—¿Y qué otra cosa podemos hacer? —inquirió el alcalde con voz entrecortada. Parecía estar al borde de la histeria—. ¡Intentamos rendirnos! ¡Ya oíste lo que ese… desalmado dijo!
—Sí, lo oí. Y ésa es la razón de que no me emborrachase anoche hasta perder el sentido. —La voz del comandante se endureció—. Albergo la esperanza de durar lo suficiente para vérmelas personalmente con él.
—Me parece increíble —comentó el alcalde—, pero da la impresión de que el rey Wilhelm quiere vernos muertos a todos. Tenía que saber que al gravarnos con ese injusto impuesto la situación desembocaría en abierta rebelión. Nos forzó a dar este paso y luego ha enviado a su ejército para darnos una lección. Cuando intentamos acordar la paz, su general la condicionó a unos términos tan atroces que ninguna persona en su sano juicio aceptaría.
—Eso no os lo discuto, señoría.
—Pero ¿por qué? —demandó el alcalde con impotencia—. ¿Por qué nos hace esto?
—Si los dioses estuvieran aún por aquí, lo sabrían. Como no están, he de asumir que sólo el rey Wilhelm lo sabe, y ha perdido la chaveta, si lo que se cuenta es cierto. A lo mejor tiene nuevos arrendatarios para nuestros hogares. Os diré una cosa, sin embargo: el ejército que hay ahí fuera no es el de Yelmo de Blode.
—¿No? —El alcalde parecía sorprendido—. Entonces, ¿qué ejército es?
—Lo ignoro. Pero serví varios años en el de Yelmo de Blode y ése no lo es. Éramos un ejército temporal, formado por gentes del país. Dejamos nuestros arados para coger las espadas, hicimos unas cuantas horas de marcha, combatimos nuestra batalla y regresamos a nuestras casas a tiempo de tomar la cena. Sin embargo, ése de ahí fuera… Ese es un ejército de guerreros. Un ejército profesional, no un puñado de granjeros que se han puesto las armaduras de sus abuelitos.
—Pero, entonces, ¿qué significa eso? —El alcalde estaba aturdido, como si alguien lo hubiese golpeado con una roca.
—Significa que tenéis razón, señoría —fue la lacónica respuesta del comandante—. El rey, o alguna otra persona, nos quiere muertos a todos.
El comandante hizo una reverencia al alcalde y después se marchó.
El alcalde masculló algo para sí mismo, soltó un sonoro suspiro, permaneció unos segundos más en la muralla y luego descendió.
También Cambalache se quedó sentado en la rama un poco más, repasando la conversación una y otra vez para así poder repetirla con exactitud. Una vez la hubo memorizado, descendió del árbol, recogió sus bolsas y salió del soto justo ante las narices del alcalde, que reaccionó dando un brinco y llevándose instintivamente la mano a la bolsa del dinero.
—¡Largo de aquí! —gritó.
Cambalache habría obedecido de buena gana, pero entonces el mayor lo miró con más detenimiento y se movió hacia un lado, de manera que su corpachón le cerró el paso al semikender.
—¡Espera un momento! ¿Te conozco? —El alcalde seguía mirándolo con suma atención.
—Oh, sí —respondió alegremente Cambalache.
—¿De qué? —El alcalde frunció el entrecejo.
—He tenido el honor de aparecer ante vos muchas veces, señoría. —Cambalache le dedicó una cortés reverencia.
—¿De veras? —El hombre estaba dubitativo.
—En la sesión matinal del tribunal, ya sabéis, cuando nos dejan salir de la cárcel después de haber sido arrestados la noche antes y nos llevan ante vos, y vos hacéis esos estupendos discursos tan conmovedores sobre la ley y el orden y de que la honradez es el mejor curso de acción y todo lo demás.
—Entiendo. —El alcalde seguía desconcertado.
—Me he cortado el pelo —añadió Cambalache—. Quizá sea por eso por lo que no me reconocéis. Y no he estado en la cárcel hace mucho tiempo. Vuestros discursos —afirmó solemnemente— me han ayudado a dar un nuevo rumbo a mi vida.
—Bueno, me alegra oír eso —dijo el alcalde—. Cuida de que siga así. Buenos días.
Echó a andar calle adelante y subió la escalera que daba a la puerta de una gran casa, la mejor de la manzana.
—¡Uf! —resopló Cambalache y se aseguró de tomar una calle diferente, decidido a no darle ocasión al alcalde de que volviera a verlo—. Ha faltado un pelo. ¡Parece increíble que haya podido bajar de la muralla tan deprisa! Se mueve rápido para ser un hombre gordo, eso hay que reconocerlo.
—¿Que intentaron rendirse? —El capitán Senej estaba estupefacto—. ¿Estás diciéndome que hemos perdido unos buenos hombres contra una ciudad que no quiere luchar?
—Debe de haber oído mal —opinó la sargento Nemiss, que se volvió hacia Cambalache—. Tienes que haberlo entendido mal. Veamos, ¿cuáles fueron exactamente las palabras?
