Los soldados de la compañía central avanzaron a todo correr y saltaron sobre el caído comandante, descargando tajos y cuchilladas.
Ivor salió gateando del amontonamiento de hombres.
—¿Estáis herido, milord? —se interesó el comandante Morgón mientras lo ayudaba a ponerse de pie.
—Me parece que no. Creo que casi toda esta sangre es suya. ¡No puedo creer que ese bastardo pensara que iba a luchar con él en un combate honorable! ¡Ja, ja, ja!
Morgón volvió a la refriega, agarró a sus soldados y tiró hacia atrás para separarlos.
—¡Vale ya, chicos! Se acabó la diversión. Creo que el bastardo está muerto.
Los soldados se retiraron gradualmente, jadeantes, ensangrentados, pero sonrientes. El barón se acercó para mirar el cuerpo de Kholos, tendido en un charco de su propia sangre, los ojos mirando al cielo fijamente y una expresión de sorpresa mayúscula en su amarillento semblante goblin.
El barón asintió con satisfacción y luego se dio media vuelta, espada en mano.
—Nuestro trabajo no ha concluido aún, soldados —empezó.
—No estoy muy seguro de eso, milord —lo interrumpió el comandante Morgón—. Mirad en derredor, señor.
El barón recorrió con la mirada el campo de batalla. Los oficiales del estado mayor de Kholos que no estaban muertos o heridos se encontraban de rodillas, con las manos levantadas en señal de rendición. El resto de las tropas enemigas ponía pies en polvorosa hacia el refugio del bosque, con los hombres del barón en su persecución.
—¡Es una victoria aplastante, milord! —dijo Morgón.
El barón frunció el ceño. Arrastrados por su propia ansia de lucha, las tropas habían roto la formación y se desperdigaban por todo el campo. El enemigo estaba en desbandada ahora, pero sólo haría falta un oficial valeroso y sensato para frenar la retirada y convertir la derrota en victoria.
—¿Y el corneta? —Ivor miró a su alrededor—. Por Kiri-Jolith ¿dónde se ha metido el condenado corneta?
—Creo que ha muerto, milord —dijo Morgón.
El brillo del sol en un instrumento de metal atrajo su atención. Entre los oficiales enemigos había un chico, tembloroso y asustado, que aferraba una corneta en la mano crispada y con los nudillos blancos.
—¡Traedme a ese chico! —ordenó el barón.
El comandante Morgón agarró al muchacho y lo acercó casi a rastras. El chico cayó de hinojos, aterrorizado.
—Ponte en pie y mírame, maldita sea. ¿Conoces Un ramillete de Abanasinia?. —demandó Ivor.
El muchacho se puso de pie lenta y temerosamente y miró al barón con total estupefacción.
—Bueno ¿la conoces o no, chico? —bramó el barón.
El muchacho asintió, tembloroso. Era una canción muy popular.
—¡Bien! —Ivor sonrió—. Toca las primeras notas y te dejaré marchar.
El chico tiritó, aterrado, desconcertado.
—Tranquilízate, hijo —dijo el barón, cuya voz se suavizó. Puso la mano en el hombro del chico—. Mi regimiento usa esa música como toque de retreta. Vamos, tócala.
Más tranquilo ya, el muchacho se llevó el instrumento a los labios. La primera nota sonó desafinada y el barón se encogió. Animoso, el chico se lamió los labios y volvió a intentarlo. El claro toque de repliegue resonó por encima del fragor del combate y la persecución.
—¡Bien, chico, bien! —dijo aprobadoramente el barón—. Repítelo. ¡Y sigue repitiéndolo!
El muchacho hizo lo que le mandaba y el toque familiar consiguió que los hombres recobraran el sentido común. Interrumpieron el ataque y miraron a su alrededor buscando a los oficiales mientras empezaban a colocarse en formación de nuevo.
