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Authors: Julio Cortazar

Rayuela (15 page)

BOOK: Rayuela
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—¿Se siente mal la señora?

—Es la emoción —dijo Oliveira—. Ya se le está pasando. ¿Dónde está su abrigo?

Entre vagos tableros, mesas derrengadas, un arpa y una percha, había una silla de donde colgaba un impermeable verde. Oliveira ayudó a Berthe Trépat, que había agachado la cabeza pero ya no lloraba. Por una puertecita y un corredor tenebroso salieron a la noche del boulevard. Lloviznaba.

—No será fácil conseguir un taxi —dijo Oliveira que apenas tenía trescientos francos—. ¿Vive lejos?

—No, cerca del Panthéon, en realidad prefiero caminar.

—Sí, será mejor.

Berthe Trépat avanzaba lentamente, moviendo la cabeza a un lado y otro. Con la caperuza del impermeable tenía un aire guerrero y Ubu Roi. Oliveira se enfundó en la canadiense y se subió bien el cuello. El aire era fino, empezaba a tener hambre.

—Usted es tan amable —dijo la artista—. No debería molestarse. ¿Qué le pareció mi
Síntesis
?

—Señora, yo soy un mero aficionado. A mí la música, por así decir...

—No le gustó —dijo Berthe Trépat.

—Una primera audición...

—Hemos trabajado meses con Valentin. Noches y días, buscando la conciliación de los genios.

—En fin, usted reconocerá que Délibes...

—Un genio —repitió Berthe Trépat—. Erik Satie lo afirmó un día en mi presencia. Y por más que el doctor Lacour diga que Satie me estaba... cómo decir.

Usted sabrá sin duda cómo era el viejo... Pero yo sé leer en los hombres, joven, y sé muy bien que Satie estaba convencido, sí, convencido. ¿De qué país viene usted, joven?

—De la Argentina, señora, y no soy nada joven dicho sea de paso.

—Ah, la Argentina. Las pampas... ¿Y allá cree usted que se interesarían por mi obra?

—Estoy seguro, señora.

—Tal vez usted podría gestionarme una entrevista con el embajador. Si Thibaud iba a la Argentina y a Montevideo, ¿por qué no yo, que toco mi propia música? Usted se habrá fijado e eso, que es fundamental: mi propia música.

Primeras audiciones casi siempre.

—¿Compone mucho? —preguntó Oliveira, que se sentía como un vómito.

—Estoy en mi opus ochenta y tres... no, veamos... Ahora que me acuerdo hubiera debido hablar con madame Nolet antes de salir... Hay una cuestión de dinero que arreglar, naturalmente. Doscientas personas, es decir... —Se perdió en un murmullo, y Oliveira se preguntó si no sería más piadoso decirle redondamente la verdad, pero ella la sabía, por supuesto que la sabía.

—Es un escándalo — dijo Berthe Trépat—. Hace dos años que toqué en la misma sala, Poulenc prometió asistir... ¿Se da cuenta? Poulenc, nada menos. Yo estaba inspiradísima esa tarde, una lástima que un compromiso de última hora le impidió... pero ya se sabe con los músicos de moda... Y esa vez la Nolet me cobró la mitad menos —agregó rabiosamente—. Exactamentte la mitad. Claro que lo mismo, calculando doscientas personas...

—Señora —dijo Oliveira, tomándola suavemente del codo para hacerla entrar por la rue de Seine—, la sala estaba casi a oscuras y quizá usted se equivoca calculando la asistencia.

—Oh, no —dijo Berthe Trépat—. Estoy segura de que no me equivoco, pero usted me ha hecho perder la cuenta. Permítame, hay que calcular... —Volvió a perderse en un aplicado murmullo, movía continuamente los labios y los dedos, por completo ausente del itinerario que le hacía seguir Oliveira, y quizá hasta de su presencia. Todo lo que decía en alta voz hubiera podido decírselo a sí misma, parís estaba lleno de gentes que hablaban solas por la calle, el mismo Oliveira no era una excepción, en realidad lo único excepcional era que estuviese haciendo el cretino al lado de la vieja, acompañando a su casa a esa muñeca desteñida, a ese pobre globo inflado donde la estupidez y la locura bailaban la verdadera pavana de la noche. «Es repugnante, habría que tirarla contra un escalón y meterle el pie en la cara, aplastarla como a una vinchuca, reventarla como un piano que se cae del décimo piso. La verdadera caridad sería sacarla del medio, impedirle que siga sufriendo como un perro metida en sus ilusiones que ni siquiera cree, que fabrica para no sentir el agua en los zapatos, la casa vacía o con ese viejo inmundo del pelo blanco. Le tengo asco, yo me rajo en la esquina que viene, total ni se va a dar cuenta. Qué día, mi madre, qué día»

