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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, mago guerrero (26 page)

BOOK: Raistlin, mago guerrero
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—¡Vaya, eso está mucho mejor! —dijo Quesnelle más animado—. ¿Qué sabemos sobre esos otros dos regimientos?

—Nada. —El barón se encogió de hombros—. Nada en absoluto. Imagino que nos enteraremos cuando lleguemos allí. —Guiñó un ojo—. Si no son buenos guerreros, les demostraremos cómo se combate. —Alzó su jarra de cerveza—. Brindo por Ultima Esperanza.

—¿Qué? —Los capitanes de tropas lo miraron de hito en hito, consternados.

—Es el nombre de la ciudad, caballeros —aclaró el barón con una sonrisa—. ¡Por el fin de la esperanza de nuestros enemigos!

Los oficiales secundaron el brindis —e hicieron muchos más— con entusiasmo.

17

—Buenas noticias, Túnica Roja —anunció Horkin al entrar con pasos algo inestables en el laboratorio. Apestaba a cerveza—. Tenemos órdenes de marchar. Partiremos dentro de dos semanas. —Soltó un suspiro saturado de vapores alcohólicos—. Eso no nos deja mucho tiempo, y hay un montón de trabajo que hacer de aquí a entonces.

—¡Dos semanas! —repitió Raistlin, que sintió un leve cosquilleo en el estómago. Se dijo que se debía al entusiasmo; y lo era… en parte. Alzó la vista del mortero y del majador que estaba manejando. La tarea que tenía asignada ese día era machacar especias, las cuales se utilizarían para condimentar la comida. Raistlin se había preguntado por qué se molestaba en hacerlo. Hasta ahora, lo más interesante que había encontrado en el guiso de conejo (que aparentemente era la única receta que conocía el cocinero) había sido una cucaracha. Y estaba muerta. Probablemente, intoxicada por la comida—. ¿Cuál es nuestro objetivo, señor? —preguntó, orgulloso de sí mismo al usar el término militar que había aprendido en el libro de Magius.

—¿Objetivo? —Horkin se pasó el envés de la mano por la boca para limpiarse la espuma que le quedaba en los labios—. Sólo uno de nosotros necesita conocer el objetivo, única Roja. Y ése soy yo. Tú sólo tienes que ir donde se te ordene, hacer lo que se te diga y cuando se te diga. ¿Entendido?

—Sí, señor —contestó Raistlin tragándose la ira.

Quizás Horkin esperaba hacer estallar al joven para así tener la oportunidad de bajarle los humos otra vez. Ser consciente de ello hizo que Raistlin ejerciese un autocontrol mayor de lo habitual. Volvió a machacar las especias y lo hizo con tal entusiasmo que las ramitas de canela se hicieron añicos e impregnaron el aire con su intenso aroma.

—Conque imaginando que quien está ahí dentro soy yo, ¿verdad, Túnica Roja? —inquirió Horkin, que soltó una queda risita—. Te gustaría ver al viejo Horkin machacado y hecho una pulpa, ¿a que sí? Bien, bien. Deja el majado de especias por hoy. ¡Maldito cocinero! De todos modos, no sé qué demonios hará con ellas. Seguramente venderlas. ¡Sé positiva y condenadamente bien que no cocina con ellas!

Mascullando, se encaminó hacia la estantería donde estaban los libros de hechizos, recién limpiado el polvo, y alargó una mano inestable para coger el «caprichoso tomo negro» como él lo llamaba.

—Y hablando de vender cosas, voy a ir a la tienda de productos mágicos de la ciudad para vender estos libros. Ahora que tengo un mago de la Torre que puede leer este negro, quiero que lo examines y me digas cuánto calculas que debo pedir por él.

