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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, el túnica roja (29 page)

BOOK: Raistlin, el túnica roja
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Un muro de rocas les cerraba el paso.

—Tanto esfuerzo para nada —dijo Caramon—. En fin, al menos ahora sabemos que es seguro. Regresemos.

Raistlin dirigió la luz del bastón hacia el muro y enseguida descubrió la entrada con la verja hecha de plata y oro. Miró a través de ella y vio una pequeña cámara circular. Caramon se asomó por encima de su hombro; la cámara estaba vacía excepto por un sarcófago situado justo en el centro de recinto oval.

—Raist, eso es una tumba —musitó el fornido guerrero, inquieto.

—¡Qué observador, hermano! —dijo el mago con sorna.

Haciendo caso omiso de las súplicas de Caramon, empujó la verja y la abrió. La luz del Bastón de Mago brilló con un intenso fulgor plateado en el mismo instante en que penetró en la cámara. Raistlin alzó el bastón para que la luz cayera sobre el sarcófago, iluminando la figura de piedra tallada en la parte superior. El mago la contempló en silencio.

—Mira esto, hermano —dijo finalmente en voz baja, reverente—. ¿Qué ves?

—Un caballero, supongo. Hay demasiado polvo para estar seguro. —Caramon apartó los ojos; acababa de darse cuenta de que la tapa del sarcófago estaba corrida—. ¡Raist, deberíamos irnos de aquí! ¡Esto no está bien!

El mago no hizo caso a su hermano y se acercó al sarcófago, asomándose por la tapa retirada para mirar dentro. Se quedó inmóvil, mirando de hito en hito y retrocedió ligeramente.

—¡Lo sabía! —Caramon asió la espada con tanta fuerza que la mano le dolió.

—Acércate, hermano —dijo Raistlin, haciéndole una seña—. Deberías ver esto.

—No, no debería —rechazó firmemente el guerrero al tiempo que sacudía la cabeza.

—¡He dicho que vengas a ver esto, Caramon! —La voz de Raistlin sonaba ronca.

Arrastrando los pies, reacio, el guerrero se adelantó. Cambalache iba con él sosteniendo su espada en una mano y con la otra agarrando el cinturón de Caramon.

Este echó un rápido vistazo dentro de la tumba y apartó los ojos enseguida, antes de tener la oportunidad de ver algo horrible, como un esqueleto enmohecido, con restos de carne pegados a los huesos. Estupefacto por lo que había entrevisto, volvió a mirar dentro.

—¡El caballero! —musitó—. ¡El caballero que me llamó!

En la tumba yacía un cuerpo; vestía una antigua armadura que brillaba con la luz del Bastón de Mago, un suave fulgor que parecía envolver al caballero con amorosa ternura. El caballero lucía un yelmo del estilo que era popular antes del Cataclismo. Encima de la armadura llevaba un tabardo; la tela estaba vieja y amarillenta y la satinada rosa bordada que lo adornaba aparecía gastada y descolorida. El caballero tenía asida una espada con las manos. Pétalos de rosa secos rodeaban el cuerpo del caballero, y se esparcían sobre el tabardo y la brillante espada. Una dulce fragancia a rosas flotaba en el aire.

—Me pareció reconocer la figura tallada en la tumba —dijo Raistlin meditabundo—. La armadura, el tabardo, el yelmo… Todo exactamente igual a lo que llevaba puesto el caballero que nos pidió que lo ayudáramos. ¡Un caballero que quizá lleve muerto cientos de años!

—No digas esas cosas —suplicó Cambalache con voz chillona—. ¡Este lugar ya es de por sí bastante espeluznante! ¿No sería éste un buen momento para marcharnos?

Al mirar al caballero yaciente, Caramon recordó de nuevo a su amigo Sturm. No fue un recuerdo agradable. El guerrero confiaba en que no fuera un presagio.

Raistlin seguía contemplando al caballero que descansaba envuelto en una paz y una tranquilidad que el joven mago, que sufría el constante ardor de sus pulmones y el todavía más doloroso ardor de sus ambiciones, envidió por un momento.

