—Me recuerda a los sorbetes que hacía mi abuela...
Sobre el rostro pretencioso del joven sentado frente a mí se esboza ya una sonrisa burlona, se atisba también una ligera hinchazón en las mejillas, presagio de la carcajada hiriente, del entierro total y absoluto: buenas tardes y adiós muy buenas, caballero, gracias por venir y hasta nunca.
Pero él me sonríe con una calidez insospechada, me dedica una gran sonrisa sincera, una sonrisa de lobo, pero de lobo a lobo, con la complicidad de la jauría, una sonrisa amistosa, relajada, como un saludo, un «¿qué tal, amigo?, qué bueno verlo por aquí». Y entonces dice:
—Adelante, hábleme de su abuela.
Es una invitación pero también una amenaza velada. Sobre este requerimiento en apariencia benévolo pesa la necesidad de obedecer y el peligro de que, después de tan adecuada entrada en materia, lo defraude. Mi respuesta ha sido para él una agradable sorpresa, tan distinta de las glosas brillantes de los solistas virtuosos, y eso le gusta. Por ahora.
—La cocina de mi abuela... —digo, y busco cómo proseguir, desesperado, busco las palabras decisivas que justificarán mi respuesta y mi arte: mi talento.
Pero, de manera inesperada, él mismo acude en mi ayuda.
—Creerá usted que yo también —(me sonríe casi con afecto)— tuve una abuela cuya cocina era para mí un escenario mágico. Creo que toda mi carrera nació de los aromas y olores que emanaban de ella y que, de niño, me hacían enloquecer de deseo. Enloquecer de deseo, literalmente, sí. Se tiene muy poca idea de lo que es el deseo, el deseo verdadero, cuando nos hipnotiza, cuando se apodera de nuestra alma entera, engatusándola por completo, ¡hasta el punto de convertirlo a uno en un demente, un poseso, dispuesto a todo por una migaja, por un poquito de nada de lo que allí se cuece, ante nuestra nariz subyugada por un aroma diabólico! ¡Y además mi abuela tenía una energía desbordante, un buen humor que hacía estragos, una fuerza de vida prodigiosa que nimbaba toda su cocina con una vitalidad pasmosa, y yo tenía la impresión de estar en el corazón de una materia en plena fusión, que irradiaba y me envolvía en esa atmósfera cálida y fragrante!
—Yo tenía más bien la impresión de adentrarme en un templo —digo aliviado, pues me siento ya dueño de la raíz de mi intuición y, por lo tanto, de mi argumentación. Dejo escapar un largo suspiro silencioso e interior—. Mi abuela no era, ni mucho menos, tan alegre ni tan radiante. Encarnaba más bien la figura de la dignidad austera y sumisa, protestante hasta la médula; cuando cocinaba sólo lo hacía de manera reposada y minuciosa, sin pasión ni excitación, en soperas y fuentes de porcelana blanca que llegaban a una mesa de comensales silenciosos que comían sin prisa ni emoción visible manjares que lo harían a uno estallar de júbilo y de placer.
—Es curioso —me dice—, siempre atribuí el éxito y la magia de esa cocina a su buen humor y su sensualidad meridionales, identificaba dotes culinarias con bondad de carácter. Alguna vez llegué a pensar incluso que lo que hacía de ella tan buena cocinera era su simpleza, su escasa educación y su poca cultura, como si liberara para el alimento toda la energía que no nutría su espíritu.