Raistlin se mordió el labio inferior para sofocar un grito de frustración. El libro era mucho más valioso por sus hechizos que la mísera suma que sin duda Horkin obtendría por él en la tienda de magia de Arbolongar del Prado. Los tenderos pagaban poco generalmente por libros de hechizos pertenecientes a los seguidores de Nuitari, dios de la luna negra, principalmente porque eran difíciles de revender, Muy pocos hechiceros Túnicas Negras tenía la temeridad de entrar sin tapujos en una tienda y rebuscar entre los libros de hechizos pertenecientes a los magos de su clase; libros de conjuros relacionados con necromancia, maldiciones, torturas y otras perversidades.

Como cualquier hechicero, los Túnicas Negras sabían de sobra que era improbable que se hallaran textos de hechizos importantes en las tiendas del ramo. Sí, de vez en cuando se oía que un mago había topado con un libro maravilloso de la antigüedad, con hechizos perdidos para el mundo, que yacía olvidado bajo una capa de polvo en el estante de alguna tienda decrépita en Flotsam, pero esos hallazgos eran contados. Un mago que quería un libro de hechizos poderosos no perdía el tiempo yendo de comercio en comercio, sino que viajaba a la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, donde la selección era excelente y no se hacían preguntas.

Horkin soltó el volumen sobre la mesa del laboratorio y dedicó unos instantes a admirarlo —el trofeo de guerra— con la calva cabeza ladeada. Raistlin también contempló el libro, pero con mirada crítica y una curiosidad voraz de ver qué maravillas guardaba en sus páginas. Se le pasó por la cabeza la idea de que quizá podría comprárselo a Horkin, ahorrando su paga hasta que tuviera suficiente para pagarlo.

Eran escasas las posibilidades de que estuviese capacitado para leer alguno de los hechizos, ya que sin duda eran muy avanzados para su nivel. Y la mayoría de los conjuros, en especial los de magia negra, no tenía intención de ejecutarlos. Pero siempre podría aprender del libro. Todos los hechizos •—buenos, malos y neutrales— estaban compuestos con las mismas letras del alfabeto mágico, que se unían de la misma forma para crear palabras. Era el modo en que esas palabras se pronunciaban lo que afectaba su ejecución.

Tenía otra razón —una buena razón— para desear estudiar ese libro. El texto había estado en posesión de un mago guerrero Túnica Negra; cabía la posibilidad de que algún día tuviera que defenderse contra esos mismos conjuros. Saber la composición de un hechizo era esencial para saber cómo destruirlo o cómo protegerse de sus efectos. Sin embargo, como el joven no tuvo más remedio que admitir, la verdadera razón de que estuviese interesado en ese volumen era su pasión por alcanzar conocimiento en el arte. Cualquier fuente —incluso una perversa— que le proporcionara ese conocimiento era preciosa a sus ojos.

El libro estaba bastante nuevo. La piel negra de la encuadernación aún brillaba y mostraba pocas señales de desgaste. La cubierta era original, llamativa; el término utilizado por Horkin la describía con bastante acierto. En su mayoría, la encuadernación de los libros de conjuros era sencilla y nada ostentosa. Quienes los hacían no pretendían despertar la curiosidad atrayendo la mirada —y las manos— de cualquier kender. Todo lo contrario. Los libros de hechizos eran discretos, modestos, buscando desdibujarse en las sombras, confiando en permanecer ocultos, pasar inadvertidos.

Ese libro era distinto. El título,
Libro de sabiduría y poder arcano
, estaba estampado en plata sobre la cubierta en el idioma Común, de manera que cualquiera podía leerlo. El Símbolo del Ojo —una alegoría sagrada para los hechiceros— aparecía grabado en las cuatro esquinas, estampado con pan de oro. A lo largo de los bordes aparecían signos en los que Raistlin se había fijado con anterioridad: runas de magia. El marcador era una cinta roja que sobresalía del tomo cerrado como un hilillo de sangre.

—Si por dentro es tan bonito como por fuera —dijo Horkin, que alargó la mano para abrirlo—, a lo mejor me lo quedo sólo por los grabados.

—¡Aguardad, señor! ¿Qué vais a hacer? —demandó Raistlin, que adelantó la mano para frenar la de Horkin.

