—Entonces, ¿quieres que intente encontrar el tesoro o no? —demandó impaciente, Kitiara, que por una vez habría querido que el fantasma le diese una respuesta concreta—. ¿Y qué hago si doy con él?
—Eso depende enteramente de ti, amiga —contestó sir Nigel.
El espectro extendió el brazo y señaló las puertas plateadas. La fantasmagórica luz brilló en el peto, en la cota de malla.
—Necesito una antorcha —adujo Kit.
—Todo aquel que entra lleva consigo su propia luz —repuso el caballero—. A menos que esté completamente ciego y su espíritu camine errante en la oscuridad.
—Aquí el único «espíritu errante» eres tú —comentó jocosamente Kitiara—. Es un chascarrillo. Caballero fantasmal. Espíritu errante… Bah, no importa.
Kit recordó a Sturm Brightblade. Este fantasma era igual de crédulo y tenía tan poco sentido del humor como él. No podía creer que se hubiese tragado la treta del tesoro.
—Imagino que seguirás aquí cuando regrese, ¿verdad?
—Aquí estaré —dijo el espíritu.
Kitiara dio un empujón de tanteo a las puertas plateadas, esperando encontrar resistencia. Para su sorpresa, se abrieron con facilidad, suave y silenciosamente.
La luz penetraba desde la sala donde se encontraba, fluyendo por encima y alrededor de ella cual una tranquila corriente para iluminar el corredor que tenía ante sí, el cual era de mármol blanco y se extendía hacia el interior de la montaña. Kit examinó detenidamente el pasadizo, ladeó la cabeza a fin de captar algún sonido, olisqueó el aire. No oyó nada siniestro; ni siquiera el leve sonido de ratones al escabullirse. El único olor que le llegaba a la nariz, curiosamente, era el aroma de rosas, débil, añejo. No vio nada en el corredor salvo las blancas paredes y la luz plateada. Sin embargo, el miedo se apoderó de ella mientras seguía plantada ante las puertas abiertas; un miedo muy parecido al que había experimentado cuando entró en el templo, pero peor, si tal cosa era posible.
Se sentía amenazada, con la retaguardia desprotegida. Se giró rápidamente a la par que levantaba las manos para detener un ataque.
Sir Nigel no estaba allí. No había nadie. El templo se encontraba vacío.
Kit tendría que haberse sentido aliviada, pero siguió temblando en el umbral, temerosa de ir más allá.
—¡Vamos, Kitiara, no seas cobarde! —se exhortó—. Todo lo que quieres, todo aquello por lo que has luchado, se encuentra ante ti. Sal airosa de esto y harás tu fortuna con el general Ariakas. Fracasa y jamás serás nada.
Kitiara entró en la oscuridad. Las puertas plateadas se cerraron tras ella suavemente, con un sonido susurrante que semejaba un suspiro.
El resto del ejército del Barón Loco llegó a las afueras de Ultima Esperanza a la mañana siguiente de hacerlo el comandante Kholos y sus fuerzas. El humo seguía elevándose de los campos incendiados, de manera que provocaba escozor en los ojos y la nariz y dificultaba la respiración. Los oficiales pusieron a trabajar de inmediato a los hombres, quienes levantaron parapetos, excavaron trincheras, instalaron tiendas y descargaron las carretas de suministros.
El comandante Morgón, resplandeciente con su armadura y montado en su caballo, al cual se había almohazado y cepillado para quitarle el polvo del camino, salió del campamento en dirección al de sus aliados a fin de concertar una reunión entre el barón y el comandante del ejército del rey Wilhelm el Bueno. Morgón regresó antes de una hora.
Los soldados hicieron un alto en su trabajo, esperando que el comandante dejase caer algún comentario que indicara lo que opinaba de sus aliados. Sin embargo, el comandante Morgón no habló una sola palabra con nadie. Quienes llevaban más tiempo a sus órdenes dijeron que su semblante mostraba una expresión inusitadamente adusta. El oficial se dirigió directamente al encuentro del barón para informarle.
Cambalache merodeó por el soto de arces, en cuyas inmediaciones estaba instalada la tienda del barón, recolectando cebollas silvestres e intentando por todos los medios escuchar lo que allí se hablaba. De todos modos, la voz del comandante Morgón sonaba muy baja, ya que el oficial tenía por costumbre hablar entre dientes, así que Cambalache fue incapaz de oír una sola palabra de lo que el hombre dijo. Habría podido sacar algo en conclusión a través de las respuestas del barón si éstas hubiesen sido extensas, pero Ivor se limitó a contestar con breves monosílabos como «no» y «sí», salvo la última frase: «Gracias, comandante. Comunica a los oficiales que se reúnan conmigo al anochecer.»
En ese momento uno de los soldados de la guardia personal del barón tropezó con el semikender, que estaba agachado en un rodal de malas hierbas, y lo ahuyentó. Cambalache regresó al campamento con las orejas vacías, por decirlo de algún modo, y con un intenso olor a cebolla.
