Qui Pro Quo (2 page)

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Authors: Gesualdo Bufalino

BOOK: Qui Pro Quo
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Era suficiente, me vi obligada a concluir, para dar crédito a la hipótesis de la casa-autorretrato (tópico hoy, después del acontecimiento: las revistas le han sacado todo el jugo posible). No sólo porque evidentemente él la había querido modelar a su imagen y semejanza, adecuándola hasta el más elemental de sus pensamientos, sino porque después se había dejado invadir por ella hasta casi la encarnación: de idéntica manera que aquellas manchas en los muros o perfiles de nubes donde se adivina una maldad del diablo o el pasatiempo de un dios ...

Tampoco sobre esto tendría más que añadir, salvo que, incluso hoy que escribo con mente y sentidos más reposados, insiste en turbarme el recuerdo de aquellos terraplenes y terrazas, galerías y pasarelas extravagantes, paredes de tosca piedra volcánica, techos de impermeable arcilla, senderos que parecían dirigirse a un blanco seguro y acababan en la arena ... , no cesa de turbarme la excentricidad de una residencia que, como algunas composiciones para pianistas mancos, se había privado adrede de por lo menos la mitad de sus usos y funciones; y pese a ello, aun así de defectuosa, constituía una gran colmena, o racimo de colmenas, con varias abejas reinas, reyes, abejorros, graciosas abejitas ... , una dehesa de las mil y una noches para una entomóloga de las costumbres humanas, la abajo firmante Scamporrino Esther, llamada Sotheby Agatha; ansiosa de estudiar a los individuos con pasión, comenzando por los dos de la cima, Medardo y Cipriana, bajando después paso a paso a la corte de los invitados; para terminar con los simples criados y el personal de poco calibre ...

Ventanas cruelmente estrábicas ...

( Gourmelin)

Respecto a los dueños de la casa, baste una alusión por ahora: un matrimonio mantenido junto por pinzas. Entre una desquiciada, ella, de pupilas violentas, de la que se rumoreaba en los salones de la ciudad, o durante las permanentes del peluquero Gaetano, que en los momentos amorosos dejaba oír aullidos de asesinada como para que corrieran alarmados las rondas de los vigilantes nocturnos ... , y un fascinante payaso, él, de polémicas humores, de mente retorcida y pomposa, dispuesto a venderse a cambio de un aplauso. Alguien que necesitaba al público y amaba los retos. Y sin embargo, en el trabajo, un testarudo, un infatigable (“Jamás encuentro cinco minutos libres para morir”, era una de sus frases). No por casualidad me había conminado, en la cumbre de la canícula, a servirle de ayudante laboriosa en el seno de aquel montón de damas perezosas y de caballeros, distanciados quien más quien menos de él por rencores pretéritos y recientes. Supuesta tonta detrás de las lentes de contacto, no tardé demasiado en distinguir entre ellos a los más dignos del trabajo de campo ni en olisquear, según las ocasiones y las fuerzas, los secretos resentimientos.

El abogado Apollonio Belmondo estaba en la cincuentena, hermosas facciones, afable lengua. Tanto, sin embargo, que a sus oyentes les daba siempre la impresión de ser engañados. Como cuando un fotógrafo os pide un
cheese,
o un médico os coloca en el brazo el aparato de medir la presión arterial, y comprendéis que su cháchara sobre la lluvia y el buen tiempo es una triquiñuela destinada, con una mala fe afectuosa, a descargaras de cualquier tensión.

Su mujer Matilde (de soltera Garro; y así él, quién sabe por qué, la llamaba) era de una belleza excesiva, bajo determinados aspectos inverosímil. Una diosa nacarada y taciturna, que parecía inmune a las heridas oscuras de los rayos, pero debajo de la canícula paseaba con tedio majestuoso el mármol marfileño de sus carnes.

No menos bella, Lietta, hija de su primer matrimonio, pero, a diferencia de su madre, oscura de carnes y de agitados modales. Llegada a nosotros desde el exilio de no sé qué comunidad terapéutica, donde la habían desintoxicado, pasaba ahora todo el día al teléfono para pregonar a los cuatro vientos, dondequiera que tuviese un amigo, y los tenía de todas las razas y colores, su amargura y casi remordimiento por haberse curado. Con una sola secuela del mal a simple vista: una manía locomotora que no la ha dejado quieta ni un instante, haciéndola por el contrario encaramarse unas veces a los árboles, otras desmelenarse ella sola a los sones de un transistor con auriculares, cuando no correr hasta perder el aliento arriba y abajo por la franja húmeda de la playa ...

