—Entonces sabrías cómo me siento, hermano mío —dijo Raistlin, sombrío.
Al darse cuenta de lo que había dicho y lo que iba implicado en sus palabras, tuvo un escalofrío.
—¡Por los dioses! —musitó, horrorizado—. ¿Qué estoy pensando? ¿Tan bajo he caído? ¿Tan mezquino soy? ¿Tanto lo odio?
«No —se dijo para sus adentros, mientras evocaba de nuevo aquellos momentos terribles dentro de la tienda—. No soy semejante monstruo. —Su boca su curvó en una sonrisa compungida—. No puedo imaginarlo sufriendo sin sentir angustia. Y, sin embargo, al mismo tiempo, no puedo imaginarlo sufriendo sin sentir una satisfacción vengativa. ¿Qué rincón negro de mi alma…?»
—¡Túnica Roja!
La retumbante voz de Horkin a su espalda lo sobresaltó como si fuera un inesperado y repentino toque de tambor. Raistlin parpadeó. Había estado tan sumido en sus reflexiones que había entrado en la tienda del mago sin siquiera ser consciente de ello.
Horkin lo miraba malhumorado.
—¿Qué pasa con el ungüento? ¿No era el que quería? —demandó—. ¿Le dijiste para lo que sirve?
Raistlin bajó la vista a sus manos y se encontró con que aferraban el tarro de ungüento con una fuerza que para sí la habría querido la muerte cuando cerraba sus garras sobre alguien.
—Yo… Eh… Sí, se mostró muy satisfecho. De hecho, quiere más —balbució Raistlin, que añadió—: Lo preparé yo mismo, señor. Sé lo ocupado que estáis.
—¿Por qué, en nombre de Luni, te trajiste de vuelta éste? —rezongó Horkin—. ¿Por qué no lo dejaste allí para que lo utilice hasta que le hayas preparado más?
—Lo siento, señor —se disculpó, contrito—. Supongo que no se me ocurrió.
—Lo que pasa es que piensas demasiado, Túnica Roja. —Horkin lo observaba intensamente—. Ese es tu problema. No se te paga para que pienses. Es a mí a quien pagan por pensar, y a ti para que hagas lo que yo haya pensado. Así que deja de darle al magín y nos llevaremos mucho mejor.
—Sí, señor —dijo Raistlin con una actitud más sumisa de la que mostraba generalmente a su maestro. De repente le resultaba muy reconfortante desprenderse de todas sus ideas atormentadoras y verlas alejarse flotando en el aire como ligeros vilanos.
—Traeré el resto de los suministros, y tú empieza con ese ungüento. —Horkin se paró en la entrada de la tienda y contempló ceñudo la ciudad—. El
Sanguijuela
debe suponer que va a ser una batalla sangrienta si quiere hacer acopio de untura de flor de guerra. —Sacudió la cabeza y salió de la tienda.
Raistlin, obedeciendo la orden dada, no se permitió pensar. Cogió el mortero y el majador y empezó a machacar margaritas.
Había muchas cervecerías en Ultima Esperanza. El nombre de una de ellas, la que había descubierto Kitiara a su llegada a la ciudad condenada, era La Luna del Arcano.
El cartel del establecimiento mostraba un hombre colgado de una soga, un dibujo realizado con colores chillones —el rostro del ahorcado era particularmente truculento— recortado sobre el fondo de una brillante luna amarilla. A saber qué relación tenía el ahorcamiento con el nombre de la cervecería, pero la opinión generalizada era que el propietario había confundido «arcano» con «ahorcado». Aunque éste siempre negaba con vehemencia esa equivocación, tampoco sabía dar otra razón de que el cadalso estuviera en el dibujo aparte de que «llamaba la atención».
Meciéndose con la brisa de un modo muy acorde con el ahorcado que representaba, el cartel hacía que muchos transeúntes se pararan en seco y contemplaran el dibujo sorprendidos, con los ojos muy abiertos, pero si inducía o no a esos transeúntes a entrar para probar la comida o la cerveza de un establecimiento que se anunciaba con un cadáver colgado, era otro cantar. La taberna no estaba precisamente atestada de clientes.
