Authors: Julio Cortazar
Las opiniones eran que el viejo se había resbalado, que el auto había «quemado» la luz roja, que el viejo había querido suicidarse, que todo estaba cada vez peor en París, que el tráfico era monstruoso, que el viejo no tenía la culpa, que el viejo tenía la culpa, que los frenos del auto no andaban bien, que el viejo era de una imprudencia temeraria, que la vida estaba cada vez más cara, que en París había demasiados extranjeros que no entendían las leyes del tráfico y les quitaban el trabajo a los franceses.
El viejo no parecía demasiado contuso. Sonreía vagamente, pasándose la mano por el bigote. Llegó una ambulancia, lo izaron a la camilla, el conductor del auto siguió agitando las manos y explicando el accidente al policía y a los curiosos.
—Vive en el treinta y dos de la rue Madame —dijo un muchacho rubio que había cambiado algunas frases con Oliveira y los demás curiosos—. Es un escritor, lo conozco. Escribe libros.
—El paragolpes le dio en las piernas, pero el auto ya estaba muy frenado.
—Le dio en el pecho —dijo el muchacho—. El viejo se resbaló en un montón de mierda.
—Le dio en las piernas —dijo Oliveira.
—Depende del punto de vista —dijo un señor enormemente bajo.
—Le dio en el pecho —dijo el muchacho—. Lo vi con estos ojos.
—En ese caso... ¿No sería bueno avisar a la familia?
—No tiene familia, es un escritor.
—Ah —dijo Oliveira.
—Tiene un gato y muchísimos libros. Una vez subí a llevarle un paquete de parte de la portera, y me hizo entrar. Había libros por todas partes. Esto le tenía que pasar, los escritores son distraídos. A mí, para que me agarre un auto...
Caían unas pocas gotas que disolvieron en un instante el corro de testigos. Subiéndose el cuello de la canadiense, Oliveira metió la nariz en el viento frío y se puso a caminar sin rumbo. Estaba seguro de que el viejo no había sufrido mayores daños, pero seguía viendo su cara casi plácida, más bien perpleja, mientras lo tendían en la camilla entre frases de aliento y cordiales «Allez, pépère, c’est rien, ça!» del camillero, un pelirrojo que debía decirle lo mismo a todo el mundo. «La incomunicación total», pensó Oliveira. «No tanto que estemos solos, ya es sabido y no hay tu tía. Estar solo es en definitiva estar solo dentro de cierto plano en el que otras soledades podrían comunicarse con nosotros si la cosa fuese posible. Pero cualquier conflicto, un accidente callejero o una declaración de guerra, provocan la brutal intersección de planos diferentes, y un hombre que quizá es una eminencia del sánscrito o de la física de los quanta, se convierte en un
pépère
para el camillero que lo asiste en un accidente. Edgar Poe metido en una carretilla, Verlaine en manos de medicuchos, Nerval y Artaud frente a los psiquiatras. ¿Qué podía saber de Keats el galeno italiano que lo sangraba y lo mataba de hambre? Si hombres como ellos guardan silencio como es lo más probable, los otros triunfan ciegamente, sin mala intención por supuesto, sin saber que ese operado, que ese tuberculoso, que ese herido desnudo en una cama está doblemente solo rodeado de seres que se mueven como detrás de un vidrio, desde otro tiempo...»
