Immolatus asestó una mirada feroz al muro. La venganza sería dulce, pero daba un montón de trabajo. Y además es taba la Reina Oscura. No le complacería este giro tomado por los acontecimientos, y aunque Immolatus hiciese mofa de su diosa y la tachara de voluble y caprichosa, en el fondo temía su ira. Si hubiese destruido los huevos, podría haberla convencido con argumentos que justificaran su actuación; sería inútil lamentarse por lo que no tenía remedio. Por el contrario, haber desobedecido sus órdenes con el resultado de dejar tapiados inopinadamente los huevos, a salvo hasta que llegara el momento de la eclosión y sus padres pudiesen venir a sacarlos, era muy distinto. Immolatus tenía la sensación de que Takhisis iba a darle muchos problemas.
Durante un fugaz instante albergó la esperanza de que los huevos se hubiesen despachurrado al caer el techo, pero conocía bien a Paladine de antiguo, sabía que la plegaria del caballero había sido escuchada. El golpe que había derrumbado el techo sobre su cabeza no había sido asestado por ninguna mano mortal.
Por algún capricho del destino, el propio Immolatus había escapado de la cólera del dios. Puede que la próxima vez no fuera tan afortunado. A decir verdad, todavía notaba que la montaña se sacudía. Era hora de marcharse, antes de que Paladine lo intentara de nuevo. Immolatus se giró para volver por el mismo camino por el que había entrado y entonces descubrió que el pasadizo estaba obstruido, cegado con cascotes.
El dragón bramó de rabia; se sentía más irritado que asustado. Los dragones estaban acostumbrados a morar bajo tierra, sus ojos eran capaces de traspasar la oscuridad, sus ollares husmeaban el más leve soplo de aire.
Immolatus olía aire fresco, sabía que había otra abertura en alguna parte. Evocó el mapa del templo que la sabandija había dibujado para él y recordó otro corredor que iba hacia arriba y al exterior; un corredor que conducía al interior del maldito Templo de Paladine.
—Aunque sea lo único que haga, arrasaré ese asqueroso manchón que ensucia el paisaje —murmuró Immolatus, entre cuyas fauces siseaban las llamas—. Lo incineraré y luego haré lo mismo con la ciudad. ¡Olerán el humo de la muerte en el Abismo y que entonces mi reina o cualquier otro dios intenten tocarme! ¡Que lo intenten!
Murmurando y rezongando en actitud desafiante, olisqueó el aire fresco y localizó de dónde provenía. Hundió las uñas de una garra en los cascotes que obstruían el camino, un punto donde el tapón de escombros no era muy espeso, y despejó un paso con facilidad.
Encontró el corredor que recordaba del mapa; estaba despejado, sin haber sufrido los efectos del desprendimiento, pero era pequeño y estrecho. Un corredor adecuado para alguien del tamaño de un hombre.
Immolatus gruñó y estuvo a punto de hundirse bajo el peso de la decepción. Tendría que volver a adoptar esa forma odiosa, abyecta; esa forma débil y miserable de un cuerpo humano. Por suerte, no tendría que ir de aquí para allá metido en ese saco de carne mucho tiempo, sólo lo suficiente para recorrer el pasadizo que, si recordaba bien el dibujo del mapa, no era muy largo.
Pronunció las palabras mágicas, casi masticándolas, detestando todas y cada una de ellas, y se produjo la transformación, dolorosa y humillante como siempre. Immolatus, el hechicero de ropajes rojos, se encontró de pie en medio del corredor ruinoso. La tela de la túnica se le pegó de inmediato a la herida del costado, una herida que en su forma de dragón apenas había notado, pero que ahora, bajo su forma humana, le preocupó al verla tan profunda, sangrando de nuevo.
