Qui Pro Quo (10 page)

Read Qui Pro Quo Online

Authors: Gesualdo Bufalino

BOOK: Qui Pro Quo
12.51Mb size Format: txt, pdf, ePub

(Carlos Mensa: La visita)

Uno, Valdemaro, se me quedó para siempre grabado en los ojos. ,,¡Todos los ojos sobre mí!», dijo exactamente en voz bajísima, y mientras tanto intercambiaba los cubiletes con tan veloz locura de las manos como para hacerme creer que el universo entero era una infinita boîte à surprise, donde muchachas y palomas, espadas y rayos de sol se intercambiaban a cada instante los nombres y los papeles.

"Señor mago», le supliqué después del espectáculo, tirándole de la chaqueta, enséñeme, se lo suplico.» Se limitó a arrojarme un puñado de caramelos que en el aire se convirtieron al instante en una lluvia de pañuelos multicolores... .

"Todas las miradas sobre mí», les digo ahora, aunque del juego que voy a realizar no saldrán leticias sino llantos, horror y una antipática pero inevitable incriminación.

En primer lugar. examinen la plica presente, entregada por mí al escultor Soddu con toda solemnidad, a las 4 de la tarde del día catorce de agosto, como él mismo podrá confirmarles en la plenitud de su candor.

Se les revelerá el fácil acceso, en lo que respecta a la envoltura; mientras que si quieren explorar el sobre interior, tendrán que destruir sus sellos ...

Amos se interrumpió para beber. Y Dafne aprovechó para preguntar:

—Yo comienzo a sentirme confusa. ¿Qué envoltura?

Yo aquí sólo veo una ostra sin concha.

—La concha ha sido robada, ¿recuerda? —se impacientó Curro-o. Claro que el muerto no podía saberlo por adelantado ...

Pero Amos volvía a estar en la tribuna.

¿Por qué subrayo esto? Porque anteriormente he procedido de manera diferente, utilizando para cerrar la primera plica un poco de saliva y nada más.

¿Les sorprende? ¿Creen que lo recuerdo al revés? No, es como les digo: ningún sello, sólo un poco de saliva ... Actuando así, estimulaba al depositario a violar el sobre sin esperar mi muerte; pero le tendía al mismo tiempo una trampa ...

En la esperanza de que el indiscreto, encontrando mencionados en la carta unos sellos inexistentes y observando la discrepancia, se convenciera de un descuido mío y procediera a corregirlo con sus manos. ¡Escrúpulo hipercorrector, imprudente prudencia que hoy le desenmascara de modo luminoso y demuestra la manipulación ... !

Pero ¿sucederá todo esto? ¿Se cerrará el cepo? ¿Sabrá la aparente virginidad del estuche afirmarles por paradoja la certidumbre del estupro por él sufrido?

Yo no puedo saberlo, pero profetizo que sí. Conozco a mi hombre de memoria.

Con mis jugadas de ajedrecista ciego ya sé que le venceré. Ya sé que el abogado Belmondo —ha llegado el momento de dar su nombre—, como entremés del futuro delito, cometerá el error de cerrar con llave lo que cerrado no estaba, convencido de llevar a buen puerto un plan excelente: feroz, lúcido, sencillo. Con un único lunar: que no es suyo sino mío. Soy yo quien se lo presta, se lo impone, se lo sirve en el plato. Así como soy yo quien hoy lo airea ...

En resumen, así es como me imagino la escena: con un poco de vapor de agua, Apollonio Belmondo se apodera de mis papeles y se entera en ellos de tres cosas: estoy enfermo y ansioso por morir; espero procurarme esa muerte utilizando a mi cuñado o a mi mujer, y así entregar los a una gravísima pena; el documento en su mano, mientras denuncia a los responsables de esa muerte, es una bicoca para cualquier asesino suplente.

Como en un espejo leo sus pensamientos, veo sus actos: se ríe de mí, que he tendido una trampa tan extravagante; estima que ni mi mujer ni Ghigo, ambos de corazón perezoso, serán jamás capaces de gestos crueles; está tentado de dejar que la naturaleza siga su curso, ahora que me sabe afligido de un mal incurable; pero le aterroriza la perspectiva de que yo llegue a tiempo de separarme de Cipriana por su culpa (poseo clamorosas pruebas y él lo sabe) y de que una miserable retribución sustituya la esperada herencia ... Entonces decide actuar en primera persona, seguro de que la carta de acusación que está en sus manos descargará sobre Ghigo la culpa. Cuenta así, en virtud de su vínculo con Cipriana, con apoderarse de mis bienes y utilizarlos, aunque sólo sea para pagar sus propias deudas, liberándose al mismo tiempo de un competidor nocivo al enviarlo directamente a la cárcel. El objetivo último es convertirse en dueño único de la empresa, después de haber disuelto el vínculo conyugal y haberse casado de nuevo con la viuda alegre...

