—No habrá también goblins y ogros ahí fuera ¿verdad? -jadeó el alcalde, que aferró las ropas de la cama con los dedos crispados.
—Me he expresado en sentido figurado —rezongó Ivor que paseaba por el dormitorio de un lado para otro—. ¿Qué hora es, hechicero?
Raistlin se acercó a mirar por la ventana y vio que la luna se encontraba en el arco descendente hacia el horizonte.
—Cerca de medianoche, milord.
—Tengo que tomar una decisión en uno u otro sentido, y pronto.
El barón recorrió el dormitorio hacia un extremo, giró sobre sus talones al estilo militar, como si estuviese en servicio de guardia, y marchó en sentido contrario mientras sostenía una batalla mental contra los ogros de actos atroces situados en un flanco y los goblins del deshonor en el otro. Para Raistlin era una decisión sencilla: ordenar suspender el ataque y regresar a casa. Sin embargo, él no era un noble con ideas caballerosas del honor, por erróneas que fueran. Y tampoco era responsable de un ejército, cuyos soldados esperaban que se les pagara como se les había prometido. Tal pago no se produciría si el barón dejaba de cumplir las condiciones del contrato. Un gran dilema que Raistlin agradeció no fuera de él.
Por primera vez comprendió el peso del mando, la soledad de quien lo ostentaba. La vida de miles de personas se encontraba en la balanza de esa decisión: las de los hombres de quienes era responsable el barón y ahora además las de los habitantes de la ciudad condenada. El barón era el único que podía tomar esa decisión y tenía que hacerlo de inmediato. Y lo que era peor, tenía que hacerlo sin disponer de todos los factores concurrentes.
¿Qué le había pasado al rey Wilhelm? ¿Por qué estaba resuelto a destruir la ciudad y acabar con sus habitantes? ¿Cabía la posibilidad de que el soberano tuviese una buena razón para ello? ¿El alcalde estaba diciendo la verdad o, viendo que su ciudad se encontraba ahora en una situación insostenible, se había inventado un cuento? El barón seguía paseando de un lado a otro del dormitorio; Raistlin lo observaba en silencio y sentía curiosidad por el resultado de sus cavilaciones.
Al final no se enteró. El barón se paró a mitad de recorrido entre uno y otro extremo del dormitorio.
—He tomado una decisión —anunció con tono grave—. Ahora, decidme la verdad, señoría. ¿Cuántos sirvientes tenéis en la casa y dónde están?
—Dos, milord —contestó dócilmente el alcalde—. Un matrimonio que lleva muchísimo tiempo a mi servicio. No neis nada que temer de ellos, señor. Ambos duermen tan profundamente que no se despertarían aunque la ciudad se desplomara sobre ellos.
—Confiemos en que las cosas no lleguen a eso —dijo aveniente el barón—. Hechicero, encuentra a esos sirvientes y ocúpate de que sigan bien dormidos.
—Sí, milord —respondió Raistlin, como se esperaba que hiciera, aunque le fastidiaba enormemente tener que marcharse.
—Y después ve a decirle a mi guardia personal que estaré listo para partir dentro de poco.
—¿Les hará daño? —inquirió con ansiedad el alcalde, refiriéndose a sus criados.
—No, no les hará daño —aseguró el barón.
El alcalde estaba pálido y abatido a causa de la expresión sombría y ceñuda de Ivor y de sus palabras ominosas. Indicó dónde podía encontrar Raistlin a los dos sirvientes y el joven hechicero remoloneó un poco más con la esperanza de que ti barón dijera algo que apuntara sus intenciones. Se demoró tanto que Ivor miró en su dirección, fruncido el ceño, a Raistlin no le quedó más remedio que ir a cumplir la orden o enfrentarse a una feroz reprimenda. —A buen seguro esos criados estarán dormidos profundamente —masculló el mago, irritado, mientras subía la escalera hasta el cuarto de los sirvientes, una pequeña habitación con una única ventana de faldón, en el último piso, no muy por debajo del nido de cigüeñas—. Enviarme a que me ocupe de ellos no es más que una excusa. Lo que pasa es que no se fía de mí y se ha inventado este absurdo encargo para quitarme de en medio. A Horkin le habría dejado quedarse.
Al final resultó que la intuición del barón era acertada. Quizás había oído algún ruido que indicaba que los criados se habían despertado. Cuando Raistlin abrió la puerta del dormitorio se encontró al criado, un hombre de mediana edad, sentado al borde de la cama y poniéndose una de las botas, en tanto que su esposa le azuzaba con el dedo en la espalda mientras decía, con gran nerviosismo, que estaba segura de que alguien había entrado en la casa.
Raistlin lanzó el hechizo justo cuando la mujer lo vio a la luz de la luna. El sueño le cerró la boca sin que hubiese lanzado el grito. El marido dejó caer la otra bota, que hizo un ruido seco al tocar el suelo, y se desplomó de espaldas en la cama. El efecto del conjuro duraría largo tiempo. Sin embargo, sólo para estar seguro, Raistlin cerró la puerta del cuarto y se llevó la llave, que después dejaría sobre la mesa de la cocina.
