de Klein. No había cajones que registrar, ni siquiera un estante de libros, así que se sentó ante la mesa, preguntándose qué hacer a continuación.
El problema no era la falta de opciones, sino que había demasiadas. Había que explorar y registrar en la oscuridad todo un conjunto de despachos, y luego volver a ponerlo todo en su sitio. Ya eran más de las nueve, según el reloj de la mesa, las manecillas como sombras a la luz de la luna. Eso le daba ocho horas de tiempo, como máximo. Tomó el libro que tenía al lado y lo abrió. Había entradas en cada página, con la misma letra pero con diversas tintas, desde el negro retorcido de una vieja pluma a un rotulador azul. Lo alzó para ponerlo directamente ante la luz de la luna y fue pasando páginas. Del 4 al 12 de septiembre aparecía la misma entrada, Kitthyhawk. En el 8 también ponía París, en la parte inferior de la página. Copenhague, Londres, otra vez París, y luego Nueva York varios días de enero, y de nuevo en marzo y abril. Cada día una ciudad diferente, a menudo dos o tres en la misma fecha. También había nombres detrás de algunos lugares: Rutherford, Helmholz, Atget, Bohr, Montgolfier, Lavoisier, Seurat, Turner, Vespucci.
Matt comprobó la portada para averiguar de qué año era el libro, pero no había ninguna fecha, ni tampoco páginas de guardas ni de títulos. Berlín, Sao Paulo, Londres, todo en la misma fecha. Tokio y Siena, ambos el 29 de febrero. Era un libro de horas, advirtió Matt, toda una vida de descubrimiento y exploración, reunida en un único viaje alrededor del sol. Siguió hojeando. Un nombre le llamó la atención, y se detuvo. Noviembre. ¿Cuál era la fecha en que conoció a Klein? Ahora la sabía. El 15. Allí estaba, en negro: NY MMA, Matt O'Brien. Siguió buscando. Praga figuraba varias veces. Después de una anotación de la ciudad el 21 de octubre, Klein había escrito los nombres de Mozart, Da Ponte y Casanova, y debajo Don Giovanni, Stavovske Divadlo, 8:30. Pasó con curiosidad a la fecha actual. Praga y Don Giovanni de nuevo, y el mismo teatro y la misma hora. Pero en vez de los otros nombres, Mozart y Da Ponte y Casanova, aparecía una vez más el suyo propio: Matt O'Brien.
25
Cuando Matt entró en el vestíbulo desierto del teatro, podía oírse la voz de la soprano, filtrada a través de las puertas del auditorio. La taquilla estaba cerrada con una cortina corrida tras la ventanilla. Era después del intermedio; la ópera ya andaba por el segundo acto. Se abrió una de las puertas, sostenida por un ujier, y una pareja salió rápidamente, la mujer colocándose un pañuelo Hermes sobre los hombros bronceados en tanto que su marido, un hombre corpulento y colorado, con botas de piel de serpiente, la conducía por el codo.
—... como lo que hay en el Met —decía con acusado acento tejano—. Sólo se ve lo que tienes delante.
Al ver el apuro de Matt, con una rápida mirada, metió la mano en el bolsillo de su chaqueta verde.
—¿Necesita esto? —preguntó, mostrándole el resguardo de la entrada.
—Gracias —respondió Matt, sin sorprenderse de que el hombre hubiera asumido que era norteamericano. A juzgar por lo que había oído durante todo el día, era más que probable que cualquiera con el que hablase fuera norteamericano, incluyendo los mendigos y los músicos callejeros.
—Tenemos que darnos prisa. Espero conservar fresco el italiano. No hay subtítulos, ni siquiera sobre el escenario —dijo el hombre, empujando a su esposa.
El ujier lo saludó al entrar y, tras consultar la entrada, indicó a Matt las escaleras. Tras subir un corto tramo que desembocó en una serie de puertas en un pasillo curvo, se encontró con que el palco estaba vacío, así que se sentó en una de las sillas de terciopelo que apuntaban al escenario. Absortos en el drama, nadie de los palcos contiguos lo miró siquiera. La iluminación daba al fondo pintado del largo comedor el tono fantasioso de una cena íntima, como si el público estuviera sentado a un extremo de la mesa con el libertino Don Giovanni en el otro. Bromeaba con su criado, Leporello, disfrutando del festín mientras una banda de música los entretenía.