Maldijo a la sabandija que se la había infligido y se preguntó qué habría sido de la mujer. Miró los escombros en derredor y no vio señales de ella. Escuchó, pero no oyó sonido alguno, ni gemidos ni gritos pidiendo auxilio, y dio por sentado que debía de estar aplastada bajo media montaña de rocas.
«¡Que se vaya con viento fresco!», pensó el dragón mientras apretaba la mano contra el costado, pues cada respiración era un doloroso jadeo. Entró en el corredor maldiciendo aquella débil carne humana con cada paso que daba.
Kitiara esperó a que se dejaran de oír las pisadas y después contó hasta cien antes de moverse. Segura de que Immolatus estaba lo bastante lejos para no oírla, salió gateando de debajo de los cascotes que le habían salvado la vida, protegiéndola del colosal cuerpo del dragón.
Magullada, sangrando por innumerables cortes, cubierta de polvo y exhausta por el miedo y los esfuerzos, Kit se sintió harta de aquella misión. Sus ambiciones habían tocado fondo; habría cambiado el generalato del ejército de los Dragones por un vaso de aguardiente enano y un baño caliente. Habría salido de ese condenado lugar en aquel mismo momento, dejando que el dragón hiciese su santa voluntad, si hubiese habido por donde marcharse. Pero el único camino de salida era el que el dragón había cogido, de modo que no tenía más remedio que seguirle los pasos. A menos que quisiera quedarse allí abajo en la oscuridad, atrapada en el interior de una montaña inestable, tendría que vérselas con él.
—¿Sir Nigel? —se arriesgó a llamar.
No hubo respuesta. No tendría ayuda por ese lado. Lo había visto quedar enterrado bajo el desprendimiento de rocas. Empero, había cumplido su juramento; había hallado un modo de proteger los huevos. Lástima que no hubiese matado al dragón en el proceso. Ahora dependía de ella, no podía contar con nadie. Como siempre.
Encontró su espada, parcialmente enterrada entre los cascotes. Y todavía le quedaba el cuchillo. Immolatus tenía su magia; una magia poderosa, mortífera. No obstante ahora se encontraba atrapado en su vulnerable forma humana, el camino que recorría era oscuro, y estaba de espaldas a ella. Esta vez su espalda de verdad, nada de una ilusión.
Kitiara sacó el cuchillo de la bota, se limpió la arenilla de los ojos y escupió el polvo que tenía en la boca. Entró al corredor y fue en pos del dragón, caminando sigilosamente.
Los soldados rompieron filas y corrieron hacia las puertas abiertas de la ciudad llevando consigo el ariete. Una vez dentro, de momento fuera de peligro, se pararon entre jadeos; ardieron en cólera a medida que se corría la voz de que los hombres de las filas de retaguardia habían caído muertos con flechas de plumas negras clavadas en la espalda. De hecho, algunas de las compañías de vanguardia dieron media vuelta y se encaminaron hacia las puertas, dispuestas a regresar al campo y vengar a sus compañeros.
Los oficiales gritaron, amenazaron e intentaron restablecer el orden mientras los vecinos de Ultima Esperanza observaban con recelo desde las almenas. Les habían dicho que aquellos endurecidos mercenarios eran su salvación, pero la primera impresión al verlos clamando sangre hizo que los civiles se quedaran pálidos y temblorosos. Al alcalde le vino a la cabeza el viejo dicho: «Más vale tener a un kender delante que tenerlo a la espalda, con la mano en tu bolsillo trasero». Saltaba a la vista que ahora lamentaba haber abierto las puertas a esos profesionales de ojos fríos que barbotaban terribles juramentos de muerte contra aquellos que los habían traicionado.
—¡Cerrad las puertas! —gritó el barón, montado en su caballo de guerra. El corcel, con los ollares dilatados y las rejas echadas hacia atrás, corcoveaba y caracoleaba por la citación y lanzaba mordiscos a cualquiera que se le acercara—. ¡Colocad de nuevo esas carretas en su sitio! ¡Arqueos, a la muralla!
