Cuando se levantó de su silla destartalada, se extendió un silencio absoluto sobre todo el restaurante. Primero sobre los cocineros, petrificados de estupor, y, después, como si una ola invisible se propagara rápidamente por toda la asistencia, sobre los clientes del bar, acto seguido sobre los de la sala, e incluso sobre los que acababan de entrar y que, desconcertados, contemplaban la escena. Se levantó sin decir palabra y se dirigió hacia el mostrador, frente a mí. Aquel que, a mi juicio, era quien dirigía el equipo hizo una breve inclinación, con ese gesto de absoluta deferencia tan característico de las culturas asiáticas, y retrocedió despacio, imitado por todos los demás, hacia la puerta abierta de la cocina, pero no llegó a desaparecer en el interior sino que permaneció en el umbral, inmóvil, en un ademán religioso. El chef Tsuno elaboró su composición delante de mí con gestos suaves y parsimoniosos, gestos de una economía rayana en la indigencia, pero, bajo su palma, yo veía nacer y florecer, entre el nácar tornasolado, destellos de carne rosa, blanca y gris, y, fascinado, fui testigo del prodigio.
Fue un deslumbramiento. Lo que franqueó así la barrera de mis labios no fue ni materia ni agua, tan sólo una sustancia intermedia que de la primera había conservado la presencia, la consistencia que resiste a la nada, y de la segunda había tomado prestadas la fluidez y la ternura milagrosas. El verdadero sashimi ni cruje bajo los dientes ni se funde en la lengua. Invita a una masticación lenta y flexible, cuyo fin no es cambiar la naturaleza del alimento sino sólo saborear su ligerísima blandicie. Blandicie, sí: pues no se trata de blandura ni de molicie; el sashimi, polvo de terciopelo en los confines de la seda, tiene algo de ambas y, en la alquimia extraordinaria de su esencia vaporosa, conserva una densidad lechosa que ya querrían para sí las nubes. El primer bocado rosa que provocó tal emoción en mí era salmón, pero aún me quedaba por descubrir la platija, la vieira y el pulpo. El salmón es graso y dulce pese a ser esencialmente magro, el pulpo es estricto y riguroso, tenaz en sus vínculos secretos que tan sólo tras una larga resistencia se desgarran por fin bajo el asalto de los dientes. Miré, antes de morderlo, el curioso fragmento dentado, con reflejos rosas y malvas, como el nácar, pero casi negro en la punta de sus excrecencias almenadas, lo cogí torpemente con los palillos, en cuyo manejo apenas empezaba a aguerrirme, lo recibí sobre la lengua, impresionada por su compacidad, y me estremecí de placer. Entre ambos, entre el salmón y el pulpo, hallé toda la paleta de sensaciones del gusto, pero conservando siempre esa fluidez compacta que es gloria pura en el paladar y hace inútil todo licor adicional, ya sea agua, cerveza japonesa o sake caliente. En cuanto a la vieira, se eclipsa nada más tocar la lengua, de tan ligera y evanescente como es, pero largo tiempo después, las mejillas recuerdan su roce profundo; y la platija, por último, injustamente considerada el pescado más tosco, es una delicadeza con aroma de limón cuya constitución excepcional se afirma bajo las muelas con plenitud pasmosa. Eso es el sashimi —un fragmento cósmico al alcance de nuestros corazones, mas por desgracia muy lejos de esa fragancia o ese sabor que rehuyen mi sagacidad, si no es mi inhumanidad... He creído que la evocación de esta aventura sutil, la de lo crudo, a mil leguas de la barbarie de los devoradores de animales, exhalaría el perfume de autenticidad que inspira mi recuerdo, ese recuerdo desconocido que desespero de poder asir... Crustáceos, siempre y siempre más: ¿quizá no sea eso lo que busco?
Tres vías posibles.
