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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, el túnica roja (19 page)

BOOK: Raistlin, el túnica roja
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Por desgracia, todavía faltaba mucho para ese momento. Cambalache deambuló por el almacén durante una hora registrándolo desde el techo hasta el sótano con la esperanza de encontrar algo que pudiera aprovecharse. A juzgar por el polvo y la paja que había en el suelo, el almacén se había utilizado como granero y todo cuanto encontró Cambalache fueron unos cuantos sacos vacíos, señal de que las ratas habían esquilmado a conciencia el lugar.

Tras regresar con las manos vacías de su rebusco, Cambalache intentó entablar conversación con Caramon, pero su amigo le chistó secamente y le ordenó que cerrara la boca para que no despertara a Raistlin. En opinión de Cambalache, nada salvo un Ingenio Ululante Gnomo Limpiaventanas Accionado a Vapor, como el que había visto en cierta ocasión, siendo pequeño, despertaría al joven mago.

Al recordar dicho ingenio, Cambalache se lanzó a contar a Caramon la interesante historia de cómo el ingenio, además de no limpiar los cristales de las ventanas, los había roto todos en el proceso, y que los propietarios de las ventanas se pusieron furiosos y estuvieron a punto de agredir a los gnomos, los cuales, sin embargo, hicieron notar que las ventanas sin cristales proporcionaban una vista clara y sin obstrucciones del exterior, que era lo que se estipulaba en el contrato. Tras declarar un éxito su máquina, los gnomos se habían marchado de la ciudad. Otro grupo de gnomos de un Comité de Vidrieros de Cristal Hilado y Espejos Rotos Especializado en Siete Años de Mala Suerte había llegado poco después (la política de dicho comité era seguir los pasos a los operadores de la máquina limpiacristales), pero se les impidió entrar cuando llegaron a los límites de la ciudad.

Caramon chistó de nuevo a Cambalache justo en el momento más interesante del relato, cuando los gnomos habían puesto en marcha su máquina y al alcalde empezaron a sangrarle los oídos.

El semikender se alejó y empezó a hacer otro recorrido desganado por el almacén; acabó tropezando y cayendo sobre el cuerpo de un soldado dormido al que no había visto por estar tumbado en las sombras. Recibió una patada y una maldición mandándolo al Abismo. En un rincón soleado, el capitán Senej y la sargento Nemiss se inclinaban sobre un mapa, elaborando un plan para el ataque de madrugada. Allí, al menos, había algo interesante. Cambalache se acercó y echó una ojeada al mapa.

—Esta es la calle principal que conduce a la puerta norte. Según el mapa —estaba diciendo el capitán Senej—, este edificio que hay justo aquí nos proporcionará una cobertura excelente hasta el momento en que tengamos que salir a descubierto para atacar.

—Y yo repito, señor, que uno de nuestros espías nos informó que ese edificio se quemó hace un mes —argumentó la sargento Nemiss—. No podéis contar con que siga allí, y si no está nos encontraremos al descubierto todo el trecho que hay desde esta manzana hasta las puertas.

—Hay árboles…

—Los han cortado, señor.

—Según tu espía.

—Sé que no tenéis muy buena opinión de él, señor, y admito que falló respecto a informarnos sobre las catapultas, pero…

—Un momento, sargento. —Al reparar en la sombra que se proyectaba sobre el mapa, el capitán Senej alzó la vista—. ¿Ocurre algo, soldado?

—Yo puedo ir —se ofreció Cambalache, haciendo caso omiso del sarcasmo—. Puedo ir y comprobar si la casa sigue en pie y si se han cortado los árboles. Por favor, señor, realmente necesito hacer algo. Tengo esa comezón en las manos y en los pies.

—Hongos de trinchera. Es la afección en los pies que ataca a los soldados por pasar mucho tiempo con ellos metidos en el agua.

—Nada de hongos de trinchera, señor —dijo la sargento—. Es kender. O mejor dicho, semikender.

El gesto del capitán se ensombreció.

—Podría llegar allí y estar de vuelta en un abrir y cerrar de ojos, señor —suplicó Cambalache.

—Ni hablar —se negó el capitán—. El riesgo de que se fijen en ti y te capturen es demasiado grande.

—Pero, señor… —insistió Cambalache.

—Quizá deberíamos atarlo —sugirió el capitán, iracundo.

—Señor, realmente no es mala idea, ¿sabéis? —intervino la sargento.

—¿Cuál? ¿Atarlo?

—No, señor. Enviarlo para que haga un reconocimiento. La vida de los hombres podría depender de si esa casa sigue en pie o no. Cambalache ha demostrado ya poseer recursos.

El capitán observó a Cambalache, quien, a fin de inspirar confianza, trató de ofrecer una apariencia más humana y menos kender.

—De acuerdo. Sería conveniente saber lo de esa casa —dijo Senej, cambiando de idea—. Pero dependes sólo de ti mismo, Cambalache. Si te capturan, no podemos poner en peligro la misión por ir a rescatarte.