Aquella tarde, cerca del ocaso, todo el mundo dejó de trabajar para ver al barón y a su séquito salir a caballo en dirección al campamento de los aliados. Indignados, los sargentos amonestaron a voz en cuello a sus hombres, instándolos a continuar con lo que estaban haciendo y recordándoles mientras iban de un lado a otro del campamento que todos tenían tareas que realizar y que en esas tareas no estaba incluida la de quedarse como pasmarotes mirando lo que no les importaba.
Caramon y la compañía C tomaron posiciones a unos quinientos metros de las murallas de la ciudad, uniéndose a la línea de piquetes establecida ya por sus aliados. Dicha línea impedía que nadie de la ciudad saliera y, lo más importante, que nadie de fuera entrara. Ultima Esperanza quedaba así privada de ayuda, si es que tenía alguna en perspectiva.
Acompañado por tres de los oficiales a su servicio y por una guardia personal de diez soldados a caballo, el barón recorrió la línea de piquetes por el lado interior de la misma, a fin de que ésta ocultara sus movimientos a los que estaban apostados en lo alto de las murallas.
«No dar nunca información gratis al enemigo. Que pague por ella», era una de las muchas máximas militares del barón.
A buen seguro, el cabecilla de las fuerzas de la ciudad estaba observando cada movimiento que realizaba el ejército enemigo. No tenía por qué descubrir que el comandante del flanco izquierdo no era parte del grueso del ejército, que era «apoyo contratado». Dicho conocimiento podría sugerir la existencia de un punto débil en la cohesión del ejército, debilidad de la que el enemigo podría intentar sacar partido.
Dejando atrás su propia línea de piquetes, el barón avanzó hacia la de sus aliados. Al verlo, el primer centinela se puso firme y saludó llevando el puño al pecho. A partir de allí y cada cincuenta metros, los centinelas se pusieron firmes y saludaron cuando el barón y su séquito pasaron por sus posiciones. Dichos centinelas llevaban armadura completa; todos los escudos lucían el blasón del rey Wilhelm el Bueno. Las armaduras estaban bruñidas y brillaban, a través del celaje, con la luz del crepúsculo. Cada centinela llevaba un pequeño cuerno de caza colgado a la cadera, una innovación que intrigó al barón.
—Tropas bien disciplinadas —comentó mientras asentía con ademán aprobador—. Respetuosas. Las armaduras tan limpias que podrían comerse sopas en cualquiera de sus petos, ¡no es verdad, Morgón? —Miró a su primer oficial, el comandante que había concertado la entrevista—. Y me gusta esa idea de que los centinelas lleven un cuerno. Si se produjese una alarma, su toque se oiría en todo el valle. Mucho mejor que gritar. Aplicaremos ese método.
—Sí, milord —contestó Morgón.
—Han estado muy ocupados —continuó el barón, que señalaba unos parapetos bajos hechos con tierra que ya rodeaban el campamento—. Fíjate en eso.
—Lo veo, milord —repuso Morgón.
Allí donde mirasen, había hombres atareados; nadie estaba ocioso y el campamento bullía de actividad bien encaminada. Nadie holgazaneaba y por ende no se engendraban quejas al no haber distingos. Los soldados arrastraban troncos desde el bosque, madera que se utilizaría para construir torres de asedio y escalas. El herrero y sus ayudantes se encontraban en su tienda, con el fuego de la forja al rojo vivo, y martilleaban las abolladuras de armaduras, claveteaban remaches o vaciaban herraduras para la caballería. El olor a cerdo asado y filetes de vaca flotaba por el campamento. El barón y sus hombres se habían estado alimentando con el seco pan de munición y cerdo en salazón, de modo que los tentadores aromas les hacían la boca agua.
Las tiendas estaban colocadas ordenadamente, de manera que a todas les llegara la brisa vespertina. Las armas se apilaban fuera en precisos pabellones. El barón manifestó su aprobación en voz alta.
—¡Mira eso, Morgón! —dijo, al tiempo que señalaba una veintena de soldados provistos con el equipo completo de batalla y alineados en posición de firme junto a una hilera de tiendas—. Tienen una fuerza en alerta permanente como nosotros, excepto que la suya lleva todo el equipo de batalla. Esa es otra cosa que creo deberíamos incorporar.
—Con todo respeto, milord, ésa no es una fuerza en alerta permanente —dijo el comandante Morgón.
—¿No? Entonces, ¿qué es?
—Esos hombres están cumpliendo un castigo, señor. Ya estaban plantados ahí cuando vine esta mañana para concertar la reunión, sólo que entonces eran treinta. Diez de ellos deben de haberse desplomado durante las horas calurosas del día.
—¿Sólo están en pie ahí? —El barón, atónito, se giró sobre la silla para verlos mejor.
—Sí, milord. Según el oficial que me escoltó, no se les permite comer, descansar ni beber agua hasta que el plazo de castigo se haya cumplido. Y eso puede durar hasta tres días. Si un hombre se desmaya, se lo llevan, lo reaniman y lo mandan de vuelta aquí. Su tiempo de castigo empieza a contar de nuevo a partir de ese momento.