El propietario se quejaba de que eso se debía a que otros propietarios de tabernas de la ciudad «iban a por él». Hay que decir que tal cosa no era necesariamente cierta. Además de la desventaja de tener ese cartel que revolvía el estómago, La Luna del Arcano estaba situada en la zona más antigua de la ciudad, al final de un callejón sinuoso en el que había edificios en ruinas que estaban abandonados, lejos de la plaza del mercado, de las calles de los comercios y de la Ronda de Tabernas.
El local no tenía una apariencia agradable, ya que era un montón de planchas de madera heterogéneas rematadas por un tejado de ripias y sin una sola ventana, a menos que se contara como tal el agujero de la fachada donde dos de las planchas no estaban en muy buenas relaciones y se negaban a tener nada que ver la una con la otra. Daba la impresión de que el edificio hubiese sido arrastrado calle abajo por una riada hasta acabar chocando contra el muro de contención. Según la leyenda local, eso era exactamente lo que había pasado.
A Kitiara le gustaba La Luna del Arcano. Había buscado por toda la ciudad un lugar como ése, algo «retirado» donde «se pudiera encontrar un poco de paz y tranquilidad», donde las camareras «no agobiaran hasta el hartazgo preguntando si quería otra cerveza».
Los escasos parroquianos de La Luna del Arcano no tenían que aguantar ese molesto inconveniente, ya que no había camareras. El propietario, que de hecho era su mejor cliente, estaba por lo general tan sumido en un sopor etílico que los parroquianos acababan sirviéndose ellos mismos. Podría pensarse que tal circunstancia era una invitación a la gente sin escrúpulos para que se tomara la cerveza y se marchara sin pagar. El propietario frustraba hábilmente esa práctica haciendo imbebible la cerveza, de modo que aun en el caso de poder tomarla gratis no podría considerarse una ganga.
—No habrías encontrado un sitio más infecto aunque hubieses buscado a todo lo largo y lo ancho del Abismo —se quejó Immolatus.
Estaba sentado al borde de una silla, y ya se había quitado una astilla clavada en su blanda y tierna carne humana, tan fácil de lacerar. Lamentaba profundamente la pérdida de sus rojas escamas, duras como el acero.
—Un demonio que llevara toda una torturante eternidad asándose sobre brasas candentes rechazaría la oferta de tomar una jarra de ese líquido, que a buen seguro es orín de un caballo muerto por una enfermedad renal.
—No tenéis que beberlo, Eminencia —replicó Kitiara con irritación. Estaba exasperada con su compañero—. Por culpa de vuestro «disfraz», éste es el único sitio de la ciudad donde podemos hablar sin que la gente nos esté mirando de hito en hito ni la tengamos pegada para husmear.
Cogió la jarra; estaba rajada y la cerveza chorreaba lentamente al suelo. Kit la probó, la escupió y aceleró el proceso volcando la jarra, tras lo cual sacó de su bota un frasco de brandy que había comprado en una taberna de más confianza y echó un trago. Volvió a guardar el frasco sin ofrecérselo a su compañero, señal evidente de su malhumor.
—Bueno, Eminencia, ¿habéis encontrado algo? —inquirió—. ¿Algún rastro? ¿Alguna pista? ¿Algún huevo?
—No —repuso fríamente Immolatus—. He registrado todas las cavernas que he podido encontrar en estas condenadas montañas, y puedo afirmar categóricamente que no hay huevos de dragones ocultos en ninguno de esos lugares.
—¿Decís que habéis registrado todas las cavernas? —Kitiara denotaba escepticismo.
—Todas las que pude encontrar —contestó Immolatus.
—Sabéis muy bien lo importante que es esto para su Oscura Majestad.
—Los huevos no están escondidos en ninguna de las cuevas que he registrado.
—Pues la información de su Oscura Majestad… —empezó Kit.