Metiéndose en un zaguán encendió un cigarrillo. Caía la tarde, grupos de muchachas salían de los comercios, necesitadas de reír, de hablar a gritos, de empujarse, de esponjarse en una porosidad de un cuarto de hora antes de recaer en el biftec y la revista semanal. Oliveira siguió andando. Sin necesidad de dramatizar, la más modesta objetividad era una apertura al absurdo de París, de la vida gregaria. Puesto que había pensado en los poetas era fácil acordarse de todos los que habían denunciado la soledad del hombre junto al hombre, la irrisoria comedia de los saludos, el «perdón» al cruzarse en la escalera, el asiento que se cede a las señoras en el metro, la confraternidad en la política y los deportes. Sólo un optimismo biológico y sexual podía disimularle a algunos su insularidad, mal que le pesara a John Donne. Los contactos en la acción y la raza y el oficio y la cama y la cancha, eran contactos de ramas y hojas que se entrecruzan y acarician de árbol a árbol, mientras los troncos alzan desdeñosos sus paralelas inconciliables. «
En el fondo
podríamos ser como en la superficie», pensó Oliveira, «pero habría que vivir de otra manera. ¿Y qué quiere decir vivir de otra manera? Quizá vivir absurdamente para acabar con el absurdo, tirarse en sí mismo con una tal violencia que el salto acabara en los brazos de otro. Sí, quizá el amor, pero la
otherness
nos dura lo que dura una mujer, y además solamente en lo que toca a esa mujer. En el fondo no hay otherness, apenas la agradable
togetherness
. Cierto que ya es algo»... Amor, ceremonia ontologizante, dadora de ser. Y por eso se le ocurría ahora lo que a lo mejor debería habérsele ocurrido al principio: sin poseerse no había posesión de la otredad, ¿y quién se poseía de veras? ¿Quién estaba de vuelta de sí mismo, de la soledad absoluta que representa no contar siquiera con la compañía propia, tener que meterse en el cine o en el prostíbulo o en la casa de los amigos o en una profesión absorbente o en el matrimonio para estar por lo menos solo-entre-los-demás? Así, paradójicamente, el colmo de soledad conducía al colmo de gregarismo, a la gran ilusión de la compañía ajena, al hombre solo en la sala de los espejos y los ecos. Pero gentes como él y tantos otros, que se aceptaban a sí mismos (o que se rechazaban pero conociéndose de cerca) entraban en la peor paradoja, la de estar quizá al borde de la otredad y no poder franquearlo. La verdadera otredad hecha de delicados contactos, de maravillosos ajustes con el mundo, no podía cumplirse desde un solo término, a la mano tendida debía responder otra mano desde el afuera, desde lo otro.
Parado en una esquina, harto del cariz enrarecido de su reflexión (y eso que a cada momento, no sabía por qué, pensaba que el viejecito herido estaría en una cama de hospital, los médicos y los estudiantes y las enfermeras lo rodearían amablemente impersonales, le preguntarían nombre y edad y profesión, le dirían que no era nada, lo aliviarían de inmediato con inyecciones y vendajes), Oliveira se había puesto a mirar lo que ocurría en torno y que como cualquier esquina de cualquier ciudad era la ilustración perfecta de lo que estaba pensando y casi le evitaba el trabajo. En el café, protegidos del frío (iba a ser cosa de entrar y beberse un vaso de vino), un grupo de albañiles charlaba con el patrón del mostrador. Dos estudiantes leían y escribían en una mesa, y Oliveira los veía alzar la vista y mirar hacia el grupo de los albañiles, volver al libro o al cuaderno, mirar de nuevo. De una caja de cristal a otra, mirarse, aislarse, mirarse: eso era todo. Por encima de la terraza cerrada del café, una señora del primer piso parecía estar cosiendo o cortando un vestido junto a la ventana. Su alto peinado se movía cadencioso. Oliveira imaginaba sus pensamientos, las tijeras, los hijos que volverían de la escuela de un momento a otro, el marido terminando la jornada en una oficina o en un banco. Los albañiles, los estudiantes, la señora, y ahora un clochard desembocaba de una calle transversal, con una botella de vino tiento saliéndole del bolsillo, empujando un cochecito de niño lleno de periódicos viejos, latas, ropas deshilachadas y mugrientas, una muñeca sin cabeza, un paquete de donde salía una cola de pescado. Los albañiles, los estudiantes, la señora, el clochard, y en la casilla como para condenados a la picota, LOTERIE NATIONALE, una vieja de mechas irredentes brotando de una especie de papalina gris, las manos metidas en mitones azules, TIRAGE MERCREDI, esperando sin esperar al cliente, con un brasero de carbón a los pies, encajada en su ataúd vertical, quieta, semihelada, ofreciendo la suerte y pensando vaya a saber qué, pequeños grumos de ideas, repeticiones seniles, la maestra de la infancia que le regalaba dulces, un marido muerto e el Somme, un hijo viajante de comercio, por la noche la bohardilla sin agua corriente, la sopa para tres días, el
boeuf bourguignon
que cuesta menos que un bife, TIRAGE MERCREDI. Los albañiles, los estudiantes, el clochard, la vendedora de lotería, cada grupo, cada uno en su caja de vidrio, pero que un viejo cayera bajo un auto y de inmediato habría una carrera general hacia el lugar del accidente, un vehemente cambio de impresiones, de críticas, disparidades y coincidencias hasta que empezara a llover otra vez y los albañiles se volvieran al mostrador, los estudiantes a su mesa, los X a los X, los Z a los Z.