—Lo entiendo perfectamente, señor —contestó el semikender—. No me cogerán. Tengo una gran facilidad para confundirme entre la gente y no desentonar, así que no se fijarán en mí y si lo hacen creerán que soy…

—¿No deberías estar ya en camino? —El capitán le lanzó una mirada feroz.

—Sí, señor. Ya me iba, señor.

Cambalache regresó donde Raistlin dormía y Caramon velaba el sueño de su hermano.

—Caramon —susurró el semikender—, necesito que me prestes esa bolsa.

—Ahí están nuestras raciones —argumentó el guerrero—. O lo que queda de ellas —añadió con aire sombrío.

—Lo sé. Traeré la comida de vuelta, lo prometo. Puede que incluso te traiga más.

—¡Tú tienes una bolsa! —protestó Caramon.

—El bastón… —murmuró en sueños Raistlin—. El bastón es… Es mío… ¡No! —gritó, y empezó a agitarse y a sacudir los brazos.

—¡Chist! ¡Raist! ¡Tranquilo, no pasa nada! —susurró Caramon, que sujetó a su hermano por los hombros al tiempo que echaba una ojeada hacia donde se encontraba la sargento Nemiss, la cual se había vuelto para mirar iracunda en su dirección—. Tu bastón está aquí, Raist. Justo a tu lado.

Caramon puso el cayado bajo la frenética mano de su gemelo. Raistlin lo aferró protectoramente, suspiró y volvió a sumirse en un profundo sueño.

—Acabará teniendo problemas con la sargento si sigue gritando así —comentó Cambalache.

—Lo sé, por eso me he quedado con él. Está más tranquilo si me tiene a su lado. —Caramon sacudió la cabeza—. No sé qué le pasa, nunca lo había visto así. No deja de pensar que alguien intenta quitarle el bastón.

Cambalache se encogió de hombros en un gesto de indiferencia. No le interesaba gran cosa nada de lo que Raistlin hacía o pensaba.

—Vamos, dame la bolsa —pidió.

Caramon se la entregó y lo observó mientras se la colgaba en un hombro.

—No me vendría mal otro par más, pero supongo que tendré que arreglarme con éstas. Lástima que me cortara el pelo. ¿Qué te parece?

Se pasó los dedos por el corto cabello de manera que se le quedó de punta y alborotado. A continuación esbozó una sonrisa alegre, despreocupada.

—Vaya —exclamó Caramon, estupefacto—. Pareces un kender. No te ofendas —añadió, consciente de lo susceptible que era su amigo con ese tema.

—No me ofendo —sonrió Cambalache—. De hecho, eso es lo que quería oírte decir. Hasta luego.

—¿Adónde vas? —demandó el guerrero.

—A hacer un reconocimiento del terreno —contestó su amigo con orgullo.

En una ciudad humana amurallada, donde todos conocían a todos y seguramente desde que habían nacido, cualquier extraño que entrara en ella tenía que llamar la atención por fuerza, y eso en una situación de normalidad. En consecuencia, ahora que la ciudad estaba rodeada de tropas enemigas, todo el mundo tenía los nervios a flor de piel. Los ciudadanos se ocupaban de sus asuntos cotidianos armados hasta los dientes, preparados para un ataque. Cualquier forastero era reducido de inmediato, atado y conducido para someterlo a interrogatorio. Con excepción de los kenders.

El problema no era que a los humanos todos los kenders les parecieran iguales, sino que el mismo kender nunca parecía el mismo dos veces consecutivas. O había cambiado sus ropas con un amigo o había tomado prestadas unas que estaban tendidas para secarse y le habían llamado la atención. Tal vez un día llevaba flores en el pelo, y al siguiente, jarabe de arce. Puede que llevara puestos sus zapatos o los de otra persona o fuera descalzo. No era de extrañar pues que la mayoría de los humanos —y en especial unos humanos preocupados, atemorizados, disgustados— no supieran si estaban viendo al mismo kender durante varios días o a varios kenders vestidos más o menos con el mismo atuendo.

En consecuencia, nadie en Ultima Esperanza prestó más atención a Cambalache que la habitual reacción de poner una mano con gesto protector sobre la bolsa del dinero.

Cambalache recorrió la calle principal de la ciudad amurallada y contempló con admiración las altas casas que se alzaban unas junto a otras, con las paredes enlucidas y los pilares de madera oscura. En las plantas altas brillaban los cristales emplomados de las ventanas en saliente que se asomaban a la calle. Sin embargo, algunos edificios necesitaban una mano de pintura; otros se encontraban en mal estado, cosa que no habría ocurrido si sus propietarios tuvieran medios para arreglar los aleros combados o reponer una ventana rota.

Los comercios por los que pasó estaban cerrados con tablones y los puestos de los mercados, vacíos y viniéndose abajo. Sólo las tabernas se hallaban concurridas ya que era allí donde todo el mundo iba a enterarse de las noticias, las cuales, en su mayoría, no eran buenas.

La gente con la que Cambalache se cruzó estaba pálida y alicaída. Si se paraban para hablar, mantenían la conversación en tono quedo, ansioso. Cambalache daba los buenos días en voz alta, pero nadie respondía. Casi todos sacudían la cabeza y apresuraban el paso. Las únicas personas alegres que vio fueron dos chiquillos, sucios y andrajosos, que corrían por la calle atacándose con espadas de madera.