—No —replico, tras un breve instante de reflexión—, lo que forjaba su arte no era su carácter ni la fuerza de sus vidas, como tampoco lo era su simpleza, su amor por el trabajo bien hecho ni su austeridad. Pienso que eran conscientes, aunque no se lo dijeran a sí mismas, de que cumplían con una labor noble en la que podían ser las mejores, una labor que, sólo en apariencia, era subalterna, material o bajamente utilitaria. Sabían bien que, más allá de todas las humillaciones sufridas, no por sí mismas sino por su condición de mujeres, cuando los hombres volvían a casa y se sentaban a la mesa, entonces iniciaba su reinado, el de ellas. Y no se trataba del control sobre «la economía interior», en la cual, soberanas como eran, podrían vengarse del poder que los hombres tenían en «el exterior». Más allá de todo ello, sabían que llevaban a cabo proezas que llegaban directamente al corazón y al cuerpo de los hombres y les conferían a ojos de éstos más grandeza que la que ellas mismas otorgaban a las intrigas del poder o del dinero o a los argumentos de la fuerza social.
Ellas tenían a sus hombres sujetos no por las cuerdas de la administración doméstica, ni por los hijos, la respetabilidad o la cama siquiera, sino por las papilas, y con tanta firmeza como si los tuvieran en una jaula en la que se hubieran precipitado ellos mismos.
Me escucha con suma atención, y yo aprendo a conocer esta cualidad en él, que no suele darse entre los hombres poderosos, que permite discernir cuándo cesa la pura fachada, la conversación en la que cada uno se limita a marcar su territorio y a poner de manifiesto los signos de su poderío, y cuándo empieza el verdadero diálogo. A nuestro alrededor, por el contrario, todo se descompone. El joven presuntuoso, tan dispuesto antes a zaherirme con sus burlas, luce ahora una tez cérea y una mirada como atontada. Los demás no dicen ni pío, al borde como están del abismo de la desolación. Prosigo entonces. —¿Qué sentían esos hombres vanos, pagados de sí mismos, esos «jefes» de familia, enseñados desde pequeños, en una sociedad patriarcal, a convertirse en los amos, cuando se llevaban a los labios el primer bocado de los platos sencillos y extraordinarios que sus esposas habían preparado en sus laboratorios privados? ¿Qué siente un hombre cuya lengua hasta entonces saturada de especias, de salsa, de carne, de nata y de sal se refresca de pronto al entrar en contacto con una larga avalancha de hielo y de fruta, tosca en su punto justo, grumosa en su punto justo también, para que lo efímero lo sea un poco menos, demorado por la delicuescencia más lenta de los cubitos de hielo y fruta que se dislocan despacio...? Esos hombres se sentían sencillamente en la gloria y, aunque no pudieran confesárselo, eran conscientes de que ellos mismos no podían darles nada parecido a sus mujeres, porque, por muy grande que fuera su arrogancia y su imperio, ¡no podían llevarlas al mismo éxtasis que ellas les regalaban en el paladar!
Me interrumpe sin hostilidad.
—Es muy interesante —dice—, veo adónde quiere llegar. Pero explica usted el talento mediante la injusticia, el don de nuestras abuelas mediante su condición de oprimidas, mientras que ha habido muy grandes cocineros que no adolecían ni de una inferioridad de casta ni de una existencia privada de prestigio o de poder. ¿Cómo encaja este hecho en su teoría?
—Ningún cocinero cocina, ni lo ha hecho nunca, como nuestras abuelas. Todos los factores que aquí evocamos —y hago ligeramente hincapié en este plural para poner de manifiesto que, a estas alturas, el maestro de ceremonias soy yo— han dado pie a esta cocina tan específica, la de las mujeres en la casa, en el espacio cerrado de sus interiores privados: una cocina que carece a veces de refinamiento y tiene siempre un carácter como «familiar», es decir, consistente y alimenticio, con vistas a «que llene» el estómago, pero que presenta, en el fondo y sobre todo, una sensualidad tórrida, mediante la cual comprendemos que cuando hablamos de la «carne» no es casualidad si el término evoca a la vez los placeres del paladar y los del amor. La cocina era el cebo de estas mujeres, su sortilegio, su seducción, y era eso precisamente lo que la inspiraba y la hacía distinta de todas.