Los músicos apenas podían verse en el diminuto foso, pero los botones de plata de sus chaquetas parpadeaban como monedas. El teatro era pequeño, un joyero de arabescos dorados contra un rico verde oliva. Cuatro anillos de balcones se alzaban como terrazas de un pastel hasta una cúpula decorada con motivos clásicos, invisibles en la oscuridad. Matt escrutó al público, casi perdido en las sombras reflejadas de las luces del escenario, barriendo con los ojos las filas de palcos que tenía enfrente. Se detuvo al ver a una mujer concentrada en la ópera, sobre su hombro la mano de un hombre que estaba de pie tras ella, oculto en las sombras. El pelo recogido en un moño, con rizos en las sienes. Llevaba un vestido azul oscuro, que con la escasa luz parecía casi negro. La inclinación de su cabeza, el aire de atento reposo mientras escuchaba...
—¡Anna! —llamó Matt, poniéndose en pie, apoyado en el balcón. Su grito fue apagado por el chillido de terror de la amante de Don Giovanni mientras salía corriendo del escenario. Un tremendo acorde brotó de la orquesta, un rugido en masa de cuerdas y tubas y tímpanos que resonó en la sala.
—Don Giovanni —entonó un profundo bajo, insistente y abrumador. Ahogado por la música, Matt se aferró a la baranda mientras el corregidor, alto y gris como la muerte, aparecía contra un fondo de negro invernal.
—Don Giovanni —ordenó de nuevo la impresionante figura. Volvió a sonar la música; su oscura cadencia inundó a Matt, hundiéndose en su interior hasta que vibró en sus huesos. Anna seguía allí, débilmente entrevista en la oscuridad al otro lado de la sala. Pero lo estaba mirando, había oído su voz.
—¡Espera! —llamó Matt, pero la música tronó de nuevo.
Se agarró a la baranda mientras bajaba de tono, reduciéndose al entrecortado desacorde del tono del lobo. Hizo acopio de fuerzas y corrió a la puerta. Tenía que llegar junto a Anna. Y Klein; sabía que Klein estaba con ella. Salió del palco y recorrió el pasillo, la música resonando en las paredes y en el suelo, hundiéndose en él desde todas partes mientras crecía incontenible. El pasillo era interminable, las puertas se curvaban ante él mientras avanzaba. Aferrándose a la conciencia contra el pulso gravitatorio de la oscuridad, abrió la puerta, esperando que fuera la correcta. La música se apagó mientras entraba en el palco, dejando un silencio como después del tremendo estruendo de un trueno.
El palco estaba vacío, el teatro negro como boca de lobo, silencioso. Avanzó hacia la nada. Tropezó con las sillas, aún cálidas, y luego contra la barandilla. Más allá, en la negrura, podía sentir la boca abierta del vacío. Se agarró a la barandilla, aguzando los sentidos en la oscuridad pero sin encontrar nada. El teatro mismo podía haber desaparecido y él podía encontrarse en el borde del mundo, sin nada más que una barandilla y un trocito de alfombra bajo los pies.
Matt se dio la vuelta y salió del palco, súbitamente consciente de que había tela en torno a su cuello, la sensación de un desagradable recordatorio de una mano aferrada a su garganta, obligándolo a ponerse de puntillas. El pasillo desierto estaba repleto del calor y el olor a cera de cientos de velas en los hachones y candelabros, sus llamas inmóviles en el aire quieto. Tambaleándose, como si la cubierta de un barco cayera bajo sus pies, cruzó el pasillo hasta llegar a un espejo.
Alrededor de su cuello había un pañuelo blanco, atado en un amplio lazo, metido por dentro de las solapas de un largo chaleco blanco de doble pecho. Encima llevaba un largo abrigo negro, con un cuello vuelto detrás y anchas solapas. Sus polainas de color crema estaban abotonadas y metidas por dentro de altas botas de cuero.
Matt bajó la amplia escalera hasta el vestíbulo y luego recorrió las escalinatas del teatro. Se detuvo bruscamente al ver la muchedumbre que paseaba por la acera. Bajo las luces de las farolas había hombres con pelucas empolvadas y tricornios. Vestidos con casacas de brillantes colores y polainas, escoltaban a mujeres de anchas faldas que ocupaban la mitad de la estrecha acera. El estrépito de cascos y ruedas de hierro resonaba sobre el empedrado, y le asaltó el hedor amoniacal de las heces y el sudor mientras bajaba los escalones del teatro. ¿Por dónde? Derecha o izquierda, no tenía ni idea de adónde podría haber ido Anna.
BOOK: Quattrocento
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