Inseparable de la muchacha, por humanitarias o demasiado humanas razones, era Giuliano Nisticò, un teósofo y santón, divo de una cadena de televisión privada y autor de un
bestseller
sobre el sentimiento hipocondríaco, llamado también acidia, en los monasterios del Medievo.

Invitado por el editor, supongo, para arrancarle otro contrato. Iba casi siempre vestido de cura, dejando creer gustosamente que lo seguía siendo (aunque en todas partes se dijera que sólo era un antiguo seminarista expulsado del seminario). Culto y charlatán, tímido y forzudo, su cruz —me sonrojo al referirlo— era estar sometido a públicas, irrefrenables e inmotivadas erecciones. No valían duchas frías para corregir una sangre tan impulsiva ni bastaban hojas de higuera de los grandes periódicos para ocultar las evidencias. Así que, habiéndose todos acostumbrado a la cosa, sólo yo insistía por aquellos andurriales en esquivarlo con la mirada, mientras él por desesperación, encogido en la sotana de seda negra, se desahogaba citando a los Novísimos o la Patrología de Migné ...

Un dúo, él y la señorita Lietta, de lo más equívoco que podía darse, y donde con mayor ímpetu intervenían las vejaciones recíprocas del espíritu y de la carne ...

Otra pareja que tampoco había pasado por la vicaría eran el escultor Amos Soddu y la grabadora Dafne Duval. Amos era un sardo alto, macizo, que parecía tener huesos de hierro; Dafne una clorótica y filiforme ginebrina, de la que costaba trabajo creer que pudiera someterse sin morir a los abrazos amorosos de aquel cíclope. El cual, por otra parte, hacía salir de sus manos enormes
mobiles
de perversa exigüidad, temblorosos en el aire como plumas, cirros o libélulas, mientras su etérea compañera hundía en la lámina el buril con la furia de una apuñaladora ... Jugaban también ambos a pintar, y no teniendo aquí en las Villas el desahogo de los estudios de la ciudad, cuando no paseaban tomando apuntes, se les veía manipular a tiempo perdido con brochazos sobre sábanas clavadas en la pared, invitando desde ese momento a los paseantes a una gran exposición de invierno titulada
Los Sudarios ...

Seguía el socio del
boss,
que además era su cuñado Ghigo, único superviviente, junto con Cipriana, de una ilustre familia. Bien, ¿os acordáis del perfil de John Barrymore en
Grand Hotel?
El suyo, curiosamente, lo repetía, aunque con las líneas tortuosas de una caricatura. Y un tortuoso, también de espíritu, era Ghigo, quien con sólo aparecer despedía un hedor a mezquina malicia. Cada una de sus palabras hería, cada uno de sus silencios contenía un veneno (“agua tófana”, lo llamaban en la empresa). Así que no sorprendía a nadie, y se hablaba de ello en todos los corrillos editoriales, la intención de Medardo, a las buenas o a las malas, de comprar en la Bolsa sus acciones y así quitárselo de encima. Sorprendía en cambio, y mucho, que lo hubiera invitado allí.

Quedaba una joven madre para cerrar el desfile. La única, junto con el mencionado Ghigo, que yo conociera de antes, por haberla tratado en el mundo editorial, sacando de ahí la impresión de que era una viborilla envidiosa. Era Lidia Orioli, experta nacional en literatura policíaca desde que se había doctorado con una tesis titulada
«Cronos
y
Topos
en los novelistas policíacos menores ingleses de los años treinta». Hoy directora de la colección «El gato y el canario» y a tiempo perdido viuda consolable de un diputado muerto en la cárcel. Del hijo, no recuerdo si Giacomo o Gianni, no podía decirse nada salvo que en su barbilla lampiña exhibía casi más granos que yo pecas; y que olía a regaliz ...

Éstos son los jugadores de la partida. Y una partida, me pareció inmediatamente, que obedecía a reglas, ceremoniales, plazos: el baño o el
solarium
o el paseo en barca al acabar la mañana; el almuerzo a la vuelta, generalmente de dos en dos, cada pareja en su villita; la cena en común. Para la tarde las opciones eran más variadas. Había quien se dejaba convencer por los halagos de la siesta, quien por el desquite lúdico: infinitas canastas en la terraza, entre silencios de ultratumba e incandescencias de taberna; partidas de ajedrez debajo de los árboles, Apollonio contra Medardo. El cual, mucho más experto, vencía infaliblemente, y además con el arrogante
handicap
de jugar a ciegas (“Más o menos como hace Dios”, comentaba con hastío Apollonio).

Un caso aparte Lietta, con sus vueltas alrededor del quiosco como un animal atado a una noria: un pedestrismo solitario e insensato, delante del cura que la contemplaba de pie, alcanzándola de vez en cuando para secarle el sudor con un gran pañuelo de bolsillo, como los entrenadores de los grandes campeones a lo largo de las márgenes de la pista ...