Si se cortaba rápido por la rue Lobineau, que le echaran un galgo, total la vieja lo mismo encontraría el camino hasta su casa. Oliveira miró hacia atrás, esperó el momento sacudiendo vagamente el brazo como si le molestara un peso, algo colgado subrepticiamente de su codo. Pero era la mano de Berthe Trépat, el peso se afirmó resueltamente, Berthe Trépat se apoyaba con todo su peso en el brazo de Oliveira que miraba hacia la rue Lobineau y al mismo tiempo ayudaba a la artista a cruzar la calle, seguía con ella por la rue de Tournon.

—Seguramente habrá encendido el fuego —dijo Berthe Trépat—. No es que haga tanto frío, en realidad, pero el fuego es el amigo de los artistas, ¿no le parece? Usted subirá a tomar una copita con Valentin y conmigo.

—Oh, no, señora —dijo Oliveira—. De ninguna manera, para mí ya es suficiente honor acompañarla hasta su casa. Y además...

—No sea tan modesto, joven. Porque usted es joven, ¿no es cierto? Se nota que usted es joven, en su brazo, por ejemplo... —Los dedos se hincaban un poco en la tela de la canadiense—. Yo parezco mayor de lo que soy, usted sabe, la vida del artista...

—De ninguna manera —dijo Oliveira—. En cuanto a mí ya pasé bastante de los cuarenta, de modo que usted me halaga.

Las frases le salían así, no había nada que hacer, era absolutamente el colmo. Colgada de su brazo Berthe Trépat hablaba de otros tiempos, de cuando en cuando se interrumpía en mitad de una frase y parecía reanudar mentalmente un cálculo. Por momentos se metía un dedo en la nariz, furtivamente y mirando de reojo a Oliveira; para meterse el dedo en la nariz se quitaba rápidamente el guante, fingiendo que le picaba la palma de la mano, se la rascaba con la otra mano (después de desprenderla con delicadeza del brazo de Oliveira) y la levantaba con un movimiento sumamente pianístico para escarbarse por una fracción de segundo un agujero de la nariz. Oliveira se hacía el que miraba para otro lado, y cuando giraba la cabeza Berthe Trépat estaba otra vez colgada de su brazo y con el guante puesto. Así iban bajo la lluvia hablando de diversas cosas. Al flanquear el Luxemburgo discurrían sobre la vida en París cada día más difícil, la competencia despiadada de jóvenes tan insolentes como faltos de experiencia, el público incurablemente snob, el precio del biftec a precios razonables. Dos o tres veces Berthe Trépat había preguntado amablemente a Oliveira por su profesión, sus esperanzas y sobre todo sus fracasos, pero antes de que pudiera contestarle todo giraba bruscamente hacia la inexplicable desaparición de Valentin, la equivocación que había sido tocar la
Pavana
de Alix Alix nada más que por debilidad hacia Valentin, pero era la última vez que le sucedería. «Un pederasta», murmuraba Berthe Trépat, y Oliveira sentía que su mano se crispaba en la tela de la canadiense. «Por esa porquería de individuo, yo, nada menos, teniendo que tocar una mierda sin pies ni cabeza mientras quince obras mías esperan todavía su estreno...» Después se detenía bajo la lluvia, muy tranquila dentro de su impermeable (pero a Oliveira le empezaba a entrar el agua por el cuello de la canadiense, el cuello de piel de conejo o de rata olía horriblemente a jaula de jardín zoológico, con cada lluvia era lo mismo, nada que hacerle), y se quedaba mirándolo como esperando una respuesta. Oliveira le sonreía amablemente, tirando un poco para arrastrarla hacia la rue de Médicis.

—Usted es demasiado modesto, demasiado reservado —decía Berthe Trépat—. Hábleme de usted, vamos a ver. usted debe ser poeta, ¿verdad? Ah, también Valentin cuando éramos jóvenes... La «Oda Crepuscular«, un éxito en el
Mercure de France
... Una tarjeta de Thibaudet, me acuerdo como si hubiera llegado esta mañana. Valentin lloraba en la cama, para llorar siempre se ponía boca abajo en la cama, era conmovedor.