Con mis jugadas de ajedrecista ciego ya sé que le venceré.

(Topor)

Agredido con tan duras palabras, Belmondo no supo resistir y se levantó ruidosamente, haciendo caer la silla, y por un momento titubeó. Amos leía frente a él, y para arrancarle de la mano las hojas acusatorias, como era su evidente intención, habría tenido que dar una laboriosa vuelta completa a la mesa. Eligió el camino más breve y trivial, se encaramó a ella, intentando alcanzar el blanco reptando sobre el vientre. No pudo, viejos reumas lo frenaron a medio camino, donde quedó boca abajo, mugiendo incomprensibles proposiciones. Una penosa y cómica escena. Hizo falta la ayuda de Dios y su madre para que volviera a sus cabales, de nuevo sentado, lívido, con la cabeza entre las manos. Pero Soddu, olímpicamente, continuó:

'"con la viuda alegre. Esto piensa o por lo menos yo pienso que ha pensado.

Porque, si las cosas tuvieran que ser de otra manera, si la carpeta número uno hubiera sido exhibida en la originaria y cómoda confección, bien, habré cometido un fiasco y merecido cometerlo.

Si, por el contrario, la han visto sellada con hermosos sellos de lacre rojo (el mismo que se encuentra en un cajón del escritorio de Belmondo ... ), tendrán prueba decisiva de la infracción. ¿ Y por parte de quién sino de quien la ha recibido en custodia? ¿ y por qué motivo sino el de hacemos creer que lo ignora todo? ¿ Y qué otro objetivo se habría fijado, al actuar así ocultamente, sino promoverse ejecutor vicario del homicidio?

Arréstenlo, pues, pónganle las esposas y háganle daño.

En este momento se preguntarán por qué me comporto así, qué sentido tiene esta ingeniosa locura mía. Me sentiría tentado de mantenerlo todo en la duda, pero como editor y lector antiguo de novelas policíacas siento que fallaría a una obligación mía. Me explico, pues, en la esperanza de que, explicándome a ustedes, pueda explicarme un poco a mí mismo. Ya he hablado del mal incurable que me lleva a morir. Ya he dicho qué excelente me parece la muerte, procurada por un enemigo que pague su tributo con una bellísima cadena perpetua. Pues bien, es el momento de decirles que para este papel de verdugo no es Ghigo el que me conviene. Ghigo es de mente activa pero tímido corazón. Un desesperado, al fin y al cabo, que yo soporto mal pero siento de mi raza. Como a mí, él prefiere sufrir que hacer sufrir ...

No, no es él el enemigo que me embelesa como chivo expiatorio. Es, por el contrario, un mediocre: es Apollonio Belmondo. El único que mi mujer, mi caníbal mujer, entre sus muchos inocuos y pasajeros amantes, lleva en la carne y en el corazón; el único del cual yo estoy furiosamente, mortalmente celoso. Sí, celoso, ya que —sonrían, por favor, rían—, sea lo que sea lo que yo les haya hecho creer antes, amo a mi mujer, siempre la he amado. Yo, Medardo el magnífico, yo, le cocu magnifique, desde este puñado de polvo obtuso en que me he convertido, te lo sigo gritando, ¡oh, Cipriana: te amo! Y me gustaría que recordaras un instante, mientras me escuchas, que también tú me amaste en un tiempo, en alguna de nuestras horas felices: aquella medianoche en Capo Mulini, cuando nos bañamos desnudos y la luna parecía untarte el cuerpo con un aceite de perlas fundidas ... , aquella mañana de hotel (¿en Zurich?, ¿en Ginebra?), extenuados en una cama, cuando el primer sol te invadió los cabellos y me quisiste aún los labios sobre los ojos ... ¡Me sigo conmoviendo, ay! Pero más ayes para ti, Apollonio, que me la has robado. Guiado por mi mano, me has hecho reventar, y amén. Con el empujón de mi mano, revienta tú a tu vez, ¡y para siempre!

El difunto Medardo

Aquila VºBº

P.S. ¡Y ahora disfrútenlo ustedes, este siglo XXI!