Una vía asintótica: salario mísero, bata verde, largas guardias de internista, carrera probable, la vía del poder, la vía de los honores. Egregio profesor de Cardiología. Hospital público, entrega a la causa, amor por la ciencia: la ambición, la sensatez y la competencia justas. Estaba maduro para ello.
Una vía intermedia: el día a día. Mucho, mucho dinero. Una clientela de alto copete, en la que abundan las burguesas deprimidas, los ancianos ricos y dispendiosos, los toxicómanos de lujo, las anginas, las gripes y el tedio largo e insondable. La pluma Montblanc que me regala mi mujer cada Navidad resbala sobre la superficie nívea de la receta. Levanto la cabeza, esbozo una sonrisa en el momento oportuno, un poco de consuelo, un poco de amabilidad y mucha falsa humanidad, y hago negocio a costa de la absolución de las angustias de histérica incurable de la señora Derville, la esposa del decano del colegio de abogados.
Una vía tangente: tratar las almas y no los cuerpos. ¿Periodista, escritor, pintor, eminencia gris, mandarín de las letras, arqueólogo? Cualquier cosa, menos las paredes revestidas de madera de mi consulta de médico mundano, salvo el anonimato célebre y acomodado de mi cargo curativo, en mi calle de privilegiado, en mi sillón de ministro...
Naturalmente, la vía intermedia. Y largos siglos de desgarradora insatisfacción, en los que me sentía bullir por dentro, un bullir a veces intenso, a veces virulento, a veces aplacado —pero siempre presente.
La primera vez que vino a mi consulta, entreví, pues, mi salvación. Me ofrecía lo que yo no podía ser, demasiado corrompido como estaba por mi sangre de burgués como para renunciar a todo ello, mediante su solo consentimiento tácito de ser mi cliente, mediante su simple regularidad en las visitas a mi sala de espera, mediante su docilidad banal de paciente fácil. Después me hizo otro presente, magnánimo: el de su conversación; surgieron mundos hasta entonces insospechados, y lo que mi pasión, desde siempre, codiciaba tan ardiente y desesperadamente conquistar yo lo vivía gracias a él, a través de él, por poderes.
Vivir por poderes: encumbrar a chefs de cocina, ser su ruina, de los festines hacer surgir palabras, frases, sinfonías de lenguaje, y extraer de los banquetes la belleza fulgurante que llevan dentro; ser un Maestro, un Guía, una Divinidad; alcanzar con el espíritu esferas inaccesibles, penetrar, a escondidas, en los laberintos de la inspiración, rozar la perfección, acariciar la genialidad con la punta de los dedos. ¿Qué se ha de preferir verdaderamente? ¿Conformarse uno con vivir su pobre vida sin importancia de homo sapiens, sin meta, sin aliciente, porque se es demasiado débil para luchar por un objetivo? ¿O bien, casi como si fuera un delito, gozar infinitamente de los éxtasis de otro que sí sabe lo que quiere, que ya ha empezado su cruzada y que, al tener un fin último, disfruta de la inmortalidad?
Después, otros dones más: su amistad. Y, sólo por aceptar la mirada que sobre mí dirigía, en la intimidad de nuestras conversaciones de hombre a hombre en las que yo pasaba a ser, en el fuego de mi pasión por el Arte, testigo, discípulo, protector y admirador a la vez, recibí centuplicados los frutos de mi subordinación consentida. ¡Su amistad! ¿Quién no ha soñado con la amistad de un Grande del siglo, quién no ha ansiado una familiaridad estrecha con el Héroe, quién no ha deseado abrazar al hijo pródigo, al gran Maestro de las orgías culinarias? ¡Su amigo! Su amigo y su confidente, hasta el privilegio, cuán valioso y doloroso a la vez, de anunciarle su propia muerte... ¿Mañana? ¿Al amanecer? ¿O esta noche? Esta noche... Mi noche también, porque el testigo muere de no poder dar más testimonio, porque el discípulo muere por el tormento de la pérdida, porque el protector muere por haber flaqueado, y el admirador, por fin, muere por adorar un cadáver abocado a la paz de los cementerios... Mi noche...