—¡Mira, Raist! —exclamó maravillado Caramon—. Hay una inscripción.

Apartó el polvo que cubría una pequeña placa de bronce que había incrustada en la figura tallada, a la altura del corazón.

—No puedo leerlo —dijo el guerrero, que giró la cabeza en un ángulo forzado para mirar mejor.

—Es solámnico —dijo Raistlin, que había reconocido de inmediato el idioma con el que luchaba a brazo partido hacía meses, desde que recibió el libro que describía el Bastón de Mago—. Dice… —Quitó un poco más de polvo y leyó en voz alta:

«
Aquí yace alguien que murió defendiendo el Templo de Paladine y a sus servidores de los que perdieron la fe y la esperanza. Por petición del propio caballero, hecha con su último aliento, lo enterramos en esta cámara para que así pueda continuar custodiando el precioso tesoro, el cual es nuestro deber y nuestro privilegio guardar. Paladine le concederá el descanso cuando su misión se haya cumplido.
»

Los tres compañeros se miraron y los tres repitieron la misma palabra al mismo tiempo.

—¡Tesoro!

Caramon miró en derredor como si esperase ver cofres rebosantes de monedas y joyas en la cámara.

—¡Cambalache tenía razón! ¿Dice dónde está el tesoro, Raist?

Raistlin siguió quitando el polvo, pero ya no había nada más escrito.

—Es curioso, pero ya no tengo ni pizca de miedo —anunció el semikender—. No me importaría explorar.

—No estaría de más echar un vistazo —convino Caramon, que se inclinó para mirar debajo de la tumba. Sufrió una desilusión al ver que el sarcófago estaba firmemente asentado en el suelo de la gruta—. ¿Tú qué opinas, Raist?

El joven mago se sentía fuertemente tentado a hacerlo. Había desaparecido el extraño e irracional miedo que había experimentado. Era responsable de los heridos pero, como había dicho antes, también tenía la responsabilidad de comprobar que el templo era un lugar seguro. Si resultaba que topaba con un cofre de tesoro mientras realizaba su tarea, nadie podría reprochárselo.

—¿Qué harías si encontrases un tesoro, Caramon? —quiso saber Cambalache.

—Me compraría una posada —contestó el guerrero.

—Serías tu mejor cliente —rió el semikender.

«Si un tesoro cayera en mi poder, le daría un buen uso —pensó Raistlin—. Me trasladaría a Palanthas y compraría la casa más grande de la ciudad. Tendría sirvientes para que me atendieran y para trabajar en el laboratorio, que sería el mejor y el más grande que el dinero pudiera comprar. Adquiriría todos los libros de hechizos que hubiera en todas las tiendas de magia desde aquí hasta Ergoth del Norte, y empezaría a crear una biblioteca que rivalizaría con la de la Torre de la Alta Hechicería. Compraría artefactos mágicos y gemas mágicas y varitas y pócimas y rollos de pergamino con conjuros.»

Se vio a sí mismo rico, poderoso, amado, temido. Se vio con toda claridad. Estaba en una torre oscura, fatídica, rodeado de muerte. Vestía la Túnica Negra y al cuello llevaba un colgante con una piedra de fondo verdoso y numerosas vetas brillantes de jaspe rojo…

—Mirad qué he encontrado —gritó Cambalache, que señalaba con el dedo—. ¡Otra verja!

Raistlin sólo lo oyó a medias. La imagen de sí mismo se diluía con lentitud en su mente. Cuando finalmente desapareció, dejó tras de sí una sensación inquietante.

Cambalache se encontraba junto a una verja de hierro forjado, con el rostro pegado contra las barras.

—Conduce a otro túnel —informó—. ¡A lo mejor es el que lleva al tesoro!

—¡Lo hemos encontrado, Raist! —exclamó, exultante, Caramon, que se situó detrás del semikender y oteó por encima de su cabeza—. ¡Sé que lo hemos encontrado! ¡Trae la luz aquí!