—Así que éstos son los rebeldes —murmuró Cambalache.

Pasó ante una ventana abierta y vio a una mujer delgada, que parecía medio muerta de hambre, intentando amamantar a un quejumbroso bebé.

Cambalache se obligó a recordar a Borar desplomándose con una flecha hundida en la garganta. Imaginó los cuerpos aplastados y machacados bajo las grandes piedras lanzadas por las catapultas y así consiguió experimentar cierto odio contra esas gentes. Empero, puesto que sólo la parte humana de Cambalache era la que podía odiar y constituía únicamente la mitad de su ser, el odio quedaba atenuado considerablemente. Y ese odio que sentía en mayor o menor grado fue el que lo llevó hasta las puertas de la ciudad, que estaban cerradas, atrancadas y reforzadas con barricadas.

La información del espía era cierta en parte. La casa en cuestión se había incendiado, pero los árboles que crecían al pie de la muralla y que eran parte de sus defensas continuaban allí y proporcionarían inadvertidamente ayuda a los atacantes de la ciudad al darles la cobertura adecuada para su asalto.

Cambalache remoloneó por los alrededores tomando nota de los detalles e intentando imaginar de antemano las preguntas que el capitán y la sargento le plantearían. Aquello no le llevó mucho tiempo. Suponía que debería regresar al almacén, pero la idea de estar encerrado en aquel edificio, contemplando el sueño de Raistlin, le resultaba insoportable.

«A buen seguro al capitán le gustaría que le llevara alguna información sobre el enemigo —se dijo para sus adentros—. Y el enemigo está a mi alrededor. En algún sitio alguien debe de estar hablando sobre lo que planean hacer.»

Una corta búsqueda aportó una fuente de información que parecía prometedora. Un grupo de personas, una mezcla de civiles y soldados a juzgar por sus ropas, se había reunido en lo alto de la muralla, cerca de una torre de guardia. Uno de los hombres, un tipo corpulento y bien vestido, llevaba una pesada cadena de oro al cuello. Dicha cadena denotaba que debía de tratarse de alguien importante.

Cambalache estaba deseando con todas sus fuerzas haber sido un pequeño ratón para escabullirse entre los pies de aquellas personas, cuando al fijarse en los árboles que crecían junto a la muralla se le ocurrió otra idea. En lugar de ser un ratón, podría ser un pájaro.

Eligió el árbol más alto y que estaba más próximo al grupo y aguardó junto al tronco, a la sombra, hasta estar seguro de que los contados transeúntes no se habían fijado en él. Se despojó de las bolsas, que dejó al pie del árbol, y empezó a trepar por el tronco. Silenciosa y ágilmente fue ascendiendo con cuidado de rama en rama, sin apresurarse, estudiando cada punto de agarre donde plantaba manos y pies a fin de no mover las ramas y evitar que hiciesen ruido. Subió con tanto sigilo que sobresaltó a una ardilla que estaba en su nido.

El animalito le regañó sonoramente y abandonó el agujero del árbol; era una hembra y las crías la siguieron agitando las colas y escandalizando. El jaleo de las ardillas le proporcionó una excelente cobertura y le permitió trepar mucho más cerca de lo que había esperado llegar. Se acomodó en una rama justo debajo de la muralla y aguzó el oído. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo cuando oyó a uno de los hombres dirigirse al tipo corpulento que llevaba la cadena de oro con el título de «alcalde».

«¡Un consejo del comité de guerra —pensó muy nervioso Cambalache—. He ido a topar con una junta de los cabecillas!»

En realidad no era eso exactamente, como descubrió a no tardar. El alcalde había subido a la muralla para ver los resultados del último ataque del enemigo, un ataque que se había interrumpido a media mañana, cuando el ejército adversario se había retirado a su campamento.

—Este es el segundo asalto que hemos rechazado —estaba diciendo el alcalde en tono esperanzado—. Creo que tenemos bastantes probabilidades de ganar esta guerra.

—¡Bah! Los dos han sido escaramuzas. —El que hablaba era un hombre mayor, canoso y lleno de arrugas—. Simplemente han querido tantear nuestras defensas. Ahora tienen una buena idea gracias al zoquete que ordenó disparar la catapulta ayer por la mañana.

El alcalde soltó una tosecilla de reprobación a la que siguió un silencio. Luego, el hombre mayor volvió a hablar.

—Debéis afrontar los hechos, señoría —le dijo al alcalde—. No tenemos la más remota posibilidad de alzarnos con la victoria.

Otro silencio.

—Ni la más mínima —continuó el hombre mayor al cabo de unos instantes—. Tengo a mi mando hombres que en su mayoría no están entrenados. Oh, sí, disponemos de unos cuantos arqueros que pueden acertar en el blanco, pero no son muchos, y su número se reducirá en el primer asalto en serio. ¿Sabéis lo que ha pasado esta mañana? Encontré a tres de mis guardias completamente borrachos durante su turno de guardia. Y no los culpo. Yo mismo me habría emborrachado anoche si hubiese tenido a mano una botella.

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