—Lleva a los hombres de vuelta a la ciudad, comandante Morgón —ordenó el barón—. Y recoged a cualquier herido de los nuestros que encontréis en el camino. El Barón Loco lanzó una mirada funesta en dirección al campamento enemigo—. Puede que tengamos que volver a hacer lo mismo mañana.
—Lo dudo, milord —dijo Morgón—. Sus oficiales están muertos o son nuestros prisioneros. Los soldados esperarán a que caiga la noche y luego levantarán el campamento y regresarán a casa. No habrá una sola tienda montada allí cuando amanezca.
—¿Quieres apostar algo, Morgón?
—De acuerdo, señor —aceptó el oficial, y los dos hombres se estrecharon las manos.
—Esta es una apuesta que espero perder —manifestó Ivor.
Morgón se alejó corriendo para organizar la retirada. El barón estaba a punto de ir tras él cuando cayó en la cuenta de que el corneta seguía tocando estridentemente.
—Muy bien, hijo. Puedes dejar de tocar —dijo el barón.
El muchacho bajó la corneta, vacilante. Ivor asintió e hizo un ademán.
—Corre, muchacho. Dije que te dejaría marchar. Eres libre. Nadie te hará daño.
El chico no se movió. Continuó mirando fijamente al barón, con los ojos muy abiertos.
Ivor se encogió de hombros y empezó a alejarse.
—¡Señor, señor! —llamó el muchacho—. ¿Puedo unirme a vuestro ejército?
El barón se detuvo y miró hacia atrás.
—¿Cuántos años tienes, chico?
—Dieciocho, señor.
—Querrás decir trece, ¿no?
El muchacho agachó la cabeza.
—Eres demasiado joven para esta clase de vida, hijo. Ya has visto demasiada muerte. Vuelve con tu madre. Seguramente estará muy preocupada por ti.
El muchacho continuó plantado en el sitio. Ivor sacudió la cabeza y echó a andar otra vez. Oyó pisadas tras él; suspiró, pero no se volvió a mirar.
—Milord ¿estáis bien? —preguntó el capitán Senej.
—Mortalmente cansado —contestó el barón—. Y me duele todo el cuerpo, pero estoy ileso, gracias le sean dadas a mi dios. —Echó una fugaz ojeada a su espalda e hizo una seña al oficial para que se acercara—. ¿Te vendría bien un poco de ayuda, Senej?
—Sí, milord —asintió el capitán—. Tenemos un montón de heridos, por no mencionar a todos esos prisioneros. Me vendría bien que alguien me echase una mano, seguro.
—Pues ya tienes a alguien. —El barón señaló con el pulgar hacia atrás, al chico—. Ve con el capitán Senej, muchacho. Y haz lo que te manden.
—¡Sí, milord! —El muchacho esbozó una trémula sonrisa—. Gracias, milord.
El barón sacudió la cabeza y siguió caminando a través del campo en dirección a Ultima Esperanza. Las campanas de la ciudad repicaban clamorosamente celebrando el clamoroso y rotundo triunfo.
—En combate glorioso, Túnica Roja! —exclamó Horkin, frotándose alegremente las manos, que estaban negras del polvo explosivo. Regresó a la ciudad con los primeros heridos y encontró a su aprendiz esperándolo—. Tendrías que haber estado allí. —Observó atentamente a Raistlin—. Retiro eso último. Al parecer tú también has visto algo de acción, Túnica Roja. ¿Qué es lo que ha pasado?
—¿De verdad tenéis tiempo para perderlo con eso, señor? —preguntó Raistlin—. ¿Con todos esos heridos a los que atender? Encontré el templo y creo que sería un refugio excelente, pero me gustaría que antes le echaseis una ojeada.
—Quizá tengas razón —convino Horkin que dirigió una mirada escrutadora al joven mago.
—Por aquí, señor —dijo Raistlin, y echó a andar.
