Authors: Julio Cortazar
Entonces era tan natural que se acordara de la noche en el canal Saint-Martin, la propuesta que le habían hecho (mil francos) para ver una película en la casa de un médico suizo. Nada, un operador del Eje que se las había arreglado para filmar un ahorcamiento con todos los detalles. En total dos rollos, eso sí mudos. Pero una fotografía admirable, se lo garantizaban. Podía pagar a la salida.
En el minuto necesario para resolverse a decir que no y mandarse mudar del café con la negra haitiana amiga del amigo del médico suizo, había tenido tiempo de imaginar la escena y situarse, cuándo no, del lado de la víctima. Que ahorcaran a alguien era-lo-que-era, sobraban las palabras, pero si ese alguien había sabido (y el refinamiento podía haber estado en decírselo) que una cámara iba a registrar cada instante de sus muecas y sus retorcimientos para deleite de diletantes del futuro... «Por más que me pese nunca seré un indiferente como Etienne», pensó Oliveira. «Lo que pasa es que me obstino en la inaudita idea de que el hombre ha sido creado para otra cosa. Entonces, claro... Qué pobres herramientas para encontrarle una salida a este agujero.» Lo peor era que había mirado fríamente las fotos de Wong, tan sólo porque el torturado no era su padre, aparte de que ya hacía cuarenta años de la operación pekinesa.
—Mirá —le dijo Oliveira a Babs, que se había vuelto con él después de pelearse con Ronald que insistía en escuchar a Ma Rainey y se despectivaba contra Fats Waller—, es increíble cómo se puede ser de canalla. ¿Qué pensaba Cristo en la cama antes de dormirse, che? Dé golpe, en la mitad de una sonrisa la boca se te convierte en una araña peluda.
—Oh —dijo Babs—. Delirium tremens no, eh. A esta hora.
—Todo es superficial, nena, todo es epi-dér-mico. Mirá, de muchacho yo me las agarraba con las viejas de la familia, hermanas y esas cosas, toda la basura genealógica, ¿sabés por qué? Bueno, por un montón de pavadas, pero entre ellas porque a las señoras cualquier fallecimiento, como dicen ellas, cualquier crepación que ocurre en la cuadra es muchísimo más importante que un frente de guerra, un terremoto que liquida a diez mil tipos, cosas así. Uno es verdaderamente cretino, pero cretino a un punto que no te podés imaginar, Babs, porque para eso hay que haberse leído todo Platón, varios padres de la iglesia, los clásicos sin que falte ni uno, y además saber todo lo que hay que saber sobre todo lo cognoscible, y exactamente en ese momento uno llega a un cretinismo tan increíble que es capaz de agarrar a su pobre madre analfabeta por la punta de la mañanita y enojarse porque la señora está afligidísima a causa de la muerte del rusito de la esquina o de la sobrina de la del tercero. Y uno le habla del terremoto de Bab El Mandeb o de la ofensiva de Vardar Ingh, y pretende que la infeliz se compadezca en abstracto de la liquidación de tres clases del ejército iranio...
—Take it easy —dijo Babs—. Have a drink, sonny, don’t be such a murder to me.
—Y en realidad todo se reduce a aquello de que ojos que no ven... ¿Qué necesidad, decime, de pegarles a las viejas en el coco con nuestra puritana adolescencia de cretinos mierdosos? Che, qué sbornia tengo, hermano. Yo me voy a casa.