—Bueno, supongo que echar un vistazo no perjudicará a nadie —aceptó el mago—. Apartaos de ahí, dejadme sitio para ver lo que estoy haciendo. ¡No toques esa verja, Caramon! Podría tener una trampa mágica. Deja que antes la examine.

Caramon y Cambalache se retiraron obedientemente. Raistlin se acercó a la verja; podía percibir poder mágico, un inmenso poder arcano. Pero no procedente de la verja. Venía de más allá. Puede que de artefactos mágicos, objetos pertenecientes a siglos atrás, antes del Cataclismo, guardados todo este tiempo tal cual, esperando…

Hizo girar el picaporte y la puerta de la verja se abrió con un chirrido. Raistlin dio un paso hacia la oscuridad que había al otro lado y se encontró con que una forma imprecisa le cerraba el paso.


Shirak
. —Levantó el bastón para ver qué era.

La blanca luz del cayado resplandeció roja en los abrasadores ojos de Immolatus.

19

Los rojos ojos del hechicero reflejaban el ardiente fuego del odio y la frustración que todavía rebullía en sus entrañas y que no podía dar rienda suelta con ese condenado cuerpo humano. El calor de las llamas irradiaba de su cuerpo. Había perdido bastante sangre por la herida del costado, cada inhalación era una agonía y la cabeza le palpitaba y le dolía. Esas debilidades, una calamidad para su actual cuerpo humano, desaparecerían tan pronto recuperara su espléndida, fuerte y poderosa forma de dragón. Una vez estuviera fuera de ese maldito edificio. Se lo haría pagar, a todos ellos…

Al hallar obstruido el camino, Immolatus alzó los ojos del suelo y los enfocó en la brillante luz que traspasaba sus doloridos ojos cual una lanza de acero. Miró enfurecido hacia la luz y entonces vio su fuente.

—¡El Bastón de Mago! —gritó Immolatus con absoluto regocijo—. Sacaré algo de esta malhadada peripecia, después de todo.

Alargó la mano y arrebató el bastón a Raistlin; con la otra, asestó tal golpe al joven que lo lanzó despatarrado al suelo de piedra.

Kitiara había seguido a Immolatus a través de los pasadizos de la caverna. Cuando el hechicero se paró a la entrada de la cripta, Kitiara se aproximó sigilosamente, espada en mano, planeando atacarlo dentro de la cámara, donde tendría espacio para blandir el arma.

Inesperadamente, Immolatus se frenó antes de cruzar la verja y gritó algo sobre un bastón. Parecía complacido, exultante, como si acabara de toparse con un compañero al que no veía hacía mucho tiempo. Temiendo que el dragón hubiese encontrado a un amigo y que pudiera escapársele, Kitiara miró más allá, por encima del hombro de Immolatus, para ver a qué nuevo enemigo tendría que enfrentarse.

¡Caramon!

Paralizada por la sorpresa, al principio creyó que la vista le engañaba. Caramon se encontraba en Solace, a salvo, no merodeando por cavernas en Ultima Esperanza. Pero no cabía error en aquellos hombros enormes, esos puños inmensos, ese cabello rizoso y esa expresión boquiabierta, atónita.

¡Caramon! ¡Allí! Kit estaba tan desconcertada que apenas prestó atención a los compañeros de su hermanastro, un hechicero Túnica Roja y un tipo con aspecto de kender. Casi ni los miró. La imagen de su hermano, luciendo el uniforme del barón —el enemigo, nada menos— provocó ideas tan confusas en ella que bajó la espada y retrocedió a una distancia segura en el corredor para considerar cómo afrontar aquella situación singular.

Una idea surgió en su mente como prioritaria: no era el momento para una reunión familiar.