»¡Esos bastardos! —gritó al comandante Morgón que, corriendo un gran riesgo, había agarrado al caballo del bocado—. ¿Viste lo que hicieron? ¡Nos dispararon cuando estábamos de espaldas! ¡Por el cielo bendito que encontraré al comandante Kholos y le sacaré los hígados! ¡Me los comeré con patatas y cebollas!
—Sí, milord, lo vi. —El comandante Morgón tranquilizó al corcel y al amo al mismo tiempo—. Teníais razón, señor, y yo estaba equivocado. Lo admito sin reparos.
—¡Y no creas que pienso dejar que lo olvides nunca! ¡Ja, ja, ja! —El barón soltó una risa enloquecida que acabó por aterrar a los ya asustados ciudadanos—. ¡Por Kiri-Jolith, esos necios están fuera de sí! —añadió al observar con mirada furibunda a los soldados que estaban a su mando y que barbotaban juramentos a la par que enarbolaban sus espadas—. ¡Quiero que se restablezca el orden de inmediato, comandante Morgón!
La compañía C había sido la responsable de despejar las barricadas de las puertas. Los golpes del ariete en ellas habían sido la señal para que la compañía C las abriera de par en par. Sus dos arqueros habían proporcionado cobertura a sus compañeros para después retroceder ordenadamente con todos los demás al interior de la ciudad. La compañía C estaba preparada, lista para entrar en acción, separada del tumulto.
—¡Cerrad las puertas! —ordenó el capitán Senej al oír la orden del barón—. ¡Impedid que ningún soldado salga de la ciudad!
Los hombres de la compañía C obedecieron con prontitud. Algunos corrieron hacia las puertas en tanto que otros empujaban o golpeaban con la parte plana de sus espadas a aquellos soldados que estaban fuera de sí e intentaban abandonar la ciudad para vengar a sus compañeros caídos.
—¡Quédate ahí, Majere! —ordenó la sargento Nemiss, que apostó a Caramon en el mismo centro de la calle mientras sus compañeros empujaban con esfuerzo las pesadas puertas de madera y las cerraban detrás de él—. ¡No dejes pasar a nadie!
—Sí, señor. —Caramon ocupó su posición, con las poderosas piernas bien separadas para mantener el equilibrio y los musculosos brazos flexionados, sin hacer caso de las flechas enemigas, que pasaban silbando entre las puertas mientras éstas se cerraban lentamente. Aquellos que intentaban sobrepasar su posición, o eran rechazados de un empellón que los tiraba patas arriba o, en último extremo, recibían un golpe flojo en la cabeza destinado a hacerlos entrar en razón.
Las puertas resonaron al cerrarse y las flechas dejaron de caer cuando el enemigo hizo un alto para analizar la imprevista situación y reagruparse.
—¿Y ahora qué, señor? —preguntó el comandante Morgón—. ¿Nos quedamos aquí, bajo asedio?
—Eso depende enteramente de Kholos —dijo el barón—. Si tú estuvieses en su lugar, Morgón, ¿qué harías?
—Ordenaría retroceder a mis tropas, aseguraría mis líneas de abastecimiento y esperaría hasta que todos en la ciudad se hubiesen muerto de hambre, milord —contestó el oficial.
—Sí, así actuaría un hombre sensato, comandante Morgón —manifestó Ivor—. Ahora dime qué piensas que hará Kholos.
—Bueno, milord, creo que debe de estar más furioso que un wyvern mojado. Supongo que lanzará todo cuanto tiene contra nosotros e intentará abrir brecha en las puertas para hacernos picadillo en el sitio.
—Exactamente lo mismo que yo había pensado. Voy a subir a las almenas para echar un vistazo. Haz que los oficiales organicen a las compañías en columnas, la compañía central a la cabeza y las de los flancos listas para seguirla. ¡Dispones de diez minutos, ni uno más!
