Read Raistlin, mago guerrero Online

Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, mago guerrero (27 page)

BOOK: Raistlin, mago guerrero
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Al llegar al campo de entrenamiento, los dos hechiceros descubrieron para su decepción que la zona no estaba vacía como habían esperado. El Barón Loco se encontraba allí, haciendo prácticas.

Espoleó el caballo y, a galope tendido y lanza en ristre, el barón cargó contra un extraño artilugio, una especie de muñeco puesto en cruz y montado en una base de modo que girara al ser golpeado. En uno de los extremos del palo horizontal había clavado un escudo muy abollado, y en la otra punta se mecía una gran bolsa de arena.

—¿Qué es eso, señor? —inquirió Raistlin.

—Un estafermo —dijo Horkin, que observaba complacido la escena—. La lanza debe golpear el escudo en el punto preciso o… ¡Ah, vaya, ahí tienes lo que pasa, Túnica Roja!

El barón había errado la diana, golpeando el escudo de refilón, y ahora intentaba levantarse del suelo.

—¿Ves, Túnica Roja? Si no aciertas a dar al escudo justo en el centro, el impulso hace girar la bolsa de arena, que te atiza de lleno entre los omóplatos —explicó Horkin, cuando la risa lo dejó hablar.

El barón barbotó algunas de las palabrotas más originales y subidas de tono que Raistlin había oído mientras se frotaba el trasero. Su caballo emitió un suave relincho que sonó casi como una risita.

El barón sacó del bolsillo una masa húmeda y pulposa que había sido una manzana, pero que se había aplastado con su caída.

—Sufrirás como sufrí yo, amigo mío —le dijo al caballo—. Esto habría sido para ti si hubiese dado en la diana.

El corcel miró la fruta aplastada con desagrado, pero no fue tan orgulloso como para no aceptarla.

—¡Esa máquina acabará siendo vuestra muerte, milord! —comentó Horkin alzando la voz.

El Barón Loco se volvió hacia ellos, en absoluto desconcertado al descubrir que tenía audiencia. Dejó al caballo masticando la malparada fruta y se aproximó cojeando a los magos para conversar.

—¡Por los dioses, huelo como una prensa de sidra! —Ivor miró atrás, al estafermo, y sacudió la cabeza tristemente—. Mi padre daba justo en el centro todas las veces. ¡Por el contrario, es la bolsa la que siempre me acierta de lleno! —Rió de buena gana, de sí mismo y de su fracaso—. Toda esa conversación sobre caballeros me lo recordó. Se me ocurrió que podía sacar la vieja máquina y darle unos cuantos lanzazos.

Raistlin se habría muerto de vergüenza si hubiese sido él a quien hubieran sorprendido unos subordinados en postura tan poco decorosa. Empezaba a entender por qué el Barón Loco se había ganado tal apelativo.

—¿Qué te traes tú entre manos, Horkin? ¿Qué hay en e | cesto? ¡Algo bueno, espero! ¡Un poco de vino, tal vez, coma pan y queso! ¡Estupendo! —El barón se frotó las manos—. Estoy hambriento. —Oteó el interior del cesto y enarcó una ceja—. No tiene un aspecto muy apetitoso, Horkin. El cocinero os trata peor de lo habitual.

—No lo toquéis, señor —se apresuró a advertir Horkin. Su rostro enrojeció al ver la inquisitiva mirada del barón—. El Túnica Roja cree que quizás en este libro de hechizos del Túnica Negra hay algo más de lo que aparenta. El —señaló a Raistlin con un pulgar— va a realizar un pequeño experimento.

—¿De veras? —El barón estaba intrigado—. ¿Te importa si miro? —le preguntó al joven mago—. No es nada de esas cosas secretas de magia, ¿verdad?

—No, señor —contestó Raistlin.

