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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, el túnica roja (15 page)

BOOK: Raistlin, el túnica roja
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10

Kitiara llegó al campamento de Kholos la tarde del día siguiente al ataque ce los mercenarios contra la muralla de la ciudad. Había tardado más de lo que había pensado y sabía que Immolatus estaría hirviendo de impaciencia. El acceso secreto en la montaña resultó estar más lejos del campamento de lo que Kitiara había calculado y el trecho recorrido había sido más dificultoso de lo que imaginaba.

Encontró al dragón profundamente dormido en su tienda, ajeno al estruendoso martilleo del herrero, cuya forja portátil se encontraba cerca.

Kit podía oír los ronquidos de Immolatus por encima del repiqueteo de la herrería. Entró en la tienda del dragón sin tomarse la molestia de anunciarse y pisó algo que rodó bajo sus pies. Soltó un contundente juramento mientras recobraba el equilibrio, bajó la vista al objeto con el que había resbalado y lo observó a la escasa luz del interior.

¿Un estuche de mapas? Estaba a punto de recogerlo cuando advirtió que era un estuche de pergaminos, como el que los hechiceros utilizaban para guardar sus conjuros. Kit lo dejó tirado donde estaba. A saber qué hechizos de protección podía tener. Varios estuches más yacían desperdigados por el suelo, así como numerosos anillos que se habían salido de una bolsita y una vasija de barro rota que había contenido, a juzgar por el olor, sopa de pollo.

Todo un misterio. Los estuches de pergaminos no pertenecían a Immolatus y tampoco parecía que el dragón tuviera gran interés en ellos puesto que los había dejado tirados en el suelo. Kit dedujo que el dragón había celebrado algún tipo de reunión en su ausencia, aunque a saber con quién. Aquellos estuches señalaban un mago, y la vasija con la sopa de pollo a un cocinero. A lo mejor el cocinero del campamento tenía escarceos con la magia. Kit esperaba fervientemente que Immolatus no hubiera ofendido al cocinero; la comida ya era bastante mala para que encima se volviera peor.

La mujer miró con resentimiento al dragón; allí estaba él, cómodo y calentito, echando una siesta, mientras que ella le hacía el trabajo sucio. Despertarlo le proporcionó una sombría satisfacción.

—Eminencia. —Kit lo sacudió por el hombro—. Immolatus.

El despertó al punto, totalmente consciente, y sus ojos la miraron con una ferocidad y un desprecio que no le inspiraba tanto ella como el hecho de despertar diariamente para sentir la amarga decepción que experimentaba al verse atrapado en un cuerpo humano. Sus rojos ojos la contemplaron fríamente, con odio y desprecio —el mismo desprecio que sentía por toda su especie—, del mismo modo que la mujer miraría a una garrapata hinchada.

Kit retiró rápidamente la mano de su hombro y retrocedió un paso. Nunca había visto a nadie salir de un profundo sueño y pasar instantáneamente a ese nivel de conciencia. Había algo antinatural en ello.

—Siento despertaros, Eminencia —dijo, y había mucho de verdad en sus palabras—, pero pensé que os gustaría saber que he tenido éxito en la consecución de nuestra misión. —Realmente no pudo evitar darle un ligero timbre irónico al plural del posesivo—. Pensé que querríais saber lo que he descubierto. —Echó una ojeada en derredor y preguntó con simulada indiferencia—. ¿Qué ha ocurrido, Eminencia? ¿Qué son todos estos objetos?

Immolatus se sentó en la cama. Dormía con los ropajes rojos; nunca se los quitaba, nunca los lavaba, nunca se bañaba. Soltaba una peste repugnante, un olor hediondo, mohoso, a muerte y putrefacción que le recordaba a Kitiara el húmedo cubil del dragón.

—He tenido un encuentro de lo más interesante con un joven mago —contestó Immolatus.

Kitiara apartó de un puntapié uno de los estuches de pergamino que estaba en su camino y tomó asiento.

—Debe de haberse marchado con mucha prisa.

