Authors: Julio Cortazar
Más tarde a Oliveira le preocupó que ella se creyera colmada, que los juegos buscaran ascender a sacrificio. Temía sobre todo la forma más sutil de la gratitud que se vuelve cariño canino, no quería que la libertad, única ropa que le caía bien a la Maga, se perdiera en una feminidad diligente. Se tranquilizó porque la vuelta de la Maga al plano del café negro y la visita al bidé se vio señalada por una recaída en la peor de las confusiones. Maltratada de absoluto durante esa noche, abierta a una porosidad de espacio que late y se expande, sus primeras palabras de este lado tenían que azotarla como látigos, y su vuelta al borde de la cama, imagen de una consternación progresiva que busca neutralizarse con sonrisas y una vaga esperanza, dejó particularmente satisfecho a Oliveira. Puesto que no la amaba, puesto que el deseo cesaría (porque no la amaba, y el deseo cesaría), evitar como la peste toda sacralización de los juegos. Durante días, durante semanas, durante algunos meses, cada cuarto de hotel y cada plaza, cada postura amorosa y cada amanecer en un café de los mercados: circo feroz, operación sutil y balance lúcido. Se llegó así a saber que la Maga esperaba verdaderamente que Horacio la matara, y que esa muerte debía ser de fénix, el ingreso al concilio de los filósofos, es decir a las charlas del Club de la Serpiente: la Maga quería aprender, quería ins-truir-se. Horacio era exaltado, concitado a la función del sacrificador lustral, y puesto que casi nunca se alcanzaban porque en pleno diálogo eran tan distintos y andaban por tan opuestas cosas (y eso ella lo sabía, lo comprendía muy bien), entonces la única posibilidad de encuentro estaba en que Horacio la matara en el amor donde ella podía conseguir encontrarse con él, en el cielo de los cuartos de hotel se enfrentaban iguales y desnudos y allí podía consumarse la resurrección del fénix después que él la hubiera estrangulado deliciosamente, dejándole caer un hilo de baba en la boca abierta, mirándola extático como si empezara a reconocerla, a hacerla de verdad suya, a traerla de su lado.
La técnica consistía en citarse vagamente en un barrio a cierta hora. Les gustaba desafiar el peligro de no encontrarse, de pasar el día solos, enfurruñados en un café o en un banco de plaza, leyendo-un-libro-más. La teoría del libro-más era de Oliveira, y la Maga la había aceptado por pura ósmosis. En realidad para ella casi todos los libros eran libro-menos, hubiese querido llenarse de una inmensa sed y durante un tiempo infinito (calculable entre tres y cinco años) leer la ópera omnia de Goethe, Homero, Dylan Thomas, Mauriac, Faulkner, Baudelaire, Roberto Arlt, San Agustín y otros autores cuyos nombres la sobresaltaban en las conversaciones del Club. A eso Oliveira respondía con un desdeñoso encogerse de hombros, y hablaba de las deformaciones rioplatenses, de una raza de lectores a fulltime, de bibliotecas pululantes de marisabidillas infieles al sol y al amor, de casas donde el olor a la tinta de imprenta acaba con la alegría del ajo. En esos tiempos leía poco, ocupadísimo en mirar los árboles, los piolines que encontraba por el suelo, las amarillas películas de la Cinemateca y las mujeres del barrio latino. Sus vagas tendencias intelectuales se resolvían en meditaciones sin provecho y cuando la Maga le pedía ayuda, una fecha o una explicación, las proporcionaba sin ganas, como algo inútil. Pero es que vos ya lo sabés, decía la Maga, resentida. Entonces él se tomaba el trabajo de señalarle la diferencia entre conocer y saber, y le proponía ejercicios de indagación individual que la Maga no cumplía y que la desesperaban.
