Authors: Julio Cortazar
—Usted tiene que quedarse —dijo el administrador—. Testigo.
—Estoy en la casa —dijo Oliveira—. Mire la ley Méndez Delfino, está previsto.
—Voy con vos —dijo Traveler. Volvemos en cinco minutos.
—No se alejen del precinto —dijo el administrador.
—Faltaría más —dijo Traveler. Vení, hermano, me parece que por este lado se baja al jardín. Qué decepción, no te parece.
—La unanimidad es aburrida —dijo Oliveira—. Ni uno solo se le ha plantado al chalecudo. Mirá que la tienen con la muerte del perro. Vamos a sentarnos cerca de la fuente, el chorrito de agua tiene un aire lustral que nos hará bien.
—Huele a nafta —dijo Traveler—. Muy lustral, en efecto.
—En realidad, ¿qué estábamos esperando? Ya ves que al final todos firman, no hay diferencia entre ellos y nosotros. Ninguna diferencia. Vamos a estar estupendamente acá.
—Bueno —dijo Traveler—, hay una diferencia, y es que ellos andan de rosa.
—Mirá —dijo Oliveira, señalando los pisos altos. Ya era casi de noche, y en las ventanas del segundo y tercer piso se encendían y apagaban rítmicamente las luces. Luz en una ventana y sombra en la de al lado. Viceversa. Luz en un piso, sombra en el de arriba, viceversa.
—Se armó —dijo Traveler—. Mucha firma, pero ya empiezan a mostrar la hilacha.
Decidieron acabar el cigarrillo al lado del chorrito lustral, hablando de nada y mirando las luces que se encendían y apagaban. Fue entonces cuando Traveler aludió a los cambios, y después de un silencio oyó cómo Horacio se reía bajito en la sombra. Insistió; queriendo alguna certidumbre y sin saber cómo plantear una materia que le resbalaba de las palabras y las ideas.
—Como si fuéramos vampiros, como si un mismo sistema circulatorio nos uniera, es decir nos desuniera. A veces vos y yo, a veces los tres, no nos llamemos a engaño. No sé cuándo empezó, es así y hay que abrir los ojos. Yo creo que aquí no hemos venido solamente porque el Dire nos trae. Era fácil quedarse en el circo con Suárez Melián, conocemos el trabajo y nos aprecian.
Pero no, había que entrar aquí. Los tres. El primer culpable soy yo, porque no quería que Talita creyera... En fin, que te dejaba de lado en este asunto para librarme de vos. Cuestión de amor propio, te das cuenta.
—En realidad —dijo Oliveira—, yo no tengo por qué aceptar. Me vuelvo al circo o mejor me voy del todo. Buenos Aires es grande. Ya te lo dije un día.
—Sí, pero te vas después de esta conversación, es decir que lo hacés por mí, y es justamente lo que no quiero.
—De todas maneras aclarame eso de los cambios.
—Qué sé yo, si quiero explicarlo se me nubla todavía más. Mirá, es algo así: Si estoy con vos no hay problema, pero apenas me quedo solo parece como si me estuvieras presionando, por ejemplo desde tu pieza. Acordate el otro día cuando me pediste los clavos. Talita también lo siente, me mira y yo tengo la impresión de que la mirada te está destinada, en cambio cuando estamos los tres juntos ella se pasa las horas sin darse casi cuenta de que estás ahí. Te habrás percatado, supongo.
—Sí. Dale.
—Eso es todo, y por eso no me parece bien contribuir a que te cortes solo.
Tiene que ser algo que decidas vos mismo, y ahora que he hecho la macana de hablarte del asunto, ni siquiera vos vas a tener libertad para decidir, porque te vas a plantear la cosa desde el ángulo de la responsabilidad y estamos sonados.
Lo ético, en este caso, es perdonarle la vida a un amigo, y yo no lo acepto.
—Ah —dijo Oliveira—. De manera que vos no me dejás ir, y yo no me puedo ir. Es una situación ligeramente en piyama rosa, no te parece.
—Más bien, sí.
—Fíjate qué curioso.
—¿Qué cosa?
—Se apagaron todas las luces al mismo tiempo.
—Deben haber llegado a la última firma. La clínica es del Dire, viva Ferraguto.
—Me imagino que ahora habrá que darles el gusto y matar al perro. Es increíble la inquina que le tienen.
—No es inquina dijo Traveler. Aquí tampoco las pasiones parecen muy violentas por el momento.