Las dudas lo habían asaltado desde que habían salido del recinto del castillo, y había faltado poco para que admitiera que estaba equivocado. ¡El libro tenía una apariencia tan inocente allí, metido en el fondo del cesto! No había razón para sospechar que era algo distinto a lo que se suponía que era. Horkin lo había llevado de aquí para allá y hasta ahora no le había sucedido nada. Iba a quedar como un necio no sólo delante de su superior —que ya le demostraba poca o ninguna consideración—, sino también ante el barón, quien tal vez estuviese loco, pero cuyo respeto Raistlin deseaba ganarse de repente. Estaba a punto de admitir humildemente que se había equivocado y retirarse con la poca dignidad que le quedara, cuando su mirada se posó de nuevo en el libro.

Aquel libro de hechizos, con su lujosa cubierta, sus cantos dorados y su roja cinta para marcar… Una mujer pública de Palanthas… Raistlin cogió el cesto.

—Señor —le dijo a Horkin—, lo que estoy a punto de hacer podría ser peligroso. Os sugiero respetuosamente que vos y su señoría os alejéis a aquella arboleda.

—Una idea excelente, milord —convino Horkin, dirigiéndose al barón, mientras plantaba firmemente los pies y se cruzaba de brazos—. Me reuniré con vos dentro de un momento.

Los oscuros ojos del noble chispearon y su sonrisa se ensanchó, de modo que la blancura de los dientes creó un poderoso contraste con la negra barba.

—Dadme unos minutos para que retire mi caballo —dijo y salió disparado, el dolor y el agarrotamiento olvidados por completo ante la perspectiva de la acción.

Condujo al animal al trote hasta la arboleda, lo ató a una rama, y regresó corriendo, con el rostro encendido por la excitación.

—¿Y ahora qué, Majere?

Raistlin alzó la vista, sorprendido y satisfecho de que el barón se acordara de su nombre. Esperaba fervientemente que el noble siguiera recordándolo después de que todo el asunto hubiese acabado; y no sólo como motivo de risa.

Al ver que ni Horkin ni el barón iban a seguir su consejo de retirarse a un lugar seguro, Raistlin se agachó, dejó el cesto en el suelo y sacó el libro de hechizos con extremo cuidado. Sólo durante un instante percibió un leve cosquilleo en las yemas de los dedos, aunque desapareció al momento, dejándole con la duda de si lo había sentido realmente. Hizo una breve pausa para concentrarse, pero el cosquilleo no se repitió, y el joven mago no tuvo más remedio que llegar a la conclusión, suspirando para sus adentros, que lo había notado sólo porque deseaba sentirlo con todas sus fuerzas.

Soltó el libro en el suelo, sacó la madeja de seda de un bolsillo e hizo una lazada en la punta del hilo. Ejecutando cada movimiento con extraordinaria precaución e intentando abstenerse de levantar la tapa, se preparó para pasar la lazada por la esquina superior derecha de la cubierta. Era un trabajo delicado. Si sus sospechas eran acertadas, el más mínimo movimiento en falso podría ser el último que hiciese.

Se alarmó al advertir que sus dedos temblaban y se obligó a tranquilizarse, a despejar la mente del miedo, a concentrarse en la tarea que tenía entre manos. Sostuvo la lazada del hilo alrededor del pulgar, del índice y del corazón de la mano derecha; luego, lenta, muy lentamente, deslizó el hilo entre la cubierta y la primera página. Estaba conteniendo la respiración.

Una gota de sudor le resbaló por la nuca. Con gran horror notó opresión en el pecho, el golpe de tos que ascendía, listo para comprimirle la garganta. Lo contuvo, medio asfixiado, y ejerciendo todo el dominio que poseía, mantuvo inmóvil el hilo. Lo deslizó por la esquina, ciñó la lazada y retiró rápidamente la mano.

La presión del pecho cesó y la necesidad de toser desapareció. Alzó los ojos y vio a Horkin y al barón observándolo expectantes, en tensión.

—¿Y ahora qué, Majere? —inquirió el noble apenas en un susurro.