P. S. Olvidaba la servidumbre. Toda de color, tres mujeres y dos hombres.

Comparsas, de los que sólo uno merece el bautismo: un africano apto para todo de nombre impronunciable, que por acuerdo de todos era llamado el Negus Neghesti o bien Haile Selassie ... y olvidaba al anónimo gorila del editor, por la buena razón de que se le verá poco o nada. Sospechando —fue la opinión común— que le echaba en exceso los tejos a la mujer, o más bien ella a él, Medardo lo había devuelto precipitadamente a la ciudad.

II. EL BAILE DEL OSO

Según las estaciones, Medardo Aquila hacía pensar en un guerrero tártaro o bien en un hermoso oso de circo. Durante el frío, lo veíamos llegar todas las mañanas a la editorial provisto de pasamontañas, bufanda,
trench,
botas de nieve; y presentarse desde la entrada tan monumental y bárbaro como para aterrorizar mortalmente a las filas de postulantes en espera ... En verano, en cambio, como le gustaba mucho desnudarse pero mucho menos broncearse, mostraba debajo de un toldo unas carnes toscas y fornidas, que el abundante vello, precozmente encanecido, recubría con luminosos pliegues.

Siendo también yo una adicta de la sombra, habría bastado una comunión semejante para aparearnos en los mediodías de verano, de no haber sido porque nuestra sociedad comenzaba más temprano, o sea inflexiblemente a las siete, que era para ambos el despertar, fuera cual fue re la hora a la que hubiéramos ido a dormir la noche antes. Incluso en vacaciones —vacaciones por llamarlas de alguna manera— y aunque afectado en los últimos meses por un visible empeoramiento de la salud, mi proveedor de trabajo pretendía de mí el habitual encuentro horario. No es que yo me quejara, entendámonos. Incluso me gustaba, en la tibieza de las primerísimas horas, cuando los más yacían todavía aletargados, salir de mi apartamentito en medio de la pendiente para alcanzar en pocos pasos la escalera exterior y ahí dudar un instante entre subir a disfrutar desde la terracita de la rotonda, entre uno y otro busto de espíritus magnos, algún pedacito de panorama, o bien bajar inmediatamente al bosquecillo, donde sin duda él se impacientaba, sentado en el trono y ya dispuesto a redactar, programar, dictar. ¡Qué sabroso, en ambos casos, el perfume de agrio salitre que me punzaba en la nariz, el horizonte unánime de cielo y mar que sentía abrírseme delante de los ojos, como un inmenso compás! No me atrevía a confesado por prudencia y superstición, pero frente a aquella paleta de verdes claro, turquesas y celestes, apenas adornada con leves canas, me convencía fácilmente de que era feliz y quizá lo era de verdad. No por nada desde entonces, cuando me preguntan por el color de la felicidad, contesto: azul y blanco. El azul que he mencionado hace un momento, más el blanco de las «Descontentas», que no era menos imperioso que aquel azul. Todas las Villas, en efecto, se aureolaban de albura, habitantes y accesorios incluidos enjabonados de cal no sólo las paredes y marcos de puertas y ventanas, sino también los troncos de los árboles, de la mitad hacia abajo; de lino colonial, de pies a cabeza, el uniforme que el anfitrión imponía a los comensales por la noche; inmaculadas las toallas de baño dentro de las cuales se envolvían las madamas, antes de tumbarse en la arena, como fantasmas en reposo, para secarse el cabello ...

Eso sucedía, naturalmente, con el sol avanzado, cuando yo ya llevaba rato levantada. Para mí el mundo comenzaba regularmente con los primeros perfumes del alba y así fue también aquel catorce de agosto, en el que se inicia mi historia.

El día anterior, que era la antevíspera del quince de agosto, había transcurrido entre fatigosas diversiones. Todo el tiempo en alta mar, sobre un catamarán, con los demás, pescando y nadando. Con la única ausencia del
boss,
que por primera vez había preferido quedarse tranquilo en las Villas, dándome libertad para sumarme a la comitiva. Había obedecido con cierta resistencia, dado mi estatus inferior, por miedo a tener que sufrir por una parte la suficiencia condescendiente de los caballeros, y por otra el consabido remilgo de las mujeres. Así fue en efecto, pero no por ello dejé igualmente de distraerme con el doble espectáculo de la naturaleza y de la especie humana en acción, cuando pasta cercada en un pequeño
ring
y los humores, mejores y peores, salen al descubierto sin censuras. Me distraje pero me cansé. Me entró de noche, a la vuelta, un sueño pesadísimo, del que salí a la mañana siguiente de buen humor, ansiosa de emperifollarme.

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