—Sí, no tenía ganas de entretenerse. —Immolatus esbozo una desagradable sonrisa y murmuró —: Tenía algo que yo quería.

—¿Y por qué no se lo quitasteis: simplemente? —preguntó impaciente Kit.

Aquello no le interesaba en absoluto. Había sido una larga caminata y estaba cansada e irritable. Tenía información importante que dar, si es que el condenado dragón cerraba la boca el tiempo suficiente para oírla.

—Una respuesta típicamente humana —gruñó Immolatus—. Hay ciertas implicaciones sutiles que tú no entenderías. Tendré ese objeto, pero a mi modo y en el momento oportuno. Encontrarás una nota sobre la mesa. Ocúpate de que se la entreguen al joven mago que, según tengo entendido, sirve con esos a los que curiosamente llámanos nuestros aliados.

Immolatus señaló un estuche que había sobre la mesa; el pergamino había sido sacado. Por lo visto, el mensaje estaba dentro.

Kit iba a replicar iracundamente que no era el chico de los recados, pero temiendo que con ello iniciaría una discusión, cuando lo único que quería hacer era pasar la información e irse a la cama, se tragó las palabras.

—¿Cómo se llama el mago, milord? —preguntó.

—Magius —contestó Immolatus.

—Magius. —Kit salió de la tienda, paró a un soldado que pasaba y le tendió el estuche de pergamino con la orden de ocuparse de que fuera despachado.

—¿Y bien, Uth Matar? —inquirió el dragón cuando Kit hubo regresado al interior de la tienda—. ¿Qué ha pasado con tu misión? ¿Tuviste éxito? Deduzco que no, ya que te andas con rodeos para no contármelo.

Por toda respuesta, Kitiara sacó el librito, que llevaba sujeto debajo del cinturón, y se lo tendió al dragón.

—Vedlo por vos mismo, Eminencia.

Immolatus cogió el libro con ansiedad, casi arrebatándoselo de un tirón.

—De modo que encontraste los huevos de los dragones de colores metálicos.

Una queda risita de malicioso júbilo retumbó en lo profundo de su garganta. Repasó los números ávidamente mientras la mujer explicaba sus anotaciones.

—Los conté por hileras; hay un enorme montón de ellos. La «d» significa «dorados», y la «p» es por «plateados», de modo que «11/34 huevos p» indica que hay treinta y cuatro huevos de Dragón Plateado en la hilera número once.

—Soy perfectamente capaz de entender tus garabatos, a despecho de que parece que una gallina hubiese estado caminando sobre las páginas.

—Me alegro de que mi trabajo os satisfaga, milord —repuso Kitiara, demasiado cansada para que le importase si él advertía o no su sarcasmo.

El dragón no lo notó. Estaba ensimismado examinando las anotaciones. Masculló entre dientes, hizo cálculos, asintió complacido y emitió aquella risita siniestra. Cuando volvió la página y vio el mapa, sus rasgos se tensaron con una sonrisita. Casi ronroneó de placer.

—Así que ésta es la ruta a la entrada secreta de la montaña. —Frunció el entrecejo sin dejar de mirar la hoja—. Parece bastante clara.

—Lo será para el comandante Kholos —dijo Kitiara, que bostezó. Tendió la mano—. Se lo llevaré ahora, Eminencia, si habéis terminado con ello.

Immolatus no se lo devolvió. Observaba con intensa concentración el mapa y Kitiara tuvo la impresión de que estaba memorizándolo.

—¿Vais a ir a la cueva, Eminencia? —preguntó, sobresaltada e inquieta—. No hay razón para que lo hagáis. Os aseguro que mis anotaciones son precisas, pero si no os fiáis de mí…

—Me fío de ti, Uth Matar —repuso el dragón en tono agradable. Estaba de un humor excelente—. Al menos tanto como me fiaría de cualquier gusano como tú.