—Voy a abrir el libro, Túnica Roja —repuso el maestro, que apartó los dedos de Raistlin con impaciencia.

—Señor, os suplico que procedáis con cautela —dijo el joven, que habló respetuosamente aunque también de un modo apremiante. Luego añadió en tono de disculpa—: En la Torre nos enseñan que debemos comprobar las posibles emanaciones mágicas de cualquier libro de hechizos antes de abrirlo.

Horkin resopló desdeñosamente y sacudió la cabeza al tiempo que mascullaba entre dientes algo sobre «bobadas pomposas», pero al advertir la firmeza del joven, el mago de más edad accedió con un ademán.

—Compruébalo, Túnica Roja. Aunque no olvides que, como ya te conté, cogí ese libro en el campo de batalla y lo llevé encima durante semanas sin que me ocasionara daño alguno. Ni descargas fulminantes, ni rayos ni ninguna otra cosa por el estilo.

—Sí, señor. —Raistlin sonrió maliciosamente—. Lección número siete: nunca está de más pecar de precavido.

Alargó la mano y la sostuvo en vilo sobre el libro, a un par de centímetros de la cubierta, con cuidado de no tocarla. La mantuvo mientras inhalaba y exhalaba lentamente cinco veces, abriendo la mente, alerta a la más leve sensación de magia. Había visto a los hechiceros de la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth realizar este ejercicio, pero nunca había tenido ocasión de intentarlo personalmente. No era sólo su vivo deseo de comprobar si funcionaba el procedimiento lo que lo acuciaba; había algo en el libro que le resultaba desconcertante.

—Qué extraño—murmuró.

—¿El qué? —inquirió anhelante Horkin—. ¿Qué pasa? ¿Notas algo?

—No, señor —repuso Raistlin, fruncido el entrecejo con extrañeza—. No noto nada. Y eso es lo que me resulta raro.

—¿Quieres decir que no hay nada de magia ahí dentro? —inquirió Horkin con sorna—. ¡Eso no tiene sentido! ¿Por qué iba a ir cargado de aquí para allí un Túnica Negra con un libro que no contiene hechizos?

—Exacto, señor. Por eso es extraño —insistió Raistlin.

—¡Oh, vamos, Túnica Roja! —Horkin apartó al joven de un codazo—. Olvídate de esas fantochadas oscurantistas. La mejor forma de enterarse de lo que hay dentro de esta maldita cosa es abrirla y…

—¡Por favor, señor! —Raistlin llegó incluso a cerrar su esbelta y dorada mano sobre la muñeca curtida y regordeta de Horkin. Volvió a mirar el libro con creciente recelo—. Hay muchas cosas que resultan inquietantes en este libro, maestro Horkin.

—¿Como cuáles? —Saltaba a la vista la incredulidad del hombre.

—Pensadlo, señor. ¿Habéis conocido alguna vez a un mago guerrero que tire su libro de hechizos? Su libro de hechizos, señor. ¡Su única arma! ¡Dejar que caiga en manos del enemigo! ¿Es eso lógico, señor? ¿Lo haríais vos? Equivaldría a… ¡A que un soldado arrojara su espada, quedándose indefenso!

Al parecer ese argumento dio qué pensar a Horkin, que dirigió una mirada recelosa al libro.

—Y hay algo más, señor —prosiguió Raistlin—. ¿Habéis visto alguna vez un libro de hechizos que proclame tan ostensiblemente que lo es? ¿Sabéis de algún texto de conjuros que anuncie sus misterios a todos sin excepción?

Raistlin esperó en tensión. Horkin seguía mirando el libro, ahora fijamente, fruncido el ceño, su mente no tan embotada por la cerveza como para no seguir el razonamiento de su pupilo. Apartó la mano de la tapa del volumen.

—Sin duda, tienes razón en algo, Túnica Roja —dijo finalmente—. Este condenado libro está más emperifollado que una mujer pública de Palanthas.