De acuerdo en que en ese terreno no lo estarían nunca, se citaban por ahí y casi siempre se encontraban. Los encuentros eran a veces tan increíbles que Oliveira se planteaba una vez más el problema de las probabilidades y le daba vuelta por todos lados, desconfiadamente. No podía ser que la Maga decidiera doblar en esa esquina de la rue de Vaugirard exactamente en el momento en que él, cinco cuadras más abajo, renunciaba a subir por la rue de Buci y se orientaba hacia la rue Monsieur le Prince sin razón alguna, dejándose llevar hasta distinguirla de golpe, parada delante de una vidriera, absorta en la contemplación de un mono embalsamado. Sentados en un café reconstruían minuciosamente los itinerarios, los bruscos cambios, procurando explicarlos telepáticamente, fracasando siempre, y sin embargo se habían encontrado en pleno laberinto de calles, casi siempre acababan por encontrarse y se reían como locos, seguros de un poder que los enriquecía. A Oliveira lo fascinaban las sinrazones de la Maga, su tranquilo desprecio por los cálculos más elementales. Lo que para él había sido análisis de probabilidades, elección o simplemente confianza en la rabdomancia ambulatoria, se volvía para ella simple fatalidad. «¿Y si no me hubieras encontrado?», le preguntaba. «No sé, ya ves que estás aquí...» Inexplicablemente la respuesta invalidaba la pregunta, mostraba sus adocenados resortes lógicos. Después de eso Oliveira se sentía más capaz de luchar contra sus prejuicios bibliotecarios, y paradójicamente la Maga se rebelaba contra su desprecio hacia los conocimientos escolares. Así andaban, Punch and Judy, atrayéndose y rechazándose como hace falta si no se quiere que el amor termine en cromo o en romanza sin palabras. Pero el amor, esa palabra...
Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella.
Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.
Íbamos por las tardes a ver los peces del Quai de la Mégisserie, en marzo del mes leopardo, el agazapado pero ya con un sol amarillo donde el rojo entraba un poco más cada día. Desde la acera que daba al río, indiferentes a los
bouquinistes
que nada iban a darnos sin dinero, esperábamos el momento en que veríamos las peceras (andábamos despacio, demorando el encuentro), todas las peceras al sol, y como suspendidos en el aire cientos de peces rosa y negro, pájaros quietos en su aire redondo. Una alegría absurda nos tomaba de la cintura, y vos cantabas arrastrándome a cruzar la calle, a entrar en el mundo de los peces colgados del aire.
Sacan las peceras, los grandes bocales a la calle, y entre turistas y niños ansiosos y señoras que coleccionan variedades exóticas
(550 fr. pièce)
están las peceras bajo el sol con sus cubos, sus esferas de agua que el sol mezcla con el aire, y los pájaros rosa y negro giran danzando dulcemente en una pequeña porción de aire, lentos pájaros fríos. Los mirábamos, jugando a acercar los ojos al vidrio, pegando la nariz, encolerizando a las viejas vendedoras armadas de redes de cazar mariposas acuáticas, y comprendíamos cada vez peor lo que es un pez, por ese camino de no comprender nos íbamos acercando a ellos que no se comprenden, franqueábamos las peceras y estábamos tan cerca como nuestra amiga, la vendedora de la segunda tienda viniendo del Pont-Neuf, que te dijo:
«El agua fría los mata, es triste el agua fría...» Y yo pensaba en la mucama del hotel que me daba consejos sobre un helecho: «No lo riegue, ponga un plato con agua debajo de la maceta, entonces cuando él quiere beber, bebe, y cuando no quiere no bebe...» Y pensábamos en esa cosa increíble que habíamos leído, que un pez solo en su pecera se entristece y entonces basta ponerle un espejo y el pez vuelve a estar contento...
Entrábamos en las tiendas donde las variedades más delicadas tenían peceras especiales con termómetro y gusanitos rojos. Descubríamos entre exclamaciones que enfurecían a las vendedoras —tan seguras de que no les compraríamos nada a
550 fr. pièce
— los comportamientos, los amores, las formas. Era el tiempo delicuescente, algo como chocolate muy fino o pasta de naranja martiniquesa, en que nos emborrachábamos de metáforas y analogías, buscando siempre entrar. Yese pez era perfectamente Giotto, te acordás, y esos dos jugaban como perros de jade, o un pez era la exacta sombra de una nube violeta... Descubríamos cómo la vida se instala en formas privadas de tercera dimensión, que desaparecen si se ponen de filo o dejan apenas una rayita rosada inmóvil vertical en el agua. Un golpe de aleta y monstruosamente está de nuevo ahí con ojos bigotes aletas y del vientre a veces saliéndole y flotando una transparente cinta de excremento que no acaba de soltarse, un lastre que de golpe los pone entre nosotros, los arranca a su perfección de imágenes puras, los compromete, por decirlo con una de las grandes palabras que tanto empleábamos por ahí y en esos días.