Pero le costaba renunciar a la manta esquimal tan tibia, a la contemplación lejana y casi indiferente de Gregorovius en pleno interviú sentimental de la Maga. Arrancándose a todo como si desplumara un viejo gallo cadavérico que resiste como macho que ha sido, suspiró aliviado al reconocer el tema de Blue Interlude, un disco que había tenido alguna vez en Buenos Aires. Ya ni se acordaba del personal de la orquesta pero sí que ahí estaban Benny Carter y quizá Chu Berry, y oyendo el difícilmente sencillo solo de Teddy Wilson decidió que era mejor quedarse hasta el final de la discada. Wong había dicho que estaba lloviendo, todo el día había estado lloviendo. Ese debía ser Chu Berry, a menos que fuera Hawkins en persona, pero no, no era Hawkins. «Increíble cómo nos estamos empobreciendo todos», pensó Oliveira mirando a la Maga que miraba a Gregorovius que miraba el aire. «Acabaremos por ir a la Bibliothéque Mazarine a hacer fichas sobre las mandrágoras, los collares de los bantúes o la historia comparada de las tijeras para uñas.» Imaginar un repertorio de insignificancias, el enorme trabajo de investigarlas y conocerlas a fondo. Historia de las tijeras para uñas, dos mil libros para adquirir la certidumbre de que hasta 1675 no se menciona este adminículo. De golpe en Maguncia alguien estampa la imagen de una señora cortándose una uña. No es exactamente un par de tijeras, pero se le parece. En el siglo XVIII un tal Philip Mc Kinney patenta en Baltimore las primeras tijeras con resorte: problema resuelto, los dedos pueden presionar de lleno para cortar las uñas de los pies, increíblemente córneas, y la tijera vuelve a abrirse automáticamente. Quinientas fichas, un año de trabajo. Si pasáramos ahora a la invención del tornillo o al uso del verbo «gond» en la literatura pali del siglo VIII. Cualquier cosa podía ser más interesante que adivinar el diálogo entre la Maga y Gregorovius. Encontrar una barricada, cualquier cosa, Benny Carter, las tijeras de uñas, el verbo gond, otro vaso, un empalamiento ceremonial exquisitamente conducido por un verdugo atento a los menores detalles, o Champion Jack Dupree perdido en los blues, mejor barricado que él porque (y la púa hacía un ruido horrible)
Say goodbye, goodbye to whiskey
Lordy, so long to gin,
Say goodbye, goodbye to whiskey
Lordy, so long to gin.
I just want my reefers,
I just want to feel high again
De manera que con toda seguridad Ronald volvería a Big Bill Broonzy, guiado por asociaciones que Oliveira conocía y respetaba, y Big Bill les hablaría de otra barricada con la misma voz con que la Maga le estaría contando a Gregorovius su infancia en Montevideo, Big Bill sin amargura,
matter of fact,
They said if you white, you all right,
If you brown, stick aroun’,
But as you black
Mm, mm, brother, get back, get back, get back.
—Ya sé que no se gana nada —dijo Gregorovius—. Los recuerdos sólo pueden cambiar el pasado menos interesante.
—Sí, no se gana nada —dijo la Maga.
—Por eso, si le pedí que me hablara de Montevideo, fue porque usted es como una reina de baraja para mí, toda de frente pero sin volumen. Se lo digo así para que me comprenda.
—Y Montevideo es el volumen... Pavadas, pavadas, pavadas. ¿A qué le llama tiempos viejos, usted? A mí todo lo que me ha sucedido me ha sucedido ayer, anoche a más tardar.
—Mejor —dijo Gregorovius—. Ahora es una reina, pero no de baraja.
—Para mí, entonces no es hace mucho. Entonces es lejos, muy lejos, pero no hace mucho. Las recovas de la plaza Independencia, vos también las conocés, Horacio, esa plaza tan triste con las parrilladas, seguro que por la tarde hubo algún asesinato y los canillitas están voceando el diario en las recovas.
—La lotería y todos los premios —dijo Horacio.
—La descuartizada del Salto, la política, el fútbol...
—Él vapor de la carrera, una cañita Ancap. Color local, che.
—Debe ser tan exótico —dijo Gregorovius, poniéndose de manera de taparle la visión a Oliveira y quedarse más solo con la Maga que miraba las velas y seguía el compás con el pie.
—En Montevideo no había tiempo, entonces —dijo la Maga—. Vivíamos muy cerca del río, en una casa grandísima con un patio. Yo tenía siempre trece años, me acuerdo tan bien. Un cielo azul, trece años, la maestra de quinto grado era bizca. Un día me enamoré de un chico rubio que vendía diarios en la plaza. Tenía una manera de decir «dário» que me hacía sentir como un hueco aquí... Usaba pantalones largos pero no tenía más de doce años. Mi papá no trabajaba, se pasaba las tardes tomando mate en el patio. Yo perdí a mi mamá cuando tenía cinco años, me criaron unas tías que después se fueron al campo. A los trece años estábamos solamente mi papá y yo en la casa. Era un conventillo y no una casa. Había un italiano, dos viejas, y un negro y su mujer que se peleaban por la noche pero después tocaban la guitarra y cantaban. El negro tenía unos ojos colorados, como una boca mojada. Yo les tenía un poco de asco, prefería jugar en la calle. Si mi padre me encontraba jugando en la calle me hacía entrar y me pegaba. Un día, mientras me estaba pegando, vi que el negro espiaba por la puerta entreabierta. Al principio no me di