VIII. INOLVIDABLE VELADA DE UNA SOLTERONA

La revuelta fue general. A excepción de Belmondo, a quien el
exploit
anterior había quitado toda fuerza, los demás protestaban, gritaban sin entenderse, y parecía que estábamos en un palco de Parma, cuando el barítono suelta un gallo. En cuanto a mí, no era la sorpresa lo que prevalecía en mi ánimo, frente a esta segunda y presumiblemente definitiva verdad. Era más bien una especie de personal rencor y de desilusión respecto al difunto, cuya cautivadora imagen había sido sustituida en las últimas horas por el simulacro de un triste titiritero, entregado a burlarse de todos, pero, me parecía, en especial de mí. Fueran verídicas o falaces sus elucubraciones adicionales, me provocaban una sensación de mareo al sentirme una vez más reclamo, con todos los hilos en sus manos ...

«¡Payaso!», volví a reprenderle para mis adentros. «¡Querido payaso!», me corregí inmediatamente, pensando en aquel «ese» en lugar de «este» con que había terminado la carta. ¡Qué lejanía sarcástica, qué neutra toma de distancia de la vida y de todos nosotros ! Debía de sentirse con la soga al cuello, concluí, después de haber repasado mentalmente la diferencia entre uno y otro adjetivo demostrativo... Mientras tanto buscaba con la mirada a Curro.

Lo tenía, como creo haber dicho ya, exactamente enfrente, así que fui la primera en descubrirle en las pupilas una doble luz giratoria, como de dos Círculos de fuegos artificiales en la fiesta del santo patrono. Me pareció un centelleo de risa, aunque oculto detrás de una jeta de piedra. Sin embargo, para acallar el tumulto, tuvo que golpear la mesa con los puños, no sin antes haberse arremangado, impedido como se hallaba por la exuberancia de la tela. Después comenzó a razonar, pero más para sí que dirigiéndose a los reunidos.

—No es un testamento, pues, como alguien temía, sino una segunda denuncia. Y debo decir que sí, me cabrea tanto como a ustedes este difunto impenitente que se entromete en las investigaciones y cada vez las hace recomenzar de nuevo, como en una fastidiosa caza del tesoro. Sin embargo, yo estoy aquí para descubrir la verdad, si es que existe, y no puedo, exactamente no puedo, prescindir de los razonamientos que nos propone. También porque debajo de la mala leche de su verborrea corre una lógica rica, cada uno de sus circunloquios culmina en una imputación verosímil. La historia del primer documento, por ejemplo ... Él jura haberlo entregado a Belmondo en una envoltura normal, navideña, empaquetado como para un regalo. Nosotros, en cambio, para poder explorar el interior, hemos tenido que expugnarlo, porque casi ha hecho falta la llama oxhídrica. Moraleja: alguien antes que nosotros lo ha abierto y cerrado, incluso cerrado en exceso, por un anacrónico perfeccionismo, denunciándose con ello.

Aquí hizo una pausa, encendió un cigarrillo contraviniendo su propio desafío de pocas horas antes y se permitió fumarlo en silencio. Demasiado absorto para fijarse en la ceniza que, no sacudida, crecía en precario equilibrio en la punta y que yo miraba hechizada. Hasta que un leve gesto derribó el pináculo y lo esparció en forma de abanico por los pantalones. Se percató, quizá se enfadó un poco, pero volviéndose de repente a Belmondo:

—¿Qué me dice, abogado, de esta plica? ¿Qué me dice al respecto?

—Es verdad —admitió en voz baja Apollonio, que se había tranquilizado un poco—, yo lo he despegado y cerrado. Pero, aparte de esa inconveniencia, no he cometido ningún delito.

—¿Ah, sí? —le soltó en el morro Ghigo, que imaginándose absuelto por la nueva declaración había pasado del miedo a la exultancia y de la exultancia estaba retornando a la jactancia originaria-o. ¿Acaso no es ya un delito haber conocido de antemano la telaraña en la que quería atraparme y no haber dicho nada?

Curro se puso serio, imprimió una fuerza seca a su mirada.

—Touché,
abogado,
touché.
No es grave si usted hubiese pecado sólo de curiosidad indebida. Lo malo es que ha guardado la
notitia criminis
debajo de la lengua. No sólo eso: sino que, adecuando la envoltura deshecha a las declaraciones póstumas del escribiente, ha valorizado intencionadamente las acusaciones.

Other books

The Phantom Limb by William Sleator, Ann Monticone
When I Crossed No-Bob by Margaret McMullan
El monstruo subatómico by Isaac Asimov
From the Cradle by Louise Voss, Mark Edwards
Reading the Ceiling by Dayo Forster
A Taste of Liberty: Task Force 125 Book 2 by Lisa Pietsch, Kendra Egert
The Burying Ground by Janet Kellough
Enter the Saint by Leslie Charteris
We Are the Goldens by Dana Reinhardt