Algo aplacado por el hecho de que efectivamente habían corrido el riesgo de ser descubiertos, Raistlin regresó a la cocina, donde encontró a Caramon montando guardia en la ventana que daba al callejón.
—¿Dónde está Cambalache?
—Fue a la parte delantera para asegurarse de que nadie entrase por allí.
—Iré a buscarlo. El barón ha dicho que estemos prepara dos para marcharnos dentro de poco. Asegúrate de que el camino está despejado.
—Claro, Raist. ¿Qué ha decidido hacer? ¿Vamos a atacar?
—¿Y eso qué más nos da a nosotros, hermano? —inquirió con indiferencia el mago—. Nos pagan para que obedezcamos órdenes, no para que las cuestionemos.
—Sí, supongo que tienes razón —admitió Caramon—. Sin embargo, ¿no sientes curiosidad por saberlo?
—En absoluto —contestó Raistlin y se marchó a buscar a Cambalache.
El barón no dio la menor pista de sus intenciones en el camino de vuelta al almacén. Las calles seguían desiertas. No corrieron riesgos, se mantuvieron cerca de los edificios y se detuvieron en las esquinas para mirar a uno y otro lado de las calles laterales antes de cruzarlas. Estaban a punto de cruzar la última, teniendo el almacén justo enfrente de ellos, cuando Caramon, que iba a la cabeza del grupo, atisbo el brillo de una luz por el rabillo del ojo y retrocedió contra el costado de una casa abandonada.
—¿Qué pasa? —susurró el barón.
—Una luz. Al final de la calle —contestó en tono igualmente quedo el guerrero—. No estaba allí cuando nos marchamos.
Indicando por señas a los otros que permanecieran en las sombras, el barón se asomó sigilosamente a la esquina para otear en la dirección señalada por Caramon.
—Válgame el cielo —musitó sobrecogido—. ¡Tenéis que ser eso!
Los otros lo rodearon y se asomaron a la calle. Se detuvieron, mirando de hito en hito, tan estupefactos que olvidaron que estaban al descubierto.
Al final de la calle se alzaba un edificio, una construcción deteriorada, en ruinas, que en otros tiempos debió de ser muy hermosa. Restos de elegantes columnas sostenían un friso cuyas imágenes habían sido borradas, ya fuera por los estragos del tiempo o por la mano del hombre. El edificio estaba rodeado por un patio, cuyas losas aparecían rotas e invadidas por las malas hierbas. Caramon habría pasado por alto aquella reliquia, sin reparar en ella, de no ser por la luz de la luna.
Ya fuera por el diseño o por casualidad, el edificio absorbía los rayos de Solinari, reteniéndolos en la piedra del mismo modo que un niño capturaría luciérnagas en un frasco, de manera que la construcción resplandecía con un fulgor argénteo.
—Jamás había visto nada igual —dijo el barón en un tono quedo y reverente.
—Tampoco yo —convino Cambalache—. Es tan hermoso que me duele justo aquí. —Se puso la mano sobre el corazón.
—¿Es magia, Raist? —preguntó Caramon.
—Encantamiento, sin duda. —Raistlin hablaba en susurros, temeroso de que el sonido de su voz rompiera el hechizo—. Encantamiento —repitió—, pero no magia.
—¿Qué? —Caramon estaba desconcertado—. ¿Y qué otra clase de magia hay?
—Antaño existía la magia de los dioses —explicó su gemelo.
—¡Por supuesto! —exclamó el barón—. Ése debe de ser P Templo de Paladine. Lo vi señalado en el mapa. Probablemente sea uno de los pocos templos dedicados a los antiguos dioses que siguen en pie en todo Ansalon.
—El Templo de Paladine —repitió Raistlin. Miró a Solinari, la luna plateada. Y, según la leyenda, el hijo de Paladine—. Sí, eso lo explicaría.
—Debería ir a presentar mis respetos antes de marchar nos —dijo el barón.
No obstante, recordando que había asuntos importantes que decidir antes de que amaneciera, cruzó la calle hacia el almacén. Caramon y Cambalache lo siguieron y Raistlin fue detrás de ellos. Cuando llegaron al almacén, el joven mago hizo otro alto para echar una última mirada al maravilloso espectáculo. Sus ojos dejaron el templo y se alzaron hacia Solinari, atraídos de nuevo por la luna plateada.
El dios de la magia blanca se le había aparecido en el pasado; los tres dioses, Solinari, Lunitari y Nuritari, habían honrado al joven mago con su interés. Era a Lunitari a quien Raistlin debía lealtad en primer lugar, pero cuando un hechicero escogía venerar a uno de los tres primos debía, en algún rincón de su alma, venerar también a los otros dos.
Raistlin había honrado siempre a Solinari, aunque el joven mago albergaba la idea de que no gozaba de la total aprobación del dios de la magia blanca. Mientras contemplaba el templo reluciente a la luz de la luna plateada, Raistlin tuvo de repente la impresión de que Solinari había iluminado el templo a propósito para llamar su atención, como quien enciende una almenara de un faro. Si era así, ¿la luz brillaba para advertirles que se alejaran de una peligrosa costa a sotavento o estaba allí para guiarlos a través de la tormenta?