Pero no lamento nada, lo reivindico todo, porque era él, porque era yo.
Se llamaba Jacques Destréres. Era muy al principio de mi carrera. Yo acababa de terminar un artículo sobre la especialidad de la casa Gerson, ese que habría de revolucionar el marco de mi profesión y propulsarme al firmamento de la crítica gastronómica. En la espera agitada pero confiada de lo que iba a suceder después, me había refugiado en casa de mi tío, el hermano mayor de mi padre, un viejo solterón que sabía disfrutar de los placeres de la vida y al que la familia consideraba un excéntrico. No se había casado, ni siquiera se lo había visto nunca en compañía femenina, hasta tal punto que mi padre sospechaba que fuera «de la acera de enfrente». Había tenido éxito en los negocios y, llegado a la edad madura, se había retirado a una preciosa finca de su propiedad, cerca del bosque de Rambouillet, donde llevaba una vida tranquila ocupado en podar sus rosales, pasear a sus perros, fumar habanos en compañía de algunos viejos conocidos del mundo de los negocios y elaborarse sabrosas recetas de soltero.
Sentado en su cocina, yo lo observaba hacer. Era invierno. Había almorzado muy temprano en Groers, en Versalles, tras lo cual había recorrido las carreteritas nevadas con una disposición de espíritu más que favorable. Un hermoso fuego crepitaba en la chimenea, mientras mi tío preparaba la comida. La cocina de mi abuela me había acostumbrado a una atmósfera ruidosa y febril en la que, en medio del estruendo de las cacerolas, el silbido de la mantequilla fundiéndose en la sartén y el entrechocar de los cuchillos, se atareaba una marimacho en trance a la que tan sólo su larga experiencia confería un aura de serenidad —como la que conservan los mártires en las llamas del infierno. Jacques, por el contrario, lo hacía todo con mesura. No se apresuraba, pero tampoco era lento. Cada gesto venía a su tiempo.
Aclaró cuidadosamente el arroz tailandés en un pequeño colador plateado, lo escurrió bien, lo echó en la cazuela, lo cubrió con una tacita y media de agua salada, lo tapó y lo dejó en el fuego. Había unas gambas en un cuenco de loza. Mientras charlaba conmigo, esencialmente de mi artículo y de mis proyectos, las peló con concentrada meticulosidad. Ni un solo instante aceleró la cadencia, ni un solo instante la redujo. Una vez despojado el último pequeño arabesco de su coraza protectora, se lavó a conciencia las manos con un jabón que olía a leche. Con la misma uniformidad serena, puso en el fuego una sartén de hierro, vertió en ella un chorrito de aceite de oliva, esperó a que se calentara y dejó caer encima una lluvia de gambas desnudas. Con habilidad, la espátula de madera las acosaba, sin dejar escapatoria alguna a aquellas pequeñas medialunas, las agarraba por todos lados, haciéndolas bailar sobre el aceite oloroso. Luego vino el curry. Ni demasiado ni demasiado poco. Un polvillo sensual que embellecía con su oro exótico el cobre rosado de los crustáceos: Oriente reinventado. Sal, pimienta. Con unas tijeras fue cortando en pedacitos sobre la sartén una ramita de cilantro. Por último, rápidamente, vertió un taponcito de coñac y prendió una cerilla; de la sartén surgió una larga llamarada furiosa, como una llamada o un grito que se libera por fin, impetuoso suspiro que se apaga tan pronto como se ha elevado.