—Y quizá por la misma razón, señor —adujo el joven, que intentaba con todas sus fuerzas mantener un tono de humildad—. Para seducir. ¿Puedo sugerir que realicemos un pequeño experimento con él?

—¿Más magia de la Torre? —Saltaba a la vista la desaprobación de Horkin.

—N o, señor. Nada de magia de ninguna clase. Necesitaré una madeja de hilo de seda, señor, si tenéis alguna a mano.

Horkin sacudió la cabeza. Parecía estar a punto de abrir el libro sólo para demostrar que no iba a dejarse aconsejar por un cachorro advenedizo. Sin embargo, como él mismo había dicho a Raistlin, si había sobrevivido en ese negocio se debía a que no era estúpido. Estaba dispuesto a admitir que Raistlin esgrimía argumentos convincentes.

—¡Maldita sea! —rezongó—. Ahora has picado mi curiosidad. Adelante, lleva a cabo tu «experimento», Túnica Roja. ¡Aunque no se me ocurre dónde vas a encontrar hilo de seda en los barracones de un ejército!

No obstante, Raistlin ya sabía dónde buscarlo. Si había insignias bordadas, tenía que haber hilo para hacerlo.

Se dirigió al castillo y le pidió una madeja a una de las criadas, que se la dio de buen grado y le preguntó, con una sonrisa tonta, si era verdad el rumor de que era gemelo del apuesto soldado que había visto en el patio y, en caso afirmativo, si haría el favor de decirle a su hermano que ella disponía de una noche libre cada dos semanas.

—¿Has conseguido el hilo? ¿Y ahora, qué? —preguntó Horkin cuando Raistlin hubo regresado. Saltaba a la vista que el mago de más edad empezaba a divertirse, tal vez con la idea de la eventual frustración del joven—. ¿Acaso estás pensando en sacar el libro al campo de entrenamiento y hacerlo volar, como una de esas cometas kenders?

—No, señor —repuso Raistlin—. No voy a hacerlo «volar». Empero, la sugerencia del campo de entrenamiento es una buena idea. Deberíamos realizar este experimento en un lugar apartado, y el campo donde solemos hacer las prácticas de magia sería ideal.

Horkin soltó un exagerado suspiro y sacudió la cabeza. Hizo intención de coger el libro, pero se detuvo.

—Supongo que no será peligroso llevarlo en la mano. ¿O crees aconsejable que lo sostenga con unas tenazas de la lumbre?

—Las tenazas no serán necesarias, señor —contestó el joven, pasando por alto su sarcasmo—. Habéis llevado el libro anteriormente sin sufrir ningún daño. No obstante, os sugiero que lo trasladéis en algún tipo de recipiente. ¿Qué tal este cesto? Es sólo para prevenir que se abra de manera accidental.

Riendo entre dientes, Horkin cogió el libro —con mucho cuidado, advirtió Raistlin— y lo dejó suavemente en el cesto de paja. Sin embargo, el joven le oyó mascullar mientras salían:

—¡Espero que no nos vea nadie! Menuda pinta de idiotas debemos de tener caminando con un libro dentro de un cesto.

Debido a la reunión de oficiales, ese día las tropas no tenían prácticas de entrenamiento y habían pasado la mañana limpiando sus equipos. Ahora estaban fregando y enjalbegando las paredes de los barracones por la cara exterior. Raistlin vio a Caramon, pero fingió no advertir el ademán de su hermano saludándolo y tampoco su alegre grito:

—¡Eh, aquí, Raist! ¿Adonde vas? ¿A una merienda campestre?

—¿Es ése tu hermano? —preguntó Horkin.

—Sí, señor —respondió el joven, manteniendo la vista al frente.

Horkin giró el grueso cuello para echar otra ojeada.

—Alguien me dijo que sois gemelos.

—Sí, señor —confirmó Raistlin, inexpresivo.

—Vaya, vaya. —Horkin observó al joven mago—. Vaya, vaya —repitió.

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