—«Intentamos rendirnos» —repitió Cambalache—. Y hay algo más, señores. Escuchad. —Acto seguido relató textualmente la conversación.
—¿Sabes? —le dijo el capitán a la sargento—. Tuve esa misma idea sobre el ejército. Nunca he luchado con el ejército de Yelmo de Blode, pero he oído hablar de él y era exactamente como lo describió el hombre mayor: hombres que soltaban el arado para coger la espada y después tiraban la espada para coger de nuevo el arado.
—Pero si eso es cierto, ¿qué significa, señor? —inquirió la sargento Nemiss, que sin saberlo se hizo eco de las palabras del alcalde.
—Significa que el enemigo alzó las manos para rendirse y estamos a punto de cortarle la cabeza —contestó el capitán—. Al barón no le va a gustar esto. Ni pizca.
—¿Y qué hacemos, señor? El asalto está previsto para mañana al alba y nuestras órdenes son atacar las puertas desde el interior. No podemos actuar en contra de las órdenes.
El capitán reflexionó unos instantes y después tomó una decisión.
—El barón debería saber lo que está pasando. Tiene fama de ser un hombre justo y honrado. Imagina cómo repercutirá en su reputación y en la nuestra si resulta que estamos tomando parte en una carnicería a sangre fría. Nadie volvería a contratarnos. Al menos el barón debería tener la oportunidad de decidir si ratifica sus órdenes o las cambia.
—Dudo que tengamos tiempo para enviar un mensajero, señor.
—Es poco más de mediodía ahora, sargento. Un hombre solo puede moverse más deprisa que toda una tropa. Si corta directamente a través del campo, podría estar allí en tres horas. Una más para que explique la situación al barón, y otras tres para regresar. Da un margen de una o dos horas para contratiempos imprevistos y aun así estaría de vuelta al anochecer en el peor de los casos. El ataque no está previsto hasta el amanecer. ¿Quién es el mejor hombre?
—Volantín —respondió la sargento Nemiss—. Avisa a Volantín —ordenó a uno de los soldados.
Volantín llegó poco después, despeinado y todavía bostezando.
—Necesitamos que lleves un mensaje al barón —dijo el capitán, y el timbre tenso de su voz bastó para que Volantín se despertara por completo.
—Sí, señor —dijo al tiempo que se ponía firme.
—No puedes esperar a que oscurezca. Tendrás que ir ahora. La mejor ruta es probablemente por encima de la muralla, por donde entramos. Nos enfrentamos a un puñado de civiles convertidos en soldados, pero aun así ve con cuidado. Da lo mismo si te mata un hombre entrenado o desentrenado, porque eso no cambiará el hecho de que estés muerto.
—Sé lo que hay que hacer, señor. Conseguiré pasar —afirmó con seguridad.
—Toma la ruta más directa al campamento e informa al barón. Esto es lo que quiero que le digas. ¿Qué tal memoria tienes?
—Excelente, señor.
—Cambalache, cuéntale lo que nos has dicho.
El semikender repitió el relato. Volantín escuchó atentamente, asintió una vez y aseguró que lo tenía. Se le ofreció un equipo, pero lo rechazó argumentando que sólo necesitaba un rollo de cuerda y un cuchillo, cosas que ya tenía en su poder. Cuando el centinela avisó que la calle estaba desierta, Volantín salió agachado por la puerta y desapareció alrededor de la esquina del almacén.
—Ahora sólo nos queda esperar —dijo el capitán.
Las horas de la tarde transcurrieron lentamente. Los hombres mataron el tiempo jugando al salto del caballero, un juego en el que cada participante ejercía presión en el borde de una ficha metálica pequeña con otra ficha más grande, haciendo que la pequeña «saltara» dentro de una taza. El jugador con mayor número de fichas dentro de la taza al final de la partida era el ganador.
Un juego muy antiguo —se decía que había sido el preferido del legendario Caballero de Solamnia, Huma—. El salto del caballero era muy popular entre los hombres del barón, quienes valoraban sus fichas hechas a mano tanto como las monedas en curso del reino. Cada soldado encargaba sus fichas al herrero, que las hacía con trocitos de metal sobrantes; cada juego de fichas iba marcado con el diseño particular de su propietario o propietaria. Se habían desarrollado variantes del juego. A veces al participante se le exigía no sólo hacer «saltar» su ficha dentro de la taza, sino también que se quedara colocada justo encima de la que ya había dentro.
El barón era el terror en el salto del caballero, que resultó ser también un juego en el que Raistlin —con su extremada destreza manual— sobresalía. Siendo uno de los contados pasatiempos «frívolos» que le gustaban al habitualmente circunspecto joven, participaba en el juego con una determinación, una intensidad y una destreza tales que los jugadores ocasionales encontraban desalentadoras, pero que los expertos sabían reconocer y apreciar enseguida. Un jugador que tenía mal perder insistió agriamente en cierta ocasión que el hechicero debía de estar utilizando su magia para ganar, pero Raistlin demostró fácilmente que su detractor estaba equivocado para satisfacción de sus partidarios, de los que tenía muchos. No porque les cayera bien, sino porque les hacía ganar dinero.