Me sonríe de nuevo. Y entonces, ante los epígonos abatidos, aniquilados, porque no entienden, porque no pueden entender cómo, después de haber jugado a ser los equilibristas de la gastronomía, después de haber erigido templos en honor de la diosa Comida, resulta ahora que los deja a la altura del betún un pobre chucho que trae entre los dientes un viejo hueso roído y amarillo, ante ellos, como digo, reducidos a la nada, me dice:
—Para que podamos continuar tranquilamente esta apasionante conversación, ¿me concedería el placer de almorzar mañana conmigo en el restaurante de Lessiére?
He llamado a Anna y he comprendido que no iré. Que ya no iré más. Nunca más. Llega así a su fin una epopeya, la de mi aprendizaje, que, como en las novelas de ese género, ha ido de embelesos en ambiciones, de ambiciones en desilusiones y de desilusiones en cinismo. El muchacho que yo era, algo tímido, muy sincero, se ha convertido en un crítico influyente, temido, escuchado, proveniente de las mejores escuelas y que aterriza en el mejor de los mundos, pero que, cada día que pasa y antes de tiempo, se siente cada vez más viejo, cada vez más cansado, cada vez más inútil: un geronte charlatán lleno de hiel que rumia machaconamente aquello que fue lo mejor de sí mismo, que se desmorona ya sin remedio y presagia una vejez de anciano estúpido, lúcido y patético. ¿Es eso lo que siente ahora? ¿Era eso lo que infiltraba tenuemente sus párpados cansados con una sombra de tristeza, una pizca de nostalgia? ¿Le sigo yo los pasos, experimento yo los mismos anhelos frustrados, los mismos extravíos? ¿O estoy acaso, en el momento de compadecerme de mi suerte, lejos, tan lejos de la gloria de sus peregrinaciones íntimas? Nunca lo sabré.
El rey ha muerto. Viva el rey.
Todos los veranos íbamos a Bretaña. Por aquel entonces todavía las clases no se reanudaban hasta mediados de septiembre; mis abuelos, cuya situación económica había mejorado recientemente, alquilaban en la costa, en fin de temporada, unas casas grandes en las que se reunía toda la familia. Era un tiempo maravilloso. Yo no era aún lo bastante mayor para apreciar que esas personas sencillas, que habían trabajado toda su vida y con quienes, tardíamente, el destino se había mostrado propicio, eligieran gastar con los suyos y en vida un dinero que otros hubieran preferido conservar bajo el colchón. Pero lo que sí sabía ya entonces era que a nosotros, los pequeños, se nos mimaba con una inteligencia que aún hoy me asombra, yo que sólo he sabido malcriar a mis propios hijos —malcriar literalmente.
He podrido y descompuesto a esos tres seres salidos de las entrañas de mi mujer, presentes que le ofrecía con indiferencia a cambio de su abnegación de esposa decorativa —terribles presentes, si lo pienso hoy, pues ¿qué son los hijos sino monstruosas excrecencias de nosotros mismos, patéticos sustitutos de nuestros deseos no realizados? No son dignos de interés para quien, como yo, ya tiene con que gozar en la vida, más que cuando se marchan por fin y se convierten en otra cosa aparte de nuestros hijos. No los quiero, no los he querido nunca, y ello no me produce remordimiento alguno. Que ellos malgasten toda su energía en odiarme con todas sus fuerzas no me concierne —la única paternidad que reivindico es la de mi obra. Ni siquiera: este sabor oculto e inencontrable casi me hace dudar.