«Sólo viviendo absurdamente se podría romper alguna vez este absurdo infinito», se repitió Oliveira. «Che, pero me voy a empapar, hay que meterse en alguna parte.» Vio los carteles de la Salle de Géographie y se refugió en la entrada. Una conferencia sobre Australia, continente desconocido. Reunión de los discípulos del Cristo de Montfavet. Concierto de piano de madame Berthe Trépat. Inscripción abierta para un curso sobre los meteoros. Conviértase en judoka en cinco meses. Conferencia sobre la urbanización de Lyon. El concierto de piano iba a empezar en seguida y costaba poca plata. Oliveira miró el cielo, se encogió de hombros y entró. Pensaba vagamente en ir a casa de Ronaldo o al taller de Etienne, pero era mejor dejarlo para la noche. No sabía por qué, le hacía gracia que la pianista se llamara Berthe Trépat. También le hacía gracia refugiarse en un concierto para escapar un rato de sí mismo, ilustración irónica de mucho de lo que había venido rumiando por la calle. «No somos nada, che», pensó mientras ponía ciento veinte francos a la altura de los dientes de la vieja enjaulada en la taquilla. Le tocó la fila diez, por pura maldad de la vieja ya que el concierto iba a empezar y no había casi nadie aparte de algunos ancianos calvos, otros barbudos y otros las dos cosas, con aire de ser del barrio o de la familia, dos mujeres entre cuarenta y cuarenta y cinco con abrigos vetustos y paraguas chorreantes, unos pocos jóvenes, parejas en su mayoría y discutiendo violentamente entre empujones, ruido de caramelos y crujidos de las pésimas sillas de Viena. En total veinte personas. Olía a tarde de lluvia, la gran sala estaba helada y húmeda, se oía hablar confusamente detrás del telón de fondo. Un viejo había encendido la pipa, y Oliveira se apuró a sacar un Gauloise. No se sentía demasiado bien, le había entrado agua en un zapato, el olor a moho y a ropa mojada lo asqueaba un poco. Pitó aplicadamente hasta calentar el cigarrillo y estropearlo. Afuera sonó un timbre tartamudo, y uno de los jóvenes aplaudió con énfasis. La vieja acomodadora, boina de través y maquillaje con el que seguramente dormía, corrió la cortina de entrada. Recién entonces Oliveira se acordó de que le habían dado un programa. Era una hoja mal mimeografiada en la que con algún trabajo podía descifrarse que madame Berthe Trépat, medalla de oro, tocaría los «Tres movimientos discontinuos» de Rose Bob (primera audición), la «Pavana para el General Leclerc», de Alix Alix (primera audición civil), y la «Síntesis Délibes-Saint-Saëns», de Délibes, Saint-Saëns y Berthe Trépat.
«Joder», pensó Oliveira. «Joder con el programa».