Cuando llegaron, Raistlin explicó al maestro que el templo se había sacudido con algunos temblores, nada inusual en esa región, según los locales. Horkin examinó el edificio, estudió las columnas y las paredes y por último declaró que estaba en buenas condiciones. Lo único que hacía falta era un suministro de agua. Una breve búsqueda los condujo hasta un pozo de fresca y clara agua de manantial en la parte trasera del templo. Horkin dio órdenes para trasladar a los heridos a aquel lugar apacible.
Las carretas que transportaban a los heridos pasaron traqueteando por las calles. Los agradecidos ciudadanos se apiñaban alrededor ofreciendo mantas, comida, ropa de cama, medicinas. A no tardar, las mantas cubrían el suelo del templo en ordenadas hileras. El cirujano empezó a utilizar sus instrumentos. Raistlin, Horkin y expertos curanderos de la ciudad atendieron a los hombres, haciendo cuanto podían para aliviar su dolor y para que estuviesen cómodos.
No ocurrieron milagros curativos en el templo. Algunos soldados murieron y otros vivieron, pero en opinión de Horkin parecía que aquellos que morían lo hacían más en paz y que los heridos que sobrevivieron se sanaban mucho más rápida y completamente de lo que habría cabido % esperar.
Lo primero que hizo el barón fue visitar a los heridos. Llegó directamente desde el campo de batalla, sucio y manchado de sangre, suya y de sus adversarios. Aunque estaba al borde del agotamiento, no lo demostró. Tampoco apresuró su visita, sino que se entretuvo para dedicar unas cuantas palabras a cada uno de los heridos. Llamaba a todos los soldados por su nombre, mencionaba su coraje en el campo de batalla. Parecía haber presenciado personalmente cada acto valeroso. Prometió a los muertos que se ocuparía de sus familias. Raistlin se enteraría después que aquel era un juramento solemne que el barón cumplía a rajatabla.
Finalizada su visita a los heridos, Ivor se detuvo para charlar con Horkin y con Raistlin sobre el templo que habían descubierto. El barón se sintió intrigado al saber que había una tumba de un caballero solámnico en la cripta situada en una caverna. Raistlin describió con detalle casi toda la experiencia vivida, guardándose ciertos hechos que sólo le concernían a él. El barón escuchó atentamente y frunció el entrecejo al oír que la tapa del sarcófago del caballero había sido abierta.
—Hay que ocuparse de eso —dijo—. Puede que los ladrones ya hayan intentado saquear la tumba. Ese valeroso caballero debería seguir descansando en paz. No tienes ni idea de cuál es ese tesoro, ¿verdad, Majere?
—La inscripción no lo menciona, señor —contestó Raistlin—. Mi opinión es que, sea cual fuere, ahora yace bajo toneladas de roca. El túnel que parte de la cripta está cegado, es del todo infranqueable.
—Entiendo. —El barón observó atentamente al joven mago.
Raistlin sostuvo la mirada del barón sin apartar la vista y fue el barón quien desvió los ojos de aquellas pupilas en forma de reloj de arena. Siguiendo su ronda por los heridos, el barón llegó al catre donde Caramon, un mal paciente poco dispuesto a colaborar, no se estaba quieto ni un momento. Insistía en que no estaba herido, que no le pasaba nada. Quería levantarse y ponerse a hacer algo. Quería ingerir una comida como era debido, no un poco de agua por la que había pasado un pollo y a la que llamaban sopa. Su vista estaba bien, o lo estaría si le quitaran aquel condenado vendaje. Cambalache se había quedado con el paciente e intentaba distraerlo con sus cuentos, además de recordarle veinte veces en media hora que no se frotara los ojos.
Aunque muy ocupado con los otros pacientes, Raistlin no había perdido de vista los movimientos del barón por el templo, y cuando llegó junto a su hermano, el joven mago se apresuró a acercarse para estar presente durante la conversación.
—¡Caramon Majere! —dijo el barón mientras le estrechaba la mano—. ¿Qué te ha pasado? No recuerdo haberte visto en la batalla.