Oliveira trataba de imaginarse a Valentin llorando boca abajo en la cama, pero lo único que conseguía era ver a un Valentin pequeñito y rojo como un cangrejo, en realidad veía a Rocamadour llorando boca abajo en la cama y a la Maga tratando de ponerle un supositorio y Rocamadour resistiéndose y arqueándose, hurtando el culito a las manos torpes de la Maga. Al vejo del accidente también le habrían puesto algún supositorio en el hospital, era increíble la forma en que estaban de moda, habría que analizar filosóficamente esa sorprendente reinvindicación del ano, su exaltación a segunda boca, a algo que ya no se limita a excretar sino que absorbe y deglute los perfumados aerodinámicos pequeños obuses rosa verde y blanco. Pero Berthe Trépat no lo dejaba concentrarse, otra vez quería saber de la vida de Oliveira y le apretaba el brazo con una mano y a veces con las dos, volviéndose un poco hacia él con un gesto de muchacha que aún en plena noche lo estremecía. Bueno, él era un argentino que llevaba un tiempo en parís, tratando de... Vamos a ver, ¿qué era lo que trataba de? Resultaba espinoso explicarlo así de buenas a primeras. Lo que él buscaba era...

—La belleza, la exaltación, la rama de oro —dijo Berthe Trépat—. No me diga nada, lo adivino perfectamente. Yo también vine a parís desde Pau, hace ya algunos años, buscando la rama de oro. Pero he sido débil, joven, he sido... ¿Pero cómo se llama usted?

—Oliveira —dijo Oliveira.

—Oliveira...
Des olives
, el Mediterráneo... Yo también soy del Sur, somos pánicos, joven, somos pánicos los dos. No como Valentin que es de Lille. Los del Norte, fríos como peces, absolutamente mercuriales. ¿Usted cree en la Gran Obra? Fulcanelli, usted me entiende... No diga nada, me doy cuenta de que es un iniciado. Quizá no alcanzó todavía las realizaciones que verdaderamente cuentan, mientras que yo.. Mire la
Síntesis
, por ejemplo. Lo que dijo Valentin es cierto, la radiestesia me mostraba las almas gemelas, y creo que eso se transparenta en la obra. ¿O no?

—Oh sí.

—Usted tiene mucho
karma
, se advierte enseguida... —la mano apretaba con fuerza, la artista ascendía a la meditación y para eso necesitaba apretarse contra Oliveira que apenas se resistía, tratando solamente de hacerla cruzar la plaza y entrar por la rue Soufflot. «Si me llegan a ver Etienne o Wong se va a armar una del demonio», pensaba Oliveira. Por qué tenía que importarle ya lo que pensaran Etienne o Wong, como si después de los ríos metafísicos mezclados con algodones sucios el futuro tuviese alguna importancia. «Ya es como si no estuviera en París y sin embargo estúpidamente atento a lo que me pasa, me molesta que esta pobre vieja empiece a tirarse el lance de la tristeza, el manotón de ahogado después de la pavana y el cero absoluto del concierto. Soy peor que un trapo de cocina, peor que los algodones sucios, yo en realidad no tengo nada que ver conmigo mismo.» Porque eso le quedaba, a esa hora y bajo la lluvia y pegado a Berthe Trépat, le quedaba sentir, como una última luz que se va apagando en una enorme casa donde todas las luces se extinguen una por una, le quedaba la noción de que él no era eso, de que en alguna parte estaba como esperándose, de que ese que andaba por el barrio latino arrastrando a una vieja histérica y quizá ninfomaníaca era apenas un
doppelgänger
mientras el otro, el otro... «¿Te quedaste allá en tu barrio de Almagro? ¿O te ahogaste en el viaje, en las camas de las putas, en las grandes experiencias, en el famoso desorden necesario? Todo me suena a consuelo, es cómodo creerse recuperable aunque apenas se lo crea ya, el tipo al que cuelgan debe seguir creyendo que algo pasará a último minuto, un terremoto, la soga que se rompe por dos veces u hay que perdonarlo, el telefonazo del gobernador, el motín que lo va a liberar. Ahora que a esta vieja ya le va faltando muy poco para empezar a tocarme la bragueta.»

Pero Berthe Trépat se perdía en convulsiones y didascalias, entusiasmada se había puesto a contar su encuentro con Germaine Tailleferre en la Care de Lyon y cómo Tailleferre había dicho que el
Preludio para rombos naranja
era sumamente interesante y que le hablaría a Marguerite Long para que lo incluyera en un concierto.

—Hubiera sido un éxito, señor Oliveira, una consagración. Pero los empresarios, usted lo sabe, la tiranía más desvergonzada, hasta los mejores intérpretes son víctimas... Valentin piensa que uno de los pianistas jóvenes, que no tienen escrúpulos, podría quizá... Pero están tan echados a perder como los viejos, son todos la misma pandilla.