Sin que se supiera exactamente cómo había llegado, apareció detrás del piano un señor de papada colgante y blanca cabellera. Vestía de negro y acariciaba con una mano rosada la cadena que cruzaba el chaleco de fantasía. A Oliveira le pareció que el chaleco estaba bastante grasiento. Sonaron unos secos aplausos a cargo de una señorita de impermeable violeta y lentes con montura de oro. Esgrimiendo una voz extraordinariamente parecida a la de un guacamayo, el anciano de la papada inició una introducción al concierto, gracias a la cual el público se enteró de que Rose Bob era una ex alumna de piano de madame Berthe Trépat, de que la «Pavana» de Alix Alix había sido compuesta por un distinguido oficial del ejército que se ocultaba bajo tan modesto seudónimo, y que las dos composiciones aludidas utilizaban restringidamente los más modernos procedimientos de escritura musical. En cuanto a la «Síntesis Délibes-Saint-Saëns» (y aquí el anciano alzó los ojos con arrobo) representaba dentro de la música contemporánea una de las más profundas innovaciones que la autora, madame Trépat, había calificado de «sincretismo fatídico». La caracterización era justa en la medida en que el genio musical de Délibes y de Saint-Saëns tendía a la ósmosis, a la interfusión e interfonía, paralizadas por el exceso individualista del Occidente y condenadas a no precipitarse en una creación superior y sintética de no mediar la genial intuición de madame Trépat. En efecto, su sensibilidad había captado afinidades que escapaban al común de los oyentes y asumido la noble aunque ardua misión de convertirse en puente mediúmnico a través del cual pudiera consumarse en encuentro de los dos grandes hijos de Francia. Era hora de señalar que madame Berthe Trépat, al margen de sus actividades de profesora de música, no tardaría en cumplir sus bodas de plata al servicio de la composición. El orador no se atrevía, en una mera introducción a un concierto que, bien lo apreciaba, era esperado con viva impaciencia por el público, a desarrollar como hubiera sido necesario el análisis de la obra musical de madame Trépat. De todos modos, y con objeto de que sirviera de pentagrama mental a quienes escucharían por primera vez las obras de Rose Bob y de madame Trépat, podía resumir su estética en la mención de construcciones antiestructurales, es decir, células sonoras autónomas, fruto de la pura inspiración, concatenadas en la intención general de la obra pero totalmente libres de moldes clásicos, dodecafónicos o atonales (las dos últimas palabras las repitió enfáticamente). Así por ejemplo, los «Tres movimientos discontinuos» de Rose Bob, alumna dilecta de madame Trépat, partían de la reacción provocada en el espíritu de la artista por el golpe de una puerta al cerrarse violentamente, y los treinta y dos acordes que formaban el primer movimiento eran otras tantas repercusiones de ese golpe en el plano estético; el orador no creía violar un secreto si confiaba a su culto auditorio que la técnica de composición de la «Síntesis-Saint-Saëns» entroncaba con las fuerzas más primitivas y esotéricas de la creación. Nunca olvidaría el alto privilegio de haber asistido a una fase de la síntesis, y ayudado a madame Berthe Trépat a operar con un péndulo rabdomántico sobre las partituras de los dos maestros a fin de escoger aquellos pasajes cuya influencia sobre el péndulo corroboraba la asombrosa intuición original de la artista. Y aunque mucho hubiera podido agregarse a lo dicho, el orador creía de su deber retirarse luego de saludar en madame Berthe Trépat a uno de los faros del espíritu francés y ejemplo patético del genio incomprendido por los grandes públicos. La papada se agitó violentamente y el anciano, atragantado por la emoción y el catarro, desapareció entre bambalinas. Cuarenta manos descargaron algunos secos aplausos, varios fósforos perdieron la cabeza, Oliveira se estiró lo más posible en la silla y se sintió mejor. También el viejo del accidente debía sentirse mejor en la cama del hospital, sumido ya en la somnolencia que sigue al shock, interregno feliz en que se renuncia a ser dueño de sí mismo y la cama es como un barco, unas vacaciones pagas, cualquiera de las rupturas con la vida ordinaria. «Casi estaría por ir a verlo uno de estos días», se dijo Oliveira. «Pero a lo mejor le arruino la isla desierta, me convierto e la huella del pie en la arena. Che, qué delicado te estás poniendo».