El golpe del hechicero alcanzó a Raistlin en pleno esternón. Estupefacto al ver aparecer a Immolatus de la oscuridad, Raistlin no pudo reaccionar lo bastante rápido para esquivar el ataque. Cayó como herido por un rayo y se golpeó la cabeza con el suelo de la caverna; se quedó despatarrado, sin resuello. Un fuerte dolor parecía atravesarle el cráneo y faltó poco para que perdiera la conciencia.

Mirando hacia arriba con los ojos borrosos, el joven vio a Immolatus asiendo el Bastón de Mago, regocijándose con su trofeo. La más preciada posesión de Raistlin, su tesoro más valioso, el símbolo de su logro, su triunfo sobre la enfermedad y el sufrimiento, su recompensa por las largas y agotadoras horas de estudio, su victoria sobre sí mismo: ése era el premio que Immolatus le había arrebatado.

La pérdida del bastón hizo que dejara de sentir el dolor, despejó el aturdimiento, borró cualquier miedo que tuviera por su propia vida y cualquier valor que esa vida tuviera para él.

Con un bramido de rabia, Raistlin se puso de pie, ajeno al dolor y a los puntitos azules y amarillos que bailaban ante sus ojos, medio cegándolo. Atacó a Immolatus con un coraje, una fuerza y una ferocidad que sorprendieron a su hermano, atónito ya al ver al extraño Túnica Roja que les había salido al paso de manera tan repentina.

Raistlin no disputaba su desesperada batalla solo. El Bastón de Mago lo ayudaba. Creado por un archimago de inmenso poder, concebido con un fin —ayudar en la lucha contra la Reina Oscura—, el cayado y su señor habían combatido contra sus perversos reptiles durante la última Guerra de los Dragones.

El bastón nunca supo la suerte corrida por su dueño y sólo se enteró de que Magius había muerto cuando lo llevaron a la pira funeraria del mago. En la historia no quedó reflejado el nombre del Túnica Blanca que salvó el bastón del fuego. Algunos dicen que fue el propio Solinari, bajado de los cielos, quien sacó el bastón de las llamas. Ciertamente fue alguien con la previsión y la sabiduría suficientes para comprender que aunque Takhisis estuviese derrotada en ese momento, las alas oscuras volverían a oscurecer el sol de Krynn.

El Bastón de Mago traspasó el disfraz de Immolatus. Supo que un dragón, un Dragón Rojo, un esbirro de la reina Takhisis, había puesto sus codiciosas manos sobre él. Desató su furia, una rabia reprimida durante muchos siglos. Esperó hasta que Immolatus lo hubo agarrado bien y entonces liberó su magia.

Una explosión de luz blanca brotó del cayado y una descarga atronadora retumbó en la cripta. Caramon estaba mirando directamente al bastón cuando la ira de éste estalló; la luz le hirió los ojos y el guerrero reculó, conmocionado por el espantoso dolor, con las manos sobre el rostro. Un agujero negro rodeado de una aureola purpúrea y ardiente oscurecía su visión, dejándolo tan ciego como un bebé en el vientre de su madre. Sangre caliente salpicó su cara y sus manos; oyó un horrendo grito que subía de tono más y más.

—¡Raist! —llamó, encolerizado y temeroso, intentando ver algo con desesperación—. ¡Raist!

La explosión lanzó a Cambalache al suelo y el semikender tuvo la sensación de que las ideas entrechocaban y golpeteaban en su cerebro. Yació boca arriba, contemplando aturdido el techo y preguntándose cómo un rayo había podido descargarse a tanta profundidad bajo tierra.

Raistlin había percibido la furia del bastón, comprendió que estaba a punto de desatar su mágica cólera. Apartó la vista y alzó el brazo para protegerse la cara. La fuerza de la explosión lo lanzó trastabillando hacia atrás, contra el sarcófago, donde sintió una fuerte mano sosteniéndolo y manteniendo su equilibrio, impidiendo que cayera al suelo. Raistlin creyó que el reconfortante tacto pertenecía a su gemelo; más tarde acabaría comprendiendo que Caramon, ciego e indefenso, se encontraba al otro lado de la cámara en ese instante.

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