—Entonces, Eminencia, no deberíais perder vuestro precioso tiempo viajando a esa cueva —adujo Kit al tiempo que esbozaba su sonrisa más encantadora—. Nuestro trabajo ha terminado y éste es un buen momento para que emprendamos el regreso. El general Ariakas ordenó que volviéramos lo antes posible para darle esta información.

—Tienes razón, Uth Matar. Deberías regresar inmediatamente con el general.

—Eminencia…

—Ya no necesito tus servicios, Uth Matar. —El dragón se estaba riendo de ella—. Regresa can Ariakas y reclama tu recompensa. Estoy convencido de que estará más que complacido de dártela.

Immolatus se levantó de la cama, pasó junto a Kitiara y se encaminó hacia la solapa para salir de la tienda, pero la mujer lo cogió del brazo.

—¿Qué vais a hacer? —demandó.

—Suéltame, gusano. —El dragón la miró torvamente.

—¿Qué vais a hacer? —repitió Kitiara, aunque sabía la respuesta. Lo que ignoraba era qué, en nombre de todo lo sagrado, podía hacer ella al respecto.

—Eso es asunto mío, Uth Matar, no tuyo. Es un asunto que no te incumbe.

Se libró de su mano de un tirón y se dirigió de nuevo hacia el exterior.

—¡Maldición! —Kitiara fue en pos de él y volvió a cogerlo del brazo, clavándole las uñas en la carne—. Sabéis cuáles son las órdenes…

—¡Las órdenes! —Se giró bruscamente hacia ella, iracundo, feroz—. ¡Yo no recibo órdenes de nadie! ¡Y ciertamente no de un insignificante humano que se pone un yelmo adornado con cuernos y se autodenomina «Señor de los Dragones»!

»Oh, sí. —Immolatus enseñó los dientes al esbozar una mueca desdeñosa—. He oído a Ariakas calificarse con ese término. ¡«Señor de los Dragones»! ¡Como si él o cualquier otro humano tuviese derecho a vincular su insignificante poder y su patética vida mortal con nosotros! Aunque no lo culpo por ello. ¡Cree que al emularnos de ese modo lastimoso podrá granjearse una pequeña parte del respeto y del miedo que todas las especies de Krynn nos tienen! —El dragón resopló y una pequeña llama asomó por las aletas de su nariz.)

»¡Como ocurre con un niño que juega a desfilar con la armadura de su padre puesta, descubrirá que es demasiado pesada para él y caerá, víctima de sus vanas ilusiones! —dijo, siseando las palabras—. Voy a destruir los huevos —anunció con queda furia—. ¿Te atreverás a intentar impedírmelo?

Kitiara estaba corriendo un gran peligro pero, a su entender, no tenía mucho que perder.

—Fue el general Ariakas quien dio la orden, eso es cierto, Eminencia —argumentó, sosteniendo osadamente la abrasadora mirada del dragón—. Pero los dos sabemos quién le dio la orden a él. ¿Desobedeceréis a vuestra soberana?

—Sin dudarlo —repuso Immolatus al tiempo que rechinaba los dientes—. ¿Crees que le temo? Tal vez lo haría, si Takhisis estuviese en este mundo. Pero no es así, ya lo sabes. Está atrapada en el Abismo. Oh, podrá despotricar y rabiar y tener una pataleta, pero no podrá alcanzarme. En consecuencia, tendré mi venganza. Me vengaré de los horribles Dorados y Plateados que mataron a mis compañeros y nos arrastraron al aislamiento y al olvido. Destruiré sus crías como ellos hicieron con las nuestras. Destruiré el funesto templo de un dios maldito. Destruiré la ciudad que alberga el templo y después —sacó y metió la lengua como un reptil, como una llama lamiendo sangre—, destruiré al descendiente de Magius. Mi venganza sobre todos será completa. —Sus ojos titilaron.

«Deberías marcharte mientras aún es posible, Uth Matar. Si resulta que Kholos y su chusma se interponen en mi camino, los destruiré a ellos también.

—Señor —argumentó desesperadamente Kitiara—, su Oscura Majestad tiene planes para esos huevos.