Raistlin hizo una inhalación temblorosa, trató de hablar, pero descubrió que se había quedado sin voz. Carraspeó y se incorporó, algo tembloroso.

—Hemos de retirarnos hasta los árboles —dijo. Se inclinó y, con toda delicadeza, recogió la madeja de seda, que empezó a devanar muy despacio—. Una vez estemos a una distancia segura, abriré el libro.

—Trae, deja que devane yo la madeja, Majere —se ofreció el barón—. Pareces al borde del agotamiento. No te preocupes, que lo haré con cuidado. Por Kiri-Jolith —exclamó mientras reculaba despacio, dejando que el hilo se deslizara entre sus dedos—, ignoraba que vosotros, los magos, llevaseis una vida tan excitante. Creía que todo era guano de murciélago y pétalos de rosa.

Los tres llegaron al pequeño soto, donde el caballo pacía y movía los ojos como si pensara que todos ellos merecían llevar el mote del barón.

—Aquí debemos estar a una distancia suficientemente segura. ¿Qué crees que pasará, Horkin? —El barón llevó la mano a la empuñadura del arma—. ¿Habremos de luchar contra una caterva de demonios del Abismo?

—No tengo ni idea, milord —contestó Horkin al tiempo que buscaba algún ingrediente para hechizos en su saquillo—. Esto es el espectáculo del Túnica Roja.

A Raistlin ni siquiera le quedaba aliento para comentar nada. Se arrodilló para situarse al mismo nivel del libro y tiró lentamente del hilo hasta que éste estuvo tirante. El joven miró en derredor e indicó con un gesto a los dos hombres que se agacharan. Estos así lo hicieron, boquiabiertos por la sorpresa, la expectación y la emoción, con las armas prestas en las manos.

«Ahora o nunca», se dijo para sus adentros Raistlin, que contuvo el aliento a la par que tiraba del hilo de seda. La lazada se ciñó alrededor de la esquina del libro y se mantuvo firme. Con cuidado, para que el hilo no se soltara,

Raistlin tiró de la hebra. La cubierta del libro empezó a levantarse.

No ocurrió nada.

El joven mago siguió tirando del hilo. La tapa se abrió y Raistlin la sostuvo en posición vertical, donde permaneció inestable un momento antes de caer y abrirse del todo. La lazada se soltó de la esquina. El libro de hechizos estaba abierto, y la guarda, con grandes letras trazadas con oro y tintas azul y roja, tan ostentosas como las de la cubierta, titilaron burlonas a la luz del sol.

Raistlin agachó la cabeza para que los dos hombres no pudieran ver su rostro avergonzado. Sus ojos se clavaron en el libro —abierto tan tranquilamente, tan inofensivo— con odio. A su espalda oyó a Horkin toser con embarazo. El barón soltó un suspiro y empezó a incorporarse.

En ese preciso momento, una suave brisa agitó y pasó algunas hojas del libro.

La fuerza de la onda expansiva lanzó a Raistlin hacia atrás, contra Horkin, y el barón chocó contra el tronco de un árbol. El caballo relinchó aterrorizado, soltó de un tirón la brida y salió a galope hacia la seguridad del establo. Era un caballo entrenado para la batalla y estaba acostumbrado a los gritos, el entrechocar de las armas y a la sangre, pero no a libros explosivos. Y si alguien esperaba eso de él, se merecía algo mejor que una condenada manzana despachurrada.

—Que Lunitari me asista —musitó Horkin, sobrecogido—. ¿Estás herido, Túnica Roja?

—No, señor —contestó Raistlin, a quien le zumbaban los oídos por la explosión. Se incorporó—. Sólo un poco aturdido.

Horkin se puso de pie trabajosamente. Su cara, habitualmente rubicunda, estaba húmeda y tenía un matiz ceniciento, como la arcilla en la rueda del alfarero, en tanto que sus ojos miraban fijamente al frente, desorbitados.

—Y pensar que he llevado encima ese… esa cosa de aquí para allí… durante días.