El comandante corrió al tiempo que llamaba a voces a sus oficiales. Impartió órdenes rápidamente y a no tardar sonaron tambores y trompetas. Los sargentos chillaban, lanzaban patadas y empujaban a los hombres para que ocuparan posiciones. Apaciguados por los sonidos familiares que proclamaban disciplina y orden, los soldados se calmaron y formaron en filas con gran rapidez.
—¿Volvemos a colocar las barricadas, señor? —inquirió el capitán Senej.
El comandante Morgón miró a lo alto de la muralla, donde el barón se hallaba conferenciando con el alcalde y los oficiales de la ciudad, y luego sacudió la cabeza.
—No, Senej. Creo que sé lo que planea el barón. Sin embargo, por si acaso, estate preparado para que los hombres las pongan.
Mientras el tumulto estaba en pleno apogeo, Raistlin buscó a Horkin. Al principio no pudo encontrar a su maestro en medio de la confusión y empezó a preocuparse, sobre todo cuando oyó lo de las bajas. Las puertas estaban cerrándose y Raistlin empezaba a pensar que la «querida Luni» había abandonado a su compañero de francachelas cuando vio a Horkin entrar por las puertas tambaleándose, sosteniendo a un soldado al que una flecha había atravesado limpiamente una pierna. El dolor del hombre debía de ser intenso, ya que no podía plantar el pie en el suelo sin jadear y estremecerse.
—¡Me alegra encontraros, señor! —dijo ansiosamente Raistlin. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mucho que valoraba al campechano y brusco mago.
Raistlin ayudó a sostener al hombre herido y entre los dos hechiceros lo llevaron hasta un sitio tranquilo, debajo de los árboles, donde se habían agrupado otros heridos.
—Temía que estuvieseis entre las bajas que ha habido —añadió el joven—. ¿Qué ha ocurrido ahí fuera?
—Traición, Túnica Roja —dijo Horkin, que echó una mirada sombría a las puertas—. Traición y villanía. Se han vuelto contra nosotros, de eso no cabe duda. En cuanto a las razones para hacerlo, no sé nada. —Dedicó una mirada astuta al joven mago—. Por lo visto tú debes de estar mejor enterado que yo, Túnica Roja. El barón me dijo que lo acompañaste a la casa del alcalde anoche. Comentó que fuiste de gran ayuda.
—Probablemente le proporcioné a una pareja de viejos la mejor noche de descanso de su vida —contestó secamente Raistlin—. Ese es el alcance de mis servicios. En cuanto a lo que el barón y el alcalde hablaron, sé tan poco como vos. Me mandó salir de la habitación.
—No te lo tomes a pecho, Túnica Roja. Eso es típico del barón. Su máxima es que cuantas menos personas conozcan un secreto, más fácil resulta mantenerlo oculto. Esa es una de las razones de que haya vivido tanto tiempo. Bueno —continuó Horkin, mirando en derredor—, ¿qué hacemos con los heridos?
—De eso quería hablaros, señor. Creo que he encontrado un sitio donde cobijarlos. ¿Sabéis que en la ciudad hay un antiguo templo dedicado a Paladine, señor?
—¿Un templo dedicado a Paladine? ¿Aquí? —Horkin se frotó la barbilla.
—Sí, señor. Está a una distancia segura de los combates. Si pudiésemos requisar una carreta, transportaríamos en ella a los heridos.
—¿Y por qué crees que ese viejo templo sería un buen lugar para albergar a nuestros heridos? —preguntó Horkin.
—Vi el edificio anoche, señor. Parecía… En fin —vaciló Raistlin—. Parecía un lugar sagrado, señor.
—Puede que lo fuera en tiempos, Túnica Roja —repuso Horkin con un suspiro—. Pero ya no.
—¿Quién sabe, señor? —insistió Raistlin en tono quedo—. Vos y yo sabemos que una diosa no ha abandonado Krynn.