—¿Barón? —El guerrero se animó—. ¡Hola, señor! Siento haberme perdido el combate. Me han contado que fue una brillante victoria. Yo estaba aquí, señor. Nosotros…
Raistlin puso una mano en el hombro de su hermano y, cuando el barón no estaba mirando, le propinó un fuerte pellizco.
—¡Ay! —chilló Caramon—. ¿Qué…?
—Vamos, vamos —dijo en tono tranquilizador Raistlin, que añadió en voz baja—: Sufre esas repentinas punzadas de dolor, milord. En cuanto a lo que le pasó, estaba conmigo, explorando el templo. El polvo de las rocas le entró en los ojos y lo cegó. La ceguera es temporal. Necesita descansar, eso es todo.
Los dedos del mago, clavados en el hombro de Caramon, le advertían que guardara silencio. Una mirada penetrante a Cambalache sirvió para que el semikender, que había abierto la boca para decir algo, volviera a cerrarla.
—¡Excelente! ¡Me alegro de oírlo! —dijo sinceramente Ivor—. Eres un buen soldado, Majere. Me enojaría perderte.
—¿En serio, señor? —preguntó Caramon—. Gracias, señor.
—Descansa como te han dicho —añadió el barón—. Ahora estás bajo las órdenes de los sanadores. Quiero verte de vuelta en la tropa tan pronto como te encuentres bien.
—Lo haré, señor. Gracias, señor —repitió Caramon, que sonreía enorgullecido—. Raist —susurró cuando oyó las pisadas del barón alejándose—, ¿por qué no le contaste lo que pasó realmente? ¿Por qué no le dijiste que luchaste contra el hechicero enemigo y lo venciste?
—Sí, ¿por qué? —inquirió, anhelante, Cambalache, que se había inclinado por encima de Caramon.
La respuesta estaba en el carácter reservado de Raistlin, porque no quería que Horkin hiciese preguntas indiscretas; porque no quería que Horkin o cualquier otra persona descubriera el asombroso poder del bastón, un poder que ni él mismo sabía aún cómo utilizar.
Podría haberles dado todas esas razones a su hermano y al semikender, pero sabía que no lo entenderían. Así pues se sentó al lado de su gemelo e indicó con una seña a Cambalache que se acercara.
—No nos cubrimos de gloria precisamente —les dijo en tono seco—. Nuestras órdenes eran inspeccionar el templo y regresar para informar. En cambio, estábamos a punto de ponernos a buscar un tesoro.
—Eso es cierto —convino Caramon, que enrojeció.
—No querrás que el barón se lleve una desilusión contigo, ¿verdad? —continuó Raistlin.
—No, claro que no —dijo su hermano.
—Entonces, no contaremos lo que pasó de verdad. No perjudicamos a nadie haciéndolo. —El mago se puso de pie y se dispuso a continuar con sus tareas.
Cambalache le tiró de la manga.
—¿Sí, qué quieres? —instó Raistlin, ceñudo.
—Saber cuál es la verdadera razón de que no quieras que contemos lo que pasó —respondió Cambalache en voz baja.
El mago hizo la pantomima de mirar en derredor por si alguien les podía oír. Luego se agachó y susurró al oído del semikender:
—El tesoro.
—¡Lo sabía! —Cambalache tenía los ojos abiertos de par en par—. ¡Vamos a volver a buscarlo!
—Algún día, tal vez —dijo suavemente Raistlin—. ¡Ni una palabra a nadie!
—¡Ni pío, lo prometo! Oh, qué emocionante es esto.
—Cambalache guiñó el ojo varias veces, y lo hizo de un modo que habría levantado sospechas de inmediato si alguien hubiese estado observándolos por casualidad.
Raistlin regresó a sus quehaceres, satisfecho porque su hermano guardaría silencio por vergüenza y que Cambalache lo haría por esperanza. El mago jamás habría confiado ese secreto a un kender, pero en el caso de Cambalache suponía que su parte humana se ocuparía de que la parte kender mantuviese cerrado el pico.