Qui Pro Quo (6 page)

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Authors: Gesualdo Bufalino

BOOK: Qui Pro Quo
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Me quedo un poco picada, a mí me parecía haber descubierto las Américas.

Él lee en silencio, intenta desde la otra punta del hilo consolarme pedagógicamente.

—Mira, el cambio de persona es la esencia no sólo de cualquier
pochade
sino de cualquier enigma que se precie. Comenzando por la creación, que nadie me quitará de la cabeza que ha sido fruto de un colosal malentendido, de una apocalíptica equivocación ... Para terminar con los más nimios «lo uno por lo otro», que presenciamos cada día y que muchas veces interpretamos al revés. ¡Si supieras cuántos molinos, vistos de cerca, son realmente gigantes; cuántas luciérnagas son realmente linternas!

Cuando divaga así me encanta, es una de mis debilidades. No me atrevo ni a respirar por miedo a que vuelva a una prosa más banal.

Desgraciadamente, sucede casi al instante. —¿Qué pasa por ahí? —me pregunta.

—Todo bien —contesto. y él:

—Salvo la comunicación, te oigo con cuentagotas.

Debe haber una interferencia. Prueba a desplazarte de la ventana a la cama.

Me desplazo.

—Ahora sí que te oigo. Alto y claro. Pero, por favor, léeme los resultados hasta ahora.

Yo leo y él:

—Okey. Corto y cierro. Hasta luego.

9.30: Aparecen, casi al mismo tiempo, en los umbrales de sus viviendas respectivas las tres damas de anoche, las tres heroínas del episodio pugilístico y, lo que son las cosas, se reúnen, charlan con gestos de aparente cordialidad, se confabulan juntas, ¡las tres solas, a esta hora! ¡Oh, gran bondad de las damas antiguas ... ! Sospecho que quieren reconciliarse alejadas de cualquier oído enemigo, y repartirse, olvidada toda acrimonia bélica, las zonas de influencia y las presas masculinas ... «Como en Yalta» , me digo, «salvo que ellas son tres, Apollonio y Medardo son dos ... También es cierto, sin embargo, que en su momento Berlín no estuvo dividida entre tres sino entre cuatro ... »

9.37: Sube apresuradamente a la rotonda Ghigo, lleva en la mano una bolsa y parece ensimismado en sus pensamientos. Me entra, al verle, una sensación de piel de gallina: como por un trozo de chicle debajo del zapato o un crujido del velo del sombrero contra los cabellos ...

9.39: El teléfono se deja oír por tercera vez. —¿Bien?

Le informo. Entoncés él:

—Con tu libro estoy en las postrimerías. Espero a ver cómo te juegas el final.

Por el final es como se juzgan los libros policíacos, de igual modo que a las mujeres se las juzga por el perfil.

El sonido se apaga, al cabo de un gorgoteo retorna:

—De nuevo ese ruido. Muévete otra vez. Obedezco, está satisfecho.

—Okey. Regresa a la ventana. Dentro de hora y media nos vemos en el sitio de siempre. Habré terminado de leer y te diré.

Dentro de hora y media ... El corazón me retumba. ¡Oh, si decidiera seguir manteniendo con vida la editorial, aunque sólo fuera un poco; el tiempo suficiente para dar mi libro a la imprenta! Si esto fuera el principio de ... , no me atrevo a seguir, sino que me entrego con el más dócil empeño a la vigilancia.

9.45: El conciliábulo se ha disuelto. Matilde y Cipriana vuelven a casa, Lidia sube hacia mí, pasa a mi lado sin verme, dirigiéndose, me parece entender, al
solarium
de arriba de la explanada, detrás del belvedere. Va vestida con dos capas de maquillaje, ocho centímetros cuadrados escasos de tela, cinco anillos más cinco en los dedos; musita para sus adentros, lleva en la mano una colchoneta hinchable, un montón de cremas, frascos, peines, esponjas ... , ya no la veo bajar.

9.50: Aquí se contempla a Cipriana mirar entre las hojas de la puerta de su casa, en espera de no sé quién. O, mejor dicho, lo sé, al ver a Belmondo que a su vez se le acerca, saliendo como un muñeco de una caja con muelles.

Charlan en voz baja, parecen sin embargo discutir.

De repente se separan violentamente, en el momento en que se oye batir una persiana de la morada vecina, que es la del propio abogado. De ahí no se asoma nadie, de todos modos, y menos que nadie Matilde.

9.57: Don Giuliano aparece, en un traje de baño antiquísimo, que hace pensar en un ciclista de los años treinta, Learco Guerra o Di Paco. De todos modos sus cuarenta años de músculos serpentean deportivamente debajo de la piel de gamba cocida.

Pienso mal al verle alejarse a grandes pasos por la costa, hacia la Punta di Mezzo.