Debido a su naturaleza ahorrativa y su renuencia a apostar el dinero que tanto le había costado ganar, Raistlin nunca tomaba parte en las partidas donde se cruzaban apuestas altas, pero enseguida encontró a quienes cubrían sus apuestas gustosos a cambio de compartir los beneficios.
Caramon, con sus enormes y torpes manazas, era un jugador mediocre en el mejor de los casos. Disfrutaba viendo participar a su gemelo, aunque a menudo irritaba a Raistlin hasta lo indecible con sus consejos bien intencionados pero mal calculados.
El único sonido que se oyó a lo largo de la tarde fue el tintineo de las fichas al caer dentro de las copas metálicas y algún que otro gruñido quedo o juramento mascullado por parte de los perdedores y alabanzas susurradas para el ganador. La partida acabó con la puesta de sol y sólo porque estaba demasiado oscuro para calcular bien la distancia requerida para el salto de la ficha. Los hombres se dispersaron para dar cuenta de la cena, consistente en carne fría y pan duro, y agua para ayudar a bajarlo. A continuación se acostaron para dormir un poco, sabedores de que les aguardaba un madrugón. Otros pasaron el tiempo intercambiando relatos o con juegos de palabras. Raistlin entregó su parte de las ganancias a Caramon para que las guardara, bebió una infusión fría y se durmió apaciblemente, soñando con fichas y copas en lugar de hechiceros siniestros.
Para entonces todos estaban enterados de la misión de Volantín, sabían el riesgo que corría su compañero. Lo siguieron mentalmente a lo largo de la ruta, haciendo cálculos del tiempo que le costaría llegar al campamento, discutiendo si debía seguir la calzada principal o tomar un atajo, especulando e incluso apostando dinero sobre la respuesta del barón.
A medida que se acercaba la noche, los soldados no dejaban de mirar hacia la puerta, asomarse a las ventanas y adoptar una expresión esperanzada al oírse unas pisadas en la desierta calle, pero el gesto se tornaba abatido cuando los pasos continuaban adelante. El plazo calculado para que Volantín hiciera el viaje de ida y vuelta quedó atrás sin que éste regresara. El capitán Senej y la sargento Nemiss continuaron haciendo planes para el ataque del amanecer. Y entonces uno de los centinelas preguntó en tono quedo y tenso:
—¿Quién va?
—Kiri-Jolith y el martín pescador —fue la respuesta, la contraseña correcta, y un cansado pero sonriente Volantín pasó junto al centinela.
—¿Qué ha dicho el barón? —demandó el capitán Senej.
—Preguntádselo vos mismo —dijo Volantín, que señaló con el pulgar a Ivor, el cual venía detrás de él.
Los hombres se quedaron boquiabiertos por la sorpresa.
—¡Firmes! —gritó la sargento Nemiss al tiempo que se incorporaba de un brinco.
Los hombres obedecieron precipitadamente, pero el barón hizo un ademán ordenándoles que siguieran donde estaban.
—Voy a llegar al fondo de este barril —manifestó—. Puede que se vea agua clara en la superficie, pero tengo la sensación de que en el fondo hay fango. No me gusta lo que estoy oyendo sobre nuestros supuestos aliados y ciertamente no me gustó nada lo que vi personalmente.
—Sí, señor. ¿Cuáles son vuestras órdenes, señor?
—Quiero hablar con alguien que tenga mando en esta ciudad. Tal vez con su comandante.
—Eso será peligroso, señor.
—Maldita sea, ya sé que será peligroso. Yo…
—Con vuestro permiso, señor. —Cambalache apareció junto al barón—. Yo conozco la casa donde vive el alcalde. Al menos, creo que debe de ser su casa. Es la más grande y la mejor de la manzana.
—¿Quién eres? —preguntó Ivor, incapaz de distinguir los rasgos del soldado envuelto en la oscuridad.
—Cambalache, señor. Fui yo quien oyó la conversación del alcalde y lo vi dirigirse por una calle hacia esa casa y entrar en ella.
—¿Sabrías encontrar el camino hacia allí?
—Sí, señor —contestó Cambalache.
—Bien, vayamos pues. No falta mucho para que amanezca. Capitán Senej, tú y la sargento Nemiss os quedáis con las tropas. Si no hemos vuelto a la salida del sol, seguid adelante con el plan de ataque.
—Sí, milord. ¿Puedo sugerir, señor, que llevéis con vos un par de hombres más por si acaso os surgen problemas?
—Si me encuentro con problemas, capitán, dará lo mismo si somos dos o cuatro, ¿no crees? Si se nos echan encima cincuenta ciudadanos furiosos, no servirá de nada. Y no quiero ir por la ciudad con un ejército metiendo ruido detrás de mí.
—No necesitáis un ejército, señor —insistió el capitán con obstinación—. Al menos deberíais llevar con vos al hechicero Majere. Anoche demostró su habilidad y prestó un gran servicio a la compañía, milord. Que os acompañen él y su hermano. Caramon Majere es un buen guerrero y tan grande como una casa. Su presencia no os perjudicará, señor, y pueden ser de gran ayuda.