Por la rue de Varennes entraron en la rue Vaneau. Lloviznaba, y la Maga se colgó todavía más del brazo de Oliveira, se apretó contra su impermeable que olía a sopa fría. Etienne y Perico discutían una posible explicación del mundo por la pintura y la palabra. Aburrido, Oliveira pasó el brazo por la cintura de la Maga. También eso podía ser una explicación, un brazo apretando una pintura fina y caliente, al caminar se sentía el juego leve de los músculos como un lenguaje monótono y persistente, una Berlitz obstinada, te quie-ro te quie-ro te quie-ro. No una explicación: verbo puro, que-rer, que-rer. «Y después siempre, la cópula», pensó gramaticalmente Oliveira. Si la Maga hubiera podido comprender cómo de pronto la obediencia al deseo lo exasperaba,
inútil obediencia solitaria
había dicho un poeta, tan tibia la cintura, ese pelo mojado contra su mejilla, el aire Toulouse Lautrec de la Maga para caminar arrinconada contra él. En el principio fue la cópula, violar es explicar pero no siempre viceversa. Descubrir el método antiexplicatorio, que ese te quie-ro te quie-ro fuese el cubo de la rueda. ¿Y el Tiempo? Todo recomienza, no hay un absoluto. Después hay que comer o descomer, todo vuelve a entrar en crisis. El deseo cada tantas horas, nunca demasiado diferente y cada vez otra cosa: trampa del tiempo para crear las ilusiones. «Un amor como el fuego, arder eternamente en la contemplación del Todo. Pero en seguida se cae en un lenguaje desaforado.»
—Explicar, explicar —gruñía Etienne—. Ustedes si no nombran las cosas ni siquiera las ven. Y esto se llama perro y esto se llama casa, como decía el de Duino. Perico, hay que mostrar, no explicar. Pinto, ergo soy.
—¿Mostrar qué? —dijo Perico Romero.
—Las únicas justificaciones de que estemos vivos.
—Este animal cree que no hay más sentido que la vista y sus consecuencias — dijo Perico.
—La pintura es otra cosa que un producto visual –dijo Etienne—. Yo pinto con todo el cuerpo, en ese sentido no soy tan diferente de tu Cervantes o tu Tirso de no sé cuánto. Lo que me revienta es la manía de las explicaciones, el Logos entendido exclusivamente como verbo.
—Etcétera —dijo Oliveira, malhumorado—. Hablando de los sentidos, el de ustedes parece un diálogo de sordos. La Maga se apretó todavía más contra él.
«Ahora ésta va a decir alguna de sus burradas», pensó Oliveira. «Necesita frotarse primero, decidirse epidérmicamente.» Sintió una especie de ternura rencorosa, algo tan contradictorio que debía ser la verdad misma. «Había que inventar la bofetada dulce, el puntapié de abejas. Pero en este mundo las síntesis últimas están por descubrirse. Perico tiene razón, el gran Logos vela. Lástima, haría falta el amoricidio, por ejemplo, la verdadera luz negra, la antimateria que tanto da que pensar a Gregorovius.»
—Che, ¿Gregorovius va a venir a la discada? —preguntó Oliveira.
Perico creía que sí, y Etienne creía que Mondrian.
—Fijate un poco en Mondrian —decía Etienne—. Frente a él se acaban los signos mágicos de un Klee. Klee jugaba con el azar, los beneficios de la cultura.
La sensibilidad pura puede quedar satisfecha con Mondrian, mientras que para Klee hace falta un fárrago de otras cosas. Un refinado para refinados. Un chino, realmente. En cambio Mondrian pinta absoluto. Te ponés delante, bien desnudo, y entonces una de dos: ves o no ves. El placer, las cosquillas, las alusiones, los terrores o las delicias están completamente de más.
—¿Vos entendés lo que dice? —preguntó la Maga—. A mí me parece que es injusto con Klee.
—La justicia o la injusticia no tienen nada que ver con esto —dijo Oliveira, aburrido—. Lo que está tratando de decir es otra cosa. No hagas en seguida una cuestión personal.
—Pero por qué dice que todas esas cosas tan hermosas no sirven para Mondrian.
—Quiere decir que en el fondo una pintura como la de Klee te reclama un diploma
ès lettres
, o por lo menos
ès poésie
, en tanto que Mondrian se conforma con que uno se mondrianice y se acabó.
—No es eso —dijo Etienne.
—Claro que es eso —dijo Oliveira—. Según vos una tela de Mondrian se basta a sí misma. Ergo, necesita de tu inocencia más que de tu experiencia. Hablo de inocencia edénica, no de estupidez. Fijate que hasta tu metáfora sobre estar desnudo delante del cuadro huele a preadamismo. Paradójicamente Klee es mucho más modesto porque exige la múltiple complicidad del espectador, no se basta a sí mismo. En el fondo Klee es historia y Mondrian atemporalidad. Y vos te morís por lo absoluto. ¿Te explico?
—No —dijo Etienne—.
C’est vache comme il pleut
.
—Tu parles, coño —dijo Perico—. Y el Ronald de la puñeta, que vive por el demonio.