En cuanto a mis abuelos, ellos nos querían a su manera: sin límites. Habían hecho de sus propios hijos un surtido de neurópatas y degenerados —un hijo melancólico, una hija histérica, otra suicida, e incluso mi padre, que había evitado la locura a costa de sacrificar toda fantasía, y había elegido a su esposa a su imagen y semejanza: lo que había salvado a mis padres era su tibieza y su mediocridad concienzudas, que los protegían del exceso o, lo que es lo mismo, del abismo. Pero, único rayo de sol en la existencia de mi madre, yo era su dios, y un dios he seguido siendo, sin conservar nada de su triste figura, de su cocina sin vida y de su voz lastimera, pero sí todo su amor, que me otorgaba la certeza de los reyes. Quien ha sido adulado por su madre... Gracias a ella he conquistado imperios, he enfocado la vida con esta brutalidad irresistible que me ha abierto las puertas de la gloria. Como niño consentido que he sido, he podido convertirme en un hombre despiadado, gracias al amor de una arpía a la que, a fin de cuentas, sólo su falta total de ambición reducía a la ternura.
Con sus nietos, en cambio, mis abuelos se mostraban encantadores en grado sumo. El talento indulgente y malicioso de su ser más profundo, maniatado por la carga de ser padres, se realizaba en todo su esplendor en su licencia como abuelos. El verano respiraba libertad. Todo parecía posible en aquel universo de exploraciones, de expediciones alegres y falsamente secretas, por la noche, entre las rocas de la playa; en aquella extraordinaria generosidad que convidaba a nuestra mesa a todos los vecinos que reunía el azar de aquellos veranos. Mi abuela oficiaba ante los fogones, con tranquilidad altiva. Pesaba más de cien kilos, tenía bigote, reía como un hombre y nos reprendía, con la delicadeza de un carretero, a gritos cuando nos aventurábamos en su cocina. Pero bajo el efecto de sus manos expertas, las sustancias más anodinas se convertían en milagros de fe. El vino blanco corría a chorros, y comíamos, comíamos, comíamos. Erizos de mar, ostras, mejillones, gambas a la plancha, marisco con mayonesa, calamares en su tinta, pero también («genio y figura hasta la sepultura») guisos, calderetas, paellas, aves asadas, cocidas al vapor, en salsa; de todo y en abundancia.
Una vez al mes, mi abuelo adoptaba durante el desayuno una expresión severa y solemne, se levantaba sin decir palabra y se marchaba solo hacia la lonja.
Comprendíamos así que ése era EL día. Mi abuela alzaba los ojos al cielo, mascullaba que «otra vez iba a apestar durante siglos» y farfullaba algo desagradable sobre las aptitudes culinarias de su marido. A mí, que estaba emocionado hasta las lágrimas ante lo que se avecinaba, por mucho que supiera que lo decía de broma, me disgustaba un poco porque la mujer no se sometiera humildemente a ese momento sagrado. Una hora más tarde, mi abuelo volvía del puerto con una enorme caja que olía a marea. Nos mandaba a la playa, a nosotros los «chavales», y nos marchábamos, temblando de excitación y, aunque con el pensamiento ya estuviéramos de vuelta, obedecíamos, dóciles y atentos a no contrariarlo. Cuando regresábamos a la una, de baños a los que nos habíamos entregado distraídamente, esperando impacientes que llegara la hora del almuerzo, ya desde antes de doblar la esquina olisqueábamos en el aire el celestial aroma. Habría podido llorar de felicidad.
Las sardinas asadas llenaban todo el barrio con su olor a mar y a brasas. Un espeso humo gris se elevaba sobre las tuyas que cercaban el jardín. Los hombres de las casas vecinas habían venido a ayudar a mi abuelo. Sobre unas enormes rejillas los pececitos plateados se asaban ya al viento del mediodía. Se reía, se charlaba, se descorchaban botellas de vino blanco seco bien frío, los hombres se sentaban por fin, y las mujeres salían de la cocina con sus pilas de platos inmaculados. Con un gesto hábil, mi abuela cogía un cuerpecito grueso, olisqueaba el aroma y lo lanzaba sobre un plato junto con unos pocos más. Con sus ojos dulces y como atontados me miraba con ternura y decía: —¡Toma, mi niño, la primera para ti! ¡Es que hay que ver cómo le gustan, oye!