bien cuenta, parecía que se estaba rascando la pierna, hacía algo con la mano... Papá estaba demasiado ocupado pegándome con un cinturón. Es raro cómo se puede perder la inocencia de golpe, sin saber siquiera que se ha entrado en otra vida. Esa noche, en la cocina, la negra y el negro. cantaron hasta tarde, yo estaba en mi pieza y había llorado tanto que tenía una sed horrible, pero no quería salir. Mi papá tomaba mate en la puerta. Hacía un calor que usted no puede entender, todos ustedes son de países fríos. Es la humedad, sobre todo, cerca del río, parece que en Buenos Aires es peor, Horacio dice que es mucho peor, yo no sé. Esa noche yo sentía la ropa pegada, todos tomaban y tomaban mate, dos o tres veces salí y fui a beber de una canilla que había en el patio entre los malvones. Me parecía que el agua de esa canilla era más fresca. No había ni una estrella, los malvones olían áspero, son unas plantas groseras, hermosísimas, usted tendría que acariciar una hoja de malvón. Las otras piezas ya habían apagado la luz, papá se había ido al boliche del tuerto Ramos, yo entré el banquito, el mate y la pava vacía que él siempre dejaba en la puerta y que nos iban a robar los vagos del baldío de al lado. Me acuerdo que cuando crucé el patio salió un poco de luna y me paré a mirar, la luna siempre me daba como frío, puse la cara para que desde las estrellas pudieran verme, yo creía en esas cosas, tenía nada más que trece años. Después bebí otro poco de la canilla y me volví a mi pieza que estaba arriba, subiendo una escalera de fierro donde una vez a los nueve años me disloqué un tobillo. Cuando iba a encender la vela de la mesa de luz una mano caliente me agarró por el hombro, sentí que cerraban la puerta, otra mano me tapó la boca, y empecé a oler a catinga, el negro me sobaba por todos lados y me decía cosas en la oreja, me babeaba la cara, me arrancaba la ropa y yo no podía hacer nada, ni gritar siquiera porque sabía que me iba a matar si gritaba y no quería que me mataran, cualquier cosa era mejor que eso, morir era la peor ofensa, la estupidez más completa. ¿Por qué me mirás con esa cara, Horacio? Le estoy contando cómo me violó el negro del conventillo, Gregorovius tiene tantas ganas de saber cómo vivía yo en el Uruguay.
—Contáselo con todos los detalles —dijo Oliveira.
—Oh, una idea general es bastante —dijo Gregorovius.
—No hay ideas generales —dijo Oliveira.
—Cuando se fue de la pieza era casi de madrugada, y yo ya ni sabía llorar.
—El asqueroso —dijo Babs.
—Oh, la Maga merecía ampliamente ese homenaje —dijo Etienne—. Lo único curioso, como siempre, es el divorcio diabólico de las formas y los contenidos. En todo lo que contaste el mecanismo es casi exactamente el mismo que entre dos enamorados, aparte de la menor resistencia y probablemente la menor agresividad.
—Capítulo ocho, sección cuatro, párrafo A —dijo Oliveira—. Presses Universitaires Françaises.
—Ta gueule —dijo Etienne.
—En resumen —opinó Ronald— ya sería tiempo de escuchar algo así como
Hot and Bothered.
—Título apropiado a las circunstancias rememoradas —dijo Oliveira llenando su vaso—. El negro fue un valiente, che.
—No se presta a bromas —digo Gregorovius.
—Usted se lo buscó, amigazo.
—Y usted está borracho, Horacio.
—Por supuesto. Es el gran momento, la hora lúcida. Vos, nena, deberías emplearte en alguna clínica gerontológica. Miralo a Ossip, tus amenos recuerdos le han sacado por lo menos veinte años de encima.
—Él se lo buscó dijo resentida la Maga—. Ahora que no salga diciendo que no le gusta. Dame vodka, Horacio.
Pero Oliveira no parecía dispuesto a inmiscuirse más entre la Maga y Gregorovius, que murmuraba explicaciones poco escuchadas. Mucho más se oyó la voz de Wong, ofreciéndose a hacer el café. Muy fuerte y caliente, un secreto aprendido en el casino de Menton. El Club aprobó por unanimidad, aplausos. Ronald besó cariñosamente la etiqueta de un disco, lo hizo girar, le acercó la púa ceremoniosamente. Por un instante la máquina Ellington los arrasó con la fabulosa payada de la trompeta y Baby Cox, la entrada sutil y como si nada de Johnny Hodges, el crescendo (pero ya el ritmo empezaba a endurecerse después de treinta años, un tigre viejo aunque todavía elástico) entre riffs tensos y libres a la vez, pequeño difícil milagro:
Swing, ergo soy
. Apoyándose en la manta esquimal, mirando las velas verdes a través de la copa de vodka (íbamos a ver los peces al Quai de la Mégisserie) era casi sencillo pensar que quizá eso que llamaban la realidad merecía la frase despectiva del Duke,
It don’t mean a thing if it ain’t that swing
, pero por qué la mano de Gregorovius había dejado de acariciar el pelo de la Maga, ahí estaba el pobre Ossip más lamido que una foca, tristísimo con el desfloramiento archipretérito, daba lástima sentirlo rígido en esa atmósfera donde la música aflojaba las resistencias y tejía como una respiración común, la paz de un solo enorme corazón latiendo para todos, asumiéndolos a todos. Y ahora una voz rota, abriéndose paso desde un disco gastado, proponiendo sin saberlo la vieja invitación renacentista, la vieja tristeza anacreóntica, un carpe diem Chicago 1929.