—Dioses benditos —murmuró el barón, que continuó observando al grupo hasta que quedó fuera del alcance de su vista.
El barón y sus oficiales se detuvieron justo a la entrada del campamento. Los oficiales desmontaron, pero la guardia personal continuó en los caballos.
—Da a los hombres permiso para desmontar, comandante —ordenó el barón.
—Con el permiso de milord, creo que los hombres deberían seguir en sus monturas —contestó Morgón.
—¿Hay algo que quieras contarme, comandante? —demandó Ivor.
—No, señor. —Morgón sacudió la cabeza y evitó los ojos del barón—. Sólo pensé que dejar a la guardia personal lista para partir con rapidez sería prudente. En caso de que el comandante Kholos tenga órdenes urgentes para vos, milord.
El barón clavó la mirada con intensidad en su oficial, pero no logró vislumbrar nada en la expresión de Morgón salvo una respetuosa obediencia.
—De acuerdo —accedió—. Que los hombres sigan montados. Pero ocúpate de que se les dé agua.
Un oficial vestido con armadura y sobre ésta una gonela en la que lucía el emblema real, se aproximó al barón y a su séquito y saludó.
—Señor, soy el capitán Vardash. He sido asignado para escoltaros hasta el comandante Kholos.
El barón fue en pos del hombre, acompañado por sus oficiales. El grupo dejó atrás hileras de tiendas; al hacer un giro a la derecha, al norte del lugar donde trabajaba el herrero, el barón estaba absorto contemplando un astillero de armamento, asintiendo aprobadoramente ante la calidad del trabajo, cuando una tos de Morgón hizo que levantara la cabeza.
—En nombre de Kiri-Jolith, ¿qué es eso? —exclamó.
Oculto hasta ahora por la enorme tienda del herrero, había un patíbulo de madera construido a toda prisa. Cuatro cuerpos colgaban de él. Saltaba a la vista que tres de los cuerpos llevaban allí desde el día anterior; las aves carroñeras les habían comido los ojos, y uno de esos pájaros continuaba el banquete con la nariz de uno de los cadáveres. El cuarto hombre seguía vivo, aunque no sería por mucho tiempo. Mientras el barón lo estaba mirando, advirtió que el cuerpo sufría un par de sacudidas y después dejaba de moverse.
—¿Desertores? —preguntó al capitán Vardash.
—¿Cómo, señor? Ah, ésos. —Vardash lanzó una mirada divertida a los cadáveres—. No, señor. Tres de ellos creyeron que podrían escamotear parte del botín que cogimos a los campesinos. El cuarto, aquél, el que todavía está bailando en la cuerda, fue sorprendido con una jovencita escondida en su tienda. Dijo que le daba lástima y que iba a ayudarla a escapar. —Vardash sonrió—. ¡Menudo cuento! ¿No os parece, señoría?
Su señoría no tenía nada que decir.
—Es una monada de chiquilla, vaya que sí. Se conseguirá un buen precio por ella en San… Es decir —Vardash pareció recobrar la compostura—, será entregada a la autoridad correspondiente en Vantal.
El comandante Morgón carraspeó de manera estentórea. El barón lo miró de soslayo, se rascó la barba, masculló algo entre dientes, y continuó caminando.
La tienda del comandante, señalada por una gran bandera en la que aparecía el emblema del rey Wilhelm el
Bueno, estaba flanqueada por seis soldados que, a todas luces, habían sido seleccionados concienzudamente para esa tarea. El comandante Morgón medía más de metro ochenta, y esos hombres sobrepasaban con creces su estatura; y hacían parecer aún más pequeño al barón. Los guardias vestían armaduras que obviamente habían sido diseñadas especialmente para ellos, sin duda porque ninguna armadura de reglamento habría servido para albergar aquellos inmensos hombros e hinchados bíceps.
Esos guardias personales no llevaban el emblema real, advirtió el barón, sino otro; un dragón enroscado, le pareció, aunque no pudo verlo con claridad. Al reparar en que la mi rada del barón se detenía en ellos, los guardias se pusieron firmes, adelantando los enormes escudos y golpeando con el extremo de las gigantescas lanzas en el suelo.
Ivor pensó de nuevo que eran dragones. Un buen símbolo para un soldado, aunque bastante singular y anticuado.
El capitán Vardash anunció al barón. Desde el interior de la tienda, una voz hosca quiso saber qué demonios se proponía ese barón, interrumpiéndolo así en medio de la cena. El maestro de armas Vardash habló en tono de disculpa, pero le recordó al comandante que la reunión se había concertado para el anochecer. El comandante dio permiso de mala gana para que el barón entrara.
—Vuestra espada, señor —dijo el capitán Vardash al tiempo que le cerraba el paso.
—Sí, es mi espada. —Ivor puso la mano sobre la empuñadura—. ¿Qué pasa con ella?
—He de pediros que la confiéis a mi cuidado, señor —aclaró Vardash—. No se permite a nadie presentarse ante el comandante llevando un arma.