Contempló el gigantesco agujero creado en el suelo y volvió a sentarse bruscamente.

Raistlin se acercó a ayudar al barón, que intentaba salir de entre las ramas de un arbolillo que había derribado en su caída.

—¿Os encontráis bien, milord? —se interesó.

—Sí, sí, estoy bien. ¡Maldición! —El barón inhaló profundamente y soltó el aire con fuerza. Dirigió la mirada hacia el campo de entrenamiento, donde unos hilillos de humo subían de la hierba chamuscada y se alejaban arrastrados por la brisa—. En nombre de todo lo sagrado y de todo lo que no lo es, ¿qué ha sido eso?

—Como sospechaba, milord, el libro tenía una trampa —explicó el joven mago intentando, sin éxito, evitar un tono triunfante en su voz—. El Túnica Negra había puesto un hechizo letal dentro del libro y después lo cubrió con otro que lo ocultó eficazmente. Por eso ni el maestro Horkin ni yo —Raistlin sentía que podía mostrarse generoso en ese momento de victoria^— pudimos notar magia emanando de él. Supuse que había que abrir el libro para activar el hechizo.

»En lo que no caí —admitió con el orgullo un tanto desinflado— era que abrir la propia cubierta no lo activaría, sino que también había que pasar páginas, probablemente un cierto número de ellas. De hecho, ahora que lo pienso, es lo lógico. —Raistlin miró la hierba ennegrecida, las pavesas que flotaban en el aire y que eran todo lo que quedaba del volumen—. Un conjuro elegante. Sencillo, sutil. Ingenioso.

Horkin resopló. Recuperado de la impresión, se acercó junto con Raistlin y el barón a inspeccionar los daños.

—¿Qué tiene de ingenioso? —espetó.

—E l mero hecho de que os llevaseis el libro, señor. El Túnica Negra podría haber arreglado el conjuro para que actuara en el momento en que lo recogieseis, pero no lo hizo. Su verdadero objetivo era que os lo llevaseis de vuelta al campamento, entre vuestras tropas. Entonces, cuando lo hubieseis abierto…

—¡Por Luni, Túnica Roja! Si lo que dices es cierto… —Horkin se pasó una mano temblorosa por la frente, ahora perlada de sudor frío—. ¡Lo habríamos pasado todos muy mal!

—Sí, habría matado a muchos hombres —convino el barón sin quitar la vista del agujero. Echó el brazo sobre los hombros de Horkin en ademán afectuoso—. Por no mencionar a mi mejor mago.

—Uno de vuestros mejores magos, milord —dijo Horkin, que señaló a Raistlin con la barbilla y le sonrió de oreja a oreja—. Uno de ellos.

—Cierto —reconoció el noble, que alargó la mano para estrechar la de Raistlin—. Te has ganado más que de sobra un puesto entre nosotros, Majere. ¿O tal vez debería decir «sir Majere»? —añadió al tiempo que miraba a Horkin y guiñaba un ojo.

El barón enderezó la espalda y giró sobre sus talones para ver a su caballo desaparecer por la calzada.

—El pobre y viejo
Azabache
. ¡Mira que tener que aguantar libros que explotan en sus narices! Estará a mitad de camino de Sancrist a estas alturas. Será mejor que vaya para ver si puedo encontrarlo y tranquilizarlo. Os deseo una buena tarde, caballeros.

—Y a vos, milord —contestaron Horkin y Raistlin, que hicieron una reverencia.

—Túnica Roja, tengo que reconocerlo —manifestó Horkin, que echó el brazo sobre los hombros de Raistlin en ademán amigable—. Has salvado el pellejo al viejo Horkin. Te estoy agradecido y quiero que lo sepas.

—Gracias, señor —repuso Raistlin, que añadió modestamente—. Tengo un nombre, ¿sabéis, señor?

—Seguro que sí, Túnica Roja —dijo el mago de más edad, que a continuación le dio una palmada en el hombro que a poco no lo tira de bruces al suelo—. Seguro que sí.

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