—Tal vez usted misma, en otro concierto...

—No quiero tocar más —dijo Berthe Trépat, escondiendo la cara aunque Oliveira se cuidaba de mirarla—. Es una vergüenza que yo tenga que aparecer todavía en un escenario para estrenar mi música, cuando en realidad debería ser la musa, comprende usted, la inspiradora de los ejecutantes, todos deberían venir a pedirme que les permitiera tocar mis cosas, a suplicarme, sí, a suplicarme. Y yo consentiría, porque creo que mi obra es una chispa que debe incendiar la sensibilidad de los públicos, aquí en Estados Unidos, en Hungría... Sí, yo consentiría, pero antes tendrían que venir a pedirme el honor de interpretar mi música.

Apretó con vehemencia el brazo de Oliveira que sin saber por qué había decidido tomar por la rue Saint-Jacques y caminaba arrastrando gentilmente a la artista. Un viento helado los topaba de frente metiéndoles el agua por los ojos y la boca, pero Berthe Trépat parecía ajena a todo meteoro, colgada del brazo de Oliveira se había puesto a farfullar algo que terminaba cada tantas palabras con un hipo o una breve carcajada de despecho o de burla. No, no vivía en la rue Saint-Jacques. No, pero tampoco importaba nada dónde vivía. Le daba lo mismo seguir caminando así toda la noche, más de doscientas personas para el estreno de la
Synthèse
.

—Valentin se va a inquietar si usted no vuelve —dijo Oliveira manoteando mentalmente algo que decir, un timón para encaminar esa bola encorsetada que se movía como un erizo bajo la lluvia y el viento. De un largo discurso entrecortado parecía desprenderse que Berthe Trépat vivía en la rue de l’Estrapade. Medio perdido, Oliveira se sacó el agua de los ojos con la mano libre, se orientó como un héroe de Conrad en la proa del barco. De golpe tenía tantas ganas de reírse (y le hacía mal en el estómago vacío, se le acalambraban los músculos, era extraordinario y penoso y cuando se lo contara a Wong apenas le iba a creer). No de Berthe Trépat, que proseguía un recuento de honores en Montpellier y en Pau, de cuando en cuando con mención de la medalla de oro. Ni de haber hecho la estupidez de ofrecerle su compañía. No se daba bien cuenta de dónde le venían las ganas de reírse, era por algo anterior, más atrás, no por el concierto mismo aunque hubiera sido la cosa más risible del mundo. Alegría, algo como una forma física de la alegría. Aunque le costara creerlo, alegría. Se hubiera reído de contento, de puro y encantador e inexplicable contento. »Me estoy volviendo loco», pensó. «Y con esta chiflada del brazo, debe ser contagioso.» No había la menor razón para sentirse alegre, el agua le estaba entrando por la suela de los zapatos y el cuello, Berthe Trépat se le colgaba cada vez más del brazo y de golpe se estremecía como arrasada por un gran sollozo, cada vez que nombraba a Valentin se estremecía y sollozaba, era una especie de reflejo condicionado que d ninguna manera podía provocarle alegría a nadie, ni a un loco. Y Oliveira hubiera querido reírse a carcajadas, sostenía con el mayor cuidado a Berthe Trépat y la iba llevando despacio hacia la rue de l’Estrapade, hacia el número cuatro, y no había razones para pensarlo y mucho menos para entenderlo pero todo estaba bien así, llevar a Berthe Trépat al cuatro de la rue de l’Estrapade evitando en lo posible que se metiera en los charcos de agua o que pasara exactamente debajo de las cataratas que vomitaban las cornisas en la esquina de la rue Clotilde. La remota mención de un trago en casa (con Valentin) no le parecía nada mala Oliveira, habría que subir cinco o seis pisos remolcando a la artista, entrar en una habitación donde probablemente Valentin no habría encendido la estufa (pero sí, habría una salamandra maravillosa, una botella de coñac, se podrían sacar los zapatos y poner los pies cerca del fuego, hablar de arte, de la medalla de oro). Y a lo mejor alguna otra noche él podría volver a casa de Berthe Trépat y de Berthe Trépat trayendo una botella de vino, y hacerles compañía, darles ánimo. Era un poco como ir a visitar al viejo en el hospital, ir a cualquier sitio donde hasta ese momento no se le hubiera ocurrido ir, al hospital o a la rue de l’Estrapade. Antes de la alegría, de eso que le acalambraba horrorosamente el estómago, una mano prendida por dentro de la piel como una tortura deliciosa (tendría que preguntarle a Wong, una mano prendida por dentro de la piel).

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