—¿Raist? —La voz de Caramon llamándolo sacó de su ensimismamiento al mago—. Eh, chicos, ¿habéis visto a mi hermano? Venía detrás de mí… Ah, estás ahí. Me tenías preocupado. ¿Dónde te habías metido? Todavía mirando ese templo ¿verdad? Produce una sensación extraña dentro de uno ¿a que sí?
»¿Sabes una cosa, Raist? —añadió impulsivamente el guerrero—. Me gustaría entrar ahí y conocerlo. Sé que es un templo de un antiguo dios que ya no está con nosotros, pero creo que si entrara hallaría respuesta a mis preguntas más importantes.
—Albergo serias dudas de que el templo pudiera decirte cuándo va a ser tu próxima comida —dijo Raistlin.
No sabía por qué lo hacía, pero cada vez que su gemelo manifestaba en voz alta lo que él había estado pensando reaccionaba con una brusquedad desmedida.
Una nube pasó delante de la luna, cual un tupido velo negro que hubiese caído sobre el orbe plateado. El templo desapareció, tragado por la oscuridad. Si es que alguna vez había conocido las respuestas a los misterios de la vida, el templo las había olvidado hacía mucho.
—Ejem. —Caramon carraspeó—. Será mejor que entres, Raist. Se supone que no debemos estar aquí fuera. Va contra las órdenes.
—Gracias, hermano, por recordarme mi deber —replicó secamente el mago, que apartó a su gemelo para pasar al almacén.
—De nada, Raist —respondió, radiante, Caramon—. Encantado.
En un rincón del almacén, el capitán Senej y la sargento Nemiss sostenían una conversación con el barón. Hablaban en voz baja, de manera que nadie oía lo que decían, ni siquiera Cambalache, a quien la sargento Nemiss había sorprendido agazapado detrás de un barril e irritada, como castigo, le había ordenado hacer guardia. Los soldados observaban los rostros de los tres buscando en sus expresiones alguna señal sobre las intenciones del barón.
—Sea lo que sea lo que esté diciendo el barón —comentó en voz queda Caramon—, al capitán Senej no parece gustarle.
El capitán estaba ceñudo y sacudía la cabeza. Se le oyó decir «no confiar» en tono alto y severo. Aparentemente la sargento Nemiss tampoco estaba complacida, ya que hizo un gesto enérgico con la mano, como si tirara bruscamente algo. El barón escuchó sus argumentos y pareció meditarlos. Finalmente, sin embargo, sacudió la cabeza. Un gesto cortante con la mano puso fin al debate.
—Ya conoces las órdenes, capitán —dijo en voz lo bastante alta para que todos los que estaban en el almacén lo oyeran.
—Sí, señor—contestó Senej.
—Volantín —llamó la sargento—. El barón va a marcharse ya. Lo escoltarás de regreso al campamento.
—Sí, señor. ¿He de volver aquí, señor?
—No habrá tiempo antes del ataque —dijo la sargento, que habló de un modo deliberadamente sosegado e impasible.
Los hombres se miraron entre sí. De modo que el ataque se llevaría a cabo. Pocos hicieron algún comentario, ya fuera de complacencia o de decepción. Habían ido a luchar, y eso sería lo que harían.
Volantín saludó, cogió el rollo de cuerda, y el barón y él se marcharon. La sargento Nemiss y el capitán Senej conferenciaron un poco más y luego la sargento fue a cambiar el turno de guardia. El capitán se tumbó en el suelo y se tapó la cara con el sombrero.
Los hombres siguieron su ejemplo. Caramon no tardó en empezar a roncar sonoramente, tanto que la sargento Nemiss le atizó una patada y le dijo que se diera la vuelta y dejara de meter tanto escándalo; seguramente podrían oírlo hasta en Solamnia.
Cambalache se durmió hecho un ovillo, como un lirón, incluso tapándose los ojos con las manos.
Raistlin, que había dormido casi todo el día, no estaba cansado. Se sentó con la espalda apoyada en la pared y recitó los conjuros una y otra vez hasta que los tuvo perfectamente memorizados.
Las palabras mágicas seguían prendidas en sus labios cuando el sueño lo venció y lo sumergió en imágenes oníricas de un templo bañado por la luz plateada de la luna.
—¡Conque un miserable cuerpo humano! ¡Y una mierda! —rezongó Kit mientras seguía la pista del dragón.
Había oído a Immolatus protestar con acritud por tener que caminar media manzana desde la posada hasta la taberna, de modo que había imaginado que podría alcanzarlo en el primer regato que encontrara y en el que el dragón se detendría para aliviar con el agua los pies doloridos. Su rastro resultaba fácil de seguir ya que dejaba a su paso ramas partidas, arbustos rotos y hierba pisoteada. Immolatus avanzaba a una velocidad asombrosa que dejó retrasada a Kit al comienzo de la persecución. Concentrado resueltamente en su meta, Immolatus parecía haber olvidado su forma humana. En su mente, avanzaba a través del bosque con una cola restallante y garras trituradoras.