—Es certera —la interrumpió Immolatus—. Hay huevos de los dragones de colores metálicos ocultos en las montañas. Puedo olerlos, sentirlos. El truco está en acceder a ellos. La localización de la entrada a la cueva está bien escondida, disimulada habilidosamente.
—¡Estupendo! Ahora estamos llegando a alguna parte. ¿Dónde está esa entrada?
—Aquí, en la propia ciudad —contestó Immolatus.
—¡Bah! ¡Admito que no sé nada sobre esos dragones de colores metálicos, pero no me los imagino colocando y guardando tranquilamente sus huevos en medio de la plaza mayor!
—Tienes razón —replicó Immolatus—. No sabes nada sobre dragones. Períodos. Eras. ¿He de recordarte, sabandija, que esta ciudad es antigua, que estaba ya aquí cuando el execrable Huma se arrastraba como una babosa por el mundo? La ciudad existía en una época en la que los dragones, todos los dragones, cromáticos y de colores metálicos, eran reverenciados, honrados, temidos. Puede que incluso yo sobrevolara esta población alguna vez en mi juventud— comentó el dragón, ensimismándose en un lejano pasado—. Quizá consideré la idea de atacarla. La presencia de los dragones de colores metálicos explicaría por qué no lo hice…
Kit tamborileó los dedos sobre la mesa.
—¿Y qué queréis decir con eso, Eminencia? ¿Que los Dragones Dorados anidaban en los tejados como gigantescas cigüeñas? ¿Que los Dragones Plateados cacareaban como gallinas en un gallinero?
Immolatus se puso de pie; temblaba de ira y sus ojos echaban chispas.
—Vas a aprender a hablar con respeto incluso de mis enemigos…
—¡Oídme bien, Eminencia! —lo cortó Kit, que se incorporó para estar frente a frente con él y llevó la mano a la empuñadura de la espada—. El ejército de lord Ariakas tiene cercada esta ciudad. El comandante Kholos se prepara para atacar. No sé exactamente cuándo, pero va a ocurrir muy pronto. He visto lo que esos necios de la ciudad llaman defensas, y tengo una idea muy clara del tiempo que este condenado lugar puede resistir. También sé algo sobre los planes de ataque del comandante Kholos. Creedme, no nos conviene quedarnos atrapados dentro de esta ciudad cuando eso ocurra.
—Los huevos de dragones están en las montañas —dijo Immolatus. Hizo una mueca y frunció la nariz—. En alguna parte. Puedo sentirlos igual que se percibe un hongo debajo de las escamas. Empieza con un picor que no se puede localizar exactamente. A veces no se siente durante días, y entonces, una noche, uno se despierta sufriendo lo indecible. Cada vez que me alejaba de la ciudad, el picor desaparecía. Cuando regresaba, reaparecía con fuerza, agobiante. —Sin ser consciente de ello, empezó a rascarse el envés de la mano—. Los huevos están cerca. Y los encontraré.
Kitiara se hincó las uñas en las palmas para contener el impulso de ahogar al dragón. ¡Había perdido un tiempo precioso en una absurda cacería kender! Y ahora, cuando el plazo estaba a punto de expirar… En fin, ya no tenía remedio. Lo que no se puede curar, se tiene que soportar, como dijo el gnomo cuando la cabeza se le quedó atascada en su nueva y revolucionaria prensa de uvas accionada con vapor.
Tras haber domeñado su rabia, o al menos después de tragársela como una medicina amarga, Kitiara preguntó, no de muy buen humor:
—Bien, ¿y ahora qué, Eminencia?
Eran los únicos clientes de la cervecería. A la hora del almuerzo, el dueño ya estaba completamente borracho y ahora yacía desplomado sobre el mostrador, con la cabeza apoyada en los brazos. Un rayo de sol lleno de polvo se coló entre las planchas reñidas, titiló y desapareció como aterrado al descubrir que se había aventurado allí dentro de manera accidental.
—Disponemos de uno o dos días como mucho —dijo Kitiara—. Tenemos que haber salido de aquí antes del primer ataque.