10.20: Belmondo pasa delante de mí con ojos de perro de caza. Me da tiempo a ocultarme detrás de las cortinas, prefiero que no me vea haciendo de espía. Quién sabe lo que le lleva al belvedere, jamás he imaginado que un paisaje pueda interesarle.

10.30: Prosigue la peregrinación. Primero Cipriana, después Matilde, las dos preparadas para el sol. Buen provecho.

11.05: Abandono y bajo al jardín. Por esta mañana mi guardia ha terminado, mi archivo rebosa de datos, banales menudencias que sin embargo, de repente, se me antojan como el polvillo inexorable que el cedazo del tiempo va esparciendo por el aire y aproxima, instante a instante, la molienda final. ..

Abajo, en el jardín, Medardo estaba sentado en el trono y esperaba, sosteniendo entre el pulgar y el índice la penúltima página de mi novela. En cuanto me descubrió, se movió un poco como para tomar impulso, y después dijo con una mueca en los labios:

Abandono y bajo al jardín ...

(
Remedios Varo
)

—Ya te lo he dicho, necesitas un amante. Posiblemente un amante tonto. Son relajantes los tontos. —y ante mis rubores y mudas protestas—: Disculpa, pero se comprende, al leerte, que escribes para remediar con la escritura una falta de amor.

—¡Qué dice! —tuve la fuerza de murmurar.

Y él:

—Todavía no he leído la última página, pero ya sé, ya adivino que el culpable no es una mujer. Tú buscas en el asesino sólo un macho al que someter. A falta de uno de carne y hueso ...

Debió de notarme la cólera en el rostro.

—Como si no hubiera dicho nada, discúlpame —rectificó—. Por otra parte, ahí está la fuerza del libro.

Ofendida, no admitiendo en lo más mínimo que tuviera razón, seguí en silencio. Entonces él:

—El final se anuncia bueno, sin embargo podría ser mejor, es un consejo que te doy gratis, con el efecto Roussel...

—¿Qué Roussel? ¿El mismo del Hotel des Palmes?

-El mismo, sí. Gran jugador de ajedrez, ¿no lo sabías? Y descubrió, para los finales del rey, alfil y caballo contra rey solo, un sistema que lleva a un jaque sin réplica posible, con el rey ahogado en una esquina del tablero. Pues bien, yo sugiero a tu policía una secuencia de jugadas análoga, te la haré estudiar en un manual...

—No se Jugar al ajedrez —dije fríamente-o. Y mi héroe se mueve en cambio a lo Kutusov. Sin poner obstáculos a la maniobra enemiga, simulando por el contrario secundarla, de modo que la imprevista aquiescencia trastorne al asaltante y le incline al error.

No me miró.

—¿Sabías que los franceses, al tornear el alfil, le encasquetan un sombrero de loco y, justamente, lo llaman
Fou?
Un nombre que le sentaría mejor al caballo ya sus patas de cojo ... —hizo una pausa—, que también me sentaría bien a mí.

Confieso que lo escuchaba con una admiración impaciente, por no decir molesta. No tanto a causa de los prejuicios sobre mí y de los juicios sobre mis páginas, como porque me sentía a mí y a mis páginas reducidas a un mero pretexto de sus arrogancias eruditas, de sus vaniloquios vacíos ... Los cuales, sin embargo, y era incluso peor, parecían ocultar una metáfora privada a la que era llamada, sin entender su sentido, a participar.

Finalmente calló y miraba delante de sí, tenía los ojos húmedos envejecidos por una repentina angustia, casi la premonición de un horror.

—¿Te has sentido alguna vez —continuó, y parecía que delirara— perfecta? Hoy me siento impecable, a uno o dos metros de la santidad. Un pequeño esfuerzo, otra jugada del caballo, y caminaré sobre las aguas ...

—Qué bien habla hoy —ironicé; y le examiné ostensiblemente los puños de la camisa.

Sin recoger la impertinencia, bruscamente:

—He olvidado los cigarrillos en la habitación, ve a buscármelos, por favor. —Y, sin esperar respuesta, dejó en el suelo el sombrero a lo Pancho Villa, con un gran pañuelo se secó el sudor de la cara y ofreció la frente calva a la luz-o.

¿Qué hora es? —preguntó, cuando ya me había alejado unos cuantos metros.

—Las ... —comencé, mientras intentaba descifrar el cuadrante, pero la respuesta se me murió en los labios al oír cómo un silbido rasgaba el aire, y ver una sombra, como de un ave rapaz que cae, y partirse con un crac de nuez la cabeza que tenía delante, un instante antes pensante y viva, bajo un bulto enorme que de buenas a primeras no entendí qué era, pero que reconocí después del choque, cuando, rodando hasta mis pies, giró sobre sí mismo, mostrando la efigie barbuda, marmórea e impasible del trágico Esquilo.