—Y yo —repuso Immolatus—. Dentro de poco, Krynn y sus gentes contemplarán el verdadero poderío de los dragones. Sabrán que hemos regresado para ocupar el ámbito de poder e influencia que nos corresponde: el gobierno del mundo.

Kitiara no podía permitirle que echara a rodar los planes de Ariakas, que desacatara las órdenes de la Reina Oscura. Y, por encima de todo, no podía dejar que Immolatus acabara con sus planes, sus esperanzas y sus ambiciones.

Mientras él hablaba, Kit desenvainó la espada en un movimiento rápido y fluido. Si Immolatus hubiese sido humano, se habría encontrado con dos palmos de acero hundidos en las entrañas antes de que hubiese tenido tiempo de respirar.

Pero no era un ser humano, sino un dragón. Un Dragón Rojo, uno de los seres más poderosos de Krynn. Un fuego abrasador envolvió a Kitiara. El aire siseó y chisporroteó a su alrededor, le quemó los pulmones cuando intentó inhalar para lanzar un grito, le chamuscó la carne. Cayó de rodillas y esperó la muerte.

Las llamas desaparecieron repentinamente. Kit tardó un instante en darse cuenta de que no estaba herida, salvo por el horrible recuerdo de ser quemada viva. De momento sólo era eso, un recuerdo. Y una amenaza. No se movió de donde había caído, desalentada, derrotada.

—Adiós, Uth Matar —dijo Immolatus en tono agradable—. Gracias por tu ayuda.

Se marchó con una sonrisa, una inclinación de cabeza burlona y un rechinar de dientes. Kitiara lo vio salir de la tienda, vio cómo su carrera salía con él.

Continuó caída en el suelo, hecha un ovillo, hasta que estuvo segura de que él no regresaría. Dolorida y agarrotada, empezó a incorporarse apoyándose en el catre para ayudarse. Una vez que estuvo de pie y dio unos pasos, se sintió mejor.

Kitiara salió de la tienda e inhaló profundamente. El aire contaminado con humo era mejor que la fétida atmósfera del interior de la tienda, impregnada por el hedor a dragón. Buscó un lugar solitario en el campamento y lo encontró detrás del improvisado cadalso. Nadie iba allí si podía evitarlo. El único inconveniente eran las moscas, pero Kit hizo caso omiso de ellas. Allí, sola, sin ser vista, caviló sobre el aprieto en el que se encontraba.

No podía —no debía— permitir que Immolatus llevara a cabo lo que se proponía. A Kit le importaban un ardite los huevos de dragón y la ciudad y sus habitantes. En cuanto al templo, después de la desagradable experiencia vivida en él, habría ayudado de buena gana a Immolatus a destruirlo. Pero no podía permitirse el lujo de satisfacer una venganza personal. Y el dragón tampoco. Había mucho en juego; el premio por el que habían apostado en enorme. Y ahora, en lugar de poner lo que habían ganado en la apuesta final, el dragón iba a gastar las ganancias en una cena y un espectáculo. ¡Y qué espectáculo sería! Kitiara pateó el suelo con rabia y frustración.

Dentro de poco se sabría en Ansalon que los dragones habían vuelto. El ejército de Ariakas no estaba preparado aún para lanzar un ataque a gran escala. Eso resultaba evidente sólo con echar un vistazo a este campamento. Kholos y sus reclutas novatos serían perruna para los Caballeros de Solamnia o cualquier otra fuerza bien entrenada. Perderían la guerra incluso antes de que hubiese empezado y todo porque un monstruo arrogante y egoísta había decidido hacer un corte de mangas a su soberana.

—No puedo vencerlo en un combate —murmuró Kitiara, que daba diez pasos en una dirección, giraba sobre sus talones, y daba otros diez hacia el lado contrario—. Su magia es demasiado poderosa; eso lo ha demostrado. Pero hasta el mago más poderoso tiene un punto débil, justo entre los omóplatos.

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