Immolatus estaba de pie junto al mostrador y miraba con el ceño fruncido el hilillo de cerveza que resbalaba de un tonel que empezaba a tener escapes y que estaba formando un pequeño charco en el suelo de tierra apelmazada.
—¿Dónde está la parte más antigua de la ciudad, sabandija?
Kitiara empezaba a estar harta de que la llamara así. La próxima vez que lo hiciera estaba tentada de hacerle tragar la dichosa palabra.
—¿Por quién me tomáis, Eminencia? ¿Por uno de los cronistas manchados de tinta de la Gran Biblioteca? ¿Cómo queréis que lo sepa?
—Llevas aquí tiempo de sobra —manifestó el dragón—. Podrías haberte fijado en ese tipo de cosas.
—Al igual que vos, arrogante… —masculló entre dientes Kitiara, que se tragó los siguientes adjetivos muy descriptivos con otro trago de brandy del frasco que llevaba en la bota. En esta ocasión no guardó el recipiente, sino que lo dejó sobre la mesa.
Immolatus, que tenía un oído excelente, sonrió para sus adentros. Agarró el lacio y grasiento pelo del tabernero y le levantó la cabeza del mostrador de un tirón.
—¡Despierta, gusano! —Immolatus golpeó la cabeza del hombre contra el mostrador varias veces—. ¡Atiéndeme!
Quiero hacerte una pregunta. —Aporreó la cabeza del tipo varias veces más.
El tabernero se encogió en un gesto de dolor, gimió y abrió los ojos abotargados e inyectados de sangre. —¿Eh?
—¿Dónde están los edificios más antiguos de la ciudad?
Otra vez la cabeza descendió violentamente contra el mostrador.
—¿Dónde están localizados?
El tabernero bizqueó al estrechar los ojos y alzó la vista hacia Immolatus con la expresión confusa de su estado de embriaguez.
—¡No grites! ¡Dioses! ¡Me duele la cabeza! Los edificios más antiguos están en el lado oeste, cerca del viejo templo…
—¡Templo! —exclamó Immolatus—. ¿Qué templo? ¿Dedicado a qué dios?
—¿Y yo qué sé? —farfulló el hombre.
—Un espécimen ejemplar —dijo, irritado, Immolatus, que volvió a levantar la cabeza del tabernero.
—¿Qué vais a hacer? —Kit se había levantado de la silla.
—¡Un favor a la humanidad! —respondió Immolatus que, con un seco tirón, le rompió el cuello al hombre.
—Una idea brillante —dijo Kitiara, exasperada—. ¿Y cómo vamos a sacarle ahora más información?
—N o la necesito. —Immolatus se dirigió hacia la puerta.
—Pero ¿qué hacemos con el cadáver? —preguntó Kit, vacilante—. ¡Alguien puede habernos visto, y no quiero que me arresten por asesinato!
—Déjalo —dijo el dragón, que lanzó una mirada mordaz al tabernero muerto, desplomado sobre el mostrador—. Seguramente nadie notará la diferencia.
—¡Ariakas, estás en deuda conmigo! —masculló Kitiara mientras seguía a Immolatus hacia el exterior—. Una gran deuda. ¡Después de esto, merezco ascender a comandante de regimiento!
as calles se fueron haciendo más estrechas y más sinuosas, y el número de transeúntes disminuyó. Kitiara y el dragón habían entrado en la parte más antigua de Ultima Esperanza. En su mayoría las viviendas originales habían sido derribadas y con sus piedras se construyeron los grandes almacenes y graneros que las habían reemplazado. Durante el día, los comerciantes iban y venían por la zona; de noche, las ratas —tanto las de cuatro patas como las de dos— eran sus principales ocupantes. Muy de vez en cuando, el alcalde, en un arranque de energía y orgullo cívico, ordenaba al alguacil mayor y a sus hombres que cayeran sobre el distrito de almacenes y desalojaran a quienes buscaban refugio allí sacándolos de los rincones y escondrijos donde se ocultaban.