You so beautiful but you gotta die come day,
You so beautiful but you gotta die some day,
All I want’s a little lovin’ be fore you pass away.
De cuando en cuando ocurría que las palabras de los muertos coincidían con lo que estaban pensando los vivos (si unos estaban vivos y los otros muertos). You so beautiful. Je ne veux pas mourir sans avoir compris pourquoi j’avais vécu. Un blues, René Daumal, Horacio Oliveira, but you gotta die some day, you so beautiful but —Y por eso Gregorovius insistía en conocer el pasado de la Maga, para que se muriera un poco menos de esa muerte hacia atrás que es toda ignorancia de las cosas arrastradas por el tiempo, para fijarla en su propio tiempo, you so beautiful but you gotta, para no amar a un fantasma que se deja acariciar el pelo bajo la luz verde, pobre Ossip, y qué mal estaba acabando la noche, todo tan increíblemente tan, los zapatos de Guy Monod, but you gotta die some day, el negro Ireneo (después, cuando agarrara confianza, la Maga le contaría lo de Ledesma, lo de los tipos la noche de carnaval, la saga montevideana completa). Y de golpe, con una desapasionada perfección, Earl Hines proponía la primera variación de
I ain’t got nobody
, y hasta Perico, perdido en una lectura remota, alzaba la cabeza y se quedaba escuchando, la Maga había aquietado la cabeza contra el muslo de Gregorovius y miraba el parquet, el pedazo de alfombra turca, una hebra roja que se perdía en el zócalo, un vaso vacío al lado de la pata de una mesa. Quería fumar pero no iba a. pedirle un cigarrillo a Gregorovius, sin saber por qué no se lo iba a pedir y tampoco a Horacio, pero sabía por qué no iba a pedírselo a Horacio, no quería mirarlo en los ojos y que él se riera otra vez vengándose de que ella estuviera pegada a Gregorovius y en toda la noche no se le hubiera acercado. Desvalida, se le ocurrían pensamientos sublimes, citas de poemas que se apropiaba para sentirse en el corazón mismo de la alcachofa, por un lado
I ain’t got nobody, and nobody cares for me
, que no era cierto ya que por lo menos dos de los presentes estaban malhumorados por causa de ella, y al mismo tiempo un verso de Perse, algo así como Tu est Id, mon amour,
et je n’ai lieu qu’en toi
, donde la Maga se refugiaba apretándose contra el sonido de
lieu
, de
Tu est là, mon amour
, la blanda aceptación de la fatalidad que exigía cerrar los ojos y sentir el cuerpo como una ofrenda, algo que cualquiera podía tomar y manchar y exaltar como Ireneo, y que la música de Hines coincidiera con manchas rojas y azules que bailaban por dentro de sus párpados y se llamaban, no se sabía por qué, Volaná y Valené, a la izquierda Volaná (
and nobody cares for me
) girando enloquecidamente, arriba Valené, suspendida como una estrella de un azul pierodellafrancesca,
et je n’ai lieu qu’en toi
, Volaná y Valené, Ronald no podría tocar jamás el piano como Earl Hines, en realidad Horacio y ella deberían tener ese disco y escucharlo de noche en la oscuridad, aprender a amarse con esas frases, esas largas caricias nerviosas,
I ain’t got nobody
en la espalda, en los hombros, los dedos detrás del cuello, entrando las uñas en el pelo y retirándolas poco a poco, un torbellino final y Valené se fundía con Volaná,
tu est là, mon amour and nobody cares for me
, Horacio estaba ahí pero nadie se ocupaba de ella, nadie le acariciaba la cabeza, Valené y Volaná habían desaparecido y los párpados le dolían a fuerza de apretarlos, se oía hablar a Ronald y entonces olor a café, ah, olor maravilloso del café, Wong querido, Wong Wong Wong.