—¡Ay! —grité con toda la fuerza de mi terror. Y salté hacia el cuerpo muerto del hombre, una fuente de sangre ahora, reducido el rostro a una obscena albóndiga, estiradas hacia adelante y abiertas en abanico las manos, de las que escapaban, marcadas por cinco huellas rojas, las páginas del
Qui pro
quo.

—¿Y ahora qué? —protesté llorando al cadáver. El cual, con la antipática reserva típica de los cadáveres, no contestó.

V. SUBASTA TRUCADA

Por muy poco creíble y vergonzante que pueda resultar, inmediatamente después del primer gesto de pánico sólo supe llevar a mi mente un recuerdo escolar: Esquilo aplastado por la caída de una tortuga ... Esquilo que, al cabo de muchos centenares de años, descargaba a ciegas sobre el primero que llegaba su venganza ...

Más curioso es que, mientras pensaba con medio cerebro en la antigua leyenda, no dejaba de gritar, pidiendo ayuda.

Todos los huéspedes se encontraban en la playa, donde habían bajado uno a uno después del
solarium.
Llegaron en tres minutos, desnudos y desnudas como estaban, y de la escena me resta un recuerdo de colores y sonidos fortísimos: toda aquella sangre roja; y el bronceado oscuro de tantos cuerpos en círculo, gesticulantes alrededor del cadáver; y mi aullido monótono, que no conseguía aplacarse pero que sobre el coro de los demás lamentos duraba como la sirena de alarma de un coche saqueado. Hasta que Matilde me cubrió la boca con una mano. Entonces me retiré al belvedere, quería apartarme para reflexionar. Entender, también, cómo había sucedido aquello, siempre en mí la voluntad de entender era superior a cualquier añagaza de los nervios o del sentimiento.

Quería entender, sí, como si de ese modo pudiera borrar la desgracia y hacer retroceder las agujas del reloj unos milímetros, a cuando Medardo estaba vivo. O quizá sólo deseaba liberarme de cualquier remordimiento de imprevisión, demostrándome a mí misma, antes que a los demás, la fatalidad del evento ...

Sobre el parapeto, en el lugar del busto caído, tuve en un primer momento la percepción dolorosa de una ausencia, de una laguna. Como cuando encuentro vacía una pared de la que colgaba un cuadro; o cuando en sueños (es mi sueño recurrente) un bulbo de ojo ciego me mira ... Pero examinando más de cerca el punto donde se había producido la excavación, la gravilla restante del pedestal se me reveló blanda y tierna al tacto, como para hacer pensar que un momento antes el calor hubiera vencido una humedad. Cualquiera que fue re el significado del indicio, lo anoté por si acaso detrás de la frente.

No hicieron falta mangueras para lavar la sangre del editor, la tarde fue todo un diluvio, una de esas tormentas de verano que parece el fin del mundo, hasta que de repente resplandece el sol. Así ocurrió también esta vez, pero no por ello el desastre fue menor. Un corrimiento de tierras obstruyó la autopista, el puente de tablas, que era el acceso secundario al promontorio, cayó al agua y fue arrastrado por la corriente con los movimientos de una bailarina. De haberse hundido media hora antes, el comisario Curro no habría llegado a las Villas.

Llegaron, en cambio, él y un cabo primera de carabineros que le acompañaba, y parecían dos polluelos empapados, tuvieron que exigir una muda de ropa y zapatos. Con el resultado de que el subalterno, de constitución normal, encontró con qué contentarse, mientras que el superior, peso gallo, no teniendo a su disposición donantes de su tonelaje, salió del cuarto de baño con unos pantalones colgantes y las manos invisibles dentro de unas mangas demasiado grandes. No fue una entrada brillante y sin embargo la persona, aunque no pretendiera gustar, me gustó.

Era el primer policía de carne y hueso, después de tantos de papel, que conocía, y lo escruté muy atentamente. Más próximo a los cincuenta que a los cuarenta y cinco, mostraba la actitud apagada, desgalichada, de alguien que ya ha dejado de esperar un ascenso; pero la astucia, por no decir la inteligencia de los ojos, en la oscura faz mediterránea, hacía pensar que no se había rendido del todo a los desgastes del oficio y que, si no exactamente un apetito de justicia y verdad, por lo menos un áspero puntillo seguía azuzándole a la investigación.

Finalmente, el libro de bolsillo azul, que sacó empapado de una carpeta cuando llegó, colocándolo al lado del fuego, lo revelaba lector, y lector de buenas lecturas.

Cuando apenas había empezado los interrogatorios rituales, llamándonos a todos nosotros, familiares e invitados de las Villas, a informar en torno a la mesa del quiosco, el abogado Belmondo levantó la mano para pedir la palabra. Para hablamos —explicó titubeando de un documento que estaba en su poder, confiado por el difunto antes del incidente y cuya exhibición consideraba obligatoria.

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