Sobre la mesa de mármol aguardaban un plato de porcelana, un vaso de cristal, unos magníficos cubiertos de plata y una servilleta bordada de lino. En el plato dispuso cuidadosamente, con una cuchara de madera, la mitad de las gambas, el arroz que antes había servido en un cuenquito minúsculo, prensándolo bien, para luego voltearlo, de manera que formara una pequeña cúpula rechoncha coronada por una hoja de menta. En el vaso se sirvió una generosa ración de un líquido transparente del color del trigo. —¿Te pongo un vaso de Sancerre?
Negué con la cabeza. Él se sentó a la mesa.
Un almuerzo rápido. Eso era lo que Jacques Destréres llamaba «un almuerzo rápido». Y yo sabía que no era ninguna broma, que cada día se preparaba así, con mimo, un bocadito de paraíso, sin ser consciente del refinamiento de su vida cotidiana, como verdadero gourmet que era, auténtico esteta en la ausencia de puesta en escena que caracterizaba su día a día. Yo lo contemplaba comer, sin tocar el plato que había preparado ante mis ojos, comía con el mismo cuidado desapegado y sutil con el que había cocinado, y ese almuerzo que no probé fue y será siempre uno de los mejores de mi vida.
Degustar es un acto de placer, escribir ese placer es un hecho artístico, pero la única obra de arte verdadera, en definitiva, es el festín ajeno. El almuerzo de Jacques Destréres era la perfección pura porque no era el mío, porque no se desbordaba en el antes y el después de mi día a día y, unidad cerrada y autosuficiente, podía permanecer en mi memoria, momento único grabado fuera del tiempo y del espacio, perla de mi espíritu liberada de los sentimientos de mi vida. Como cuando se contempla una habitación que se refleja en un espejo sol y que se convierte en un cuadro pues no está ya abierta sobre nada más, sino que sugiere todo un mundo, ahí en el espejo y en ninguna otra parte, estrictamente circunscrito entre los bordes del azogue y aislado de la vida en derredor, el almuerzo ajeno está encerrado en el marco de nuestra contemplación y carece de la línea de fuga infinita de nuestros recuerdos o de nuestros proyectos. Me hubiera gustado vivir esa vida, la que el espejo o el plato de Jacques me sugerían, una vida sin perspectivas por donde pudiera desvanecerse la posibilidad de convertirse en una obra de arte, una vida sin ayer ni mañana, sin alrededor ni horizonte: el aquí y ahora es algo hermoso, pleno y cerrado.
Pero no se trata de eso. Lo que las grandes mesas han aportado a mi genio culinario, lo que las gambas de Destréres han sugerido a mi inteligencia no le enseñan nada a mi corazón. Spleen. Sol negro.
El sol...
Tú y yo somos de la misma especie.
Hay dos categorías de viandantes. La primera es la más corriente, aunque tiene ciertos matices. No cruzo nunca la mirada de éstos, o si acaso fugazmente, cuando me dan una moneda. A veces sonríen un poco, pero se los ve incómodos, y se alejan deprisa. O si no, no se detienen siquiera y pasan lo más rápido posible, su mala conciencia los atormenta durante cien metros —cincuenta antes, cuando me ven de lejos y se apresuran a mantener la cabeza fija en la otra acera hasta que, cincuenta metros después del harapiento, ésta recupera su movilidad de costumbre—, y después me olvidan, vuelven a respirar libremente, y la punzada en el corazón que han sentido, de compasión y de vergüenza, se va difuminando. Sé muy bien lo que dicen ésos por la noche, al volver a casa, por poco que aún piensen en ello en algún rincón de su inconsciente: «Es terrible, cada vez se ven más, me parte el corazón, les doy algo, claro, pero cuando he dado a dos ya no doy más, y sí, ya lo sé, es arbitrario, es horrible, pero no se puede estar dando sin parar, cuando pienso en todos los impuestos que pagamos, no tendríamos que ser nosotros los que damos, tendría que ser el Estado, es el Estado el que no cumple con su función, y menos mal que tenemos un gobierno de izquierdas, si no sería mucho peor, bueno, ¿qué hay de cena esta noche, espaguetis?»