—Vos tenés una necesidad de soluciones radicales, viejo. A mí me pasó lo mismo tanto tiempo, y después... Empezaron a caminar de vuelta, con cuidado porque el jardín estaba muy oscuro y no se acordaban de la disposición de los canteros. Cuando pisaron la rayuela, ya cerca de la entrada, Traveler se rió en voz baja y levantando un pie empezó a saltar de casilla en casilla. En la oscuridad el dibujo de tiza fosforecía débilmente.
—Una de estas noches —dijo Oliveira—, te voy a contar de allá. No me gusta, pero a lo mejor es la única manera de ir matando al perro, por así decirlo.
Traveler saltó fuera de la rayuela, y en ese momento las luces del segundo piso se encendieron de golpe. Oliveira, que iba a agregar algo más, vio salir de la sombra la cara de Traveler, y en el instante que duró la luz antes de volver a apagarse le sorprendió una mueca, un rictus (del latín
rictus
, abertura de boca: contracción de los labios, semejante a la sonrisa).
—Hablando de matar al perro —dijo Traveler, no sé si habrás advertido que el médico principal se llama Ovejero. Esas cosas.
—No es eso lo que querías decirme.
—Mira quién para quejarse de mis silencios o mis sustituciones —dijo Traveler. Claro que no es eso, pero qué más da. Esto no se puede hablar. Si vos querés hacer la prueba... Pero algo me dice que ya es medio tarde, che. Se enfrió la pizza, no hay vuelta que darle. Mejor nos ponemos a trabajar en seguida, va a ser una distracción.
Oliveira no contestó, y subieron a la sala de la gran tratativa donde el administrador y Ferraguto se estaban tomando una caña doble. Oliveira se apiló en seguida pero Traveler fue a sentarse en el sofá donde Talita leía una novela con cara de sueño. Tras la última firma, Remorino había hecho desaparecer el registro y los enfermos asistentes a la ceremonia. Traveler notó que el administrador había apagado la luz del cielo raso, reemplazándola por una lámpara del escritorio; todo era blando y verde, se hablaba en voz baja y satisfecha. Oyó combinar planes para un mondongo a la genovesa en un restaurante del centro. Talita cerró el libro y lo miró soñolienta, Traveler le pasó una mano por el pelo y se sintió mejor. De todas maneras la idea del mondongo a esa hora y con ese calor era insensata.
Porque en realidad él no le podía
contar
nada a Traveler. Si empezaba a tirar del ovillo iba a salir una hebra de lana, metros de lana, lanada, lanagnórisis, lanatúrner, lannapurna, lanatomía, lanata, lanatalidad, lanacionalidad, lanaturalidad, la lana hasta lanáusea pero nunca el ovillo. Hubiera tenido que hacerle sospechar a Traveler que lo que le contara no tenía sentido directo (¿pero qué sentido tenía?) y que tampoco era una especie de figura o de alegoría. La diferencia insalvable, un problema de niveles que nada tenían que ver con la inteligencia o la información, una cosa era jugar al truco o discutir a John Donne con Traveler, todo transcurría en un territorio de apariencia común; pero lo otro, ser una especie de mono entre los hombres, querer ser un mono por razones que ni siquiera el mono era capaz de explicarse empezando porque de razones no tenían nada y su fuerza estaba precisamente en eso, y así sucesivamente.
Las primeras noches en la clínica fueron tranquilas; el personal saliente desempeñaba todavía sus funciones, y los nuevos se limitaban a mirar, recoger experiencia y reunirse en la farmacia donde Talita, de blanco vestida, redescubría emocionada las emulsiones y los barbitúricos. El problema era sacarse de encima a la Cuca Ferraguto, instalada como fierro en el departamento del administrador, porque la Cuca parecía decidida a imponer su férula a la clínica, y el mismo Dire escuchaba respetuoso el
new deal
resumido en términos tales como higiene, disciplina, diospatriayhogar, piyamas grises y té de tilo. Asomándose a cada rato a la farmacia, la Cuca prestaba-un-oído-atento a los supuestos diálogos profesionales del nuevo equipo. Talita le merecía cierta confianza porque la chica tenía su diploma ahí colgado, pero el marido y el compinche eran sospechosos. El problema de la Cuca era que a pesar de todo siempre le habían caído horriblemente simpáticos, lo que la obligaba a debatir cornelianamente el deber y los metejones platónicos, mientras Ferraguto organizaba la administración y se iba acostumbrando de a poco a sustituir tragasables por esquizofrénicos y fardos de pasto por ampollas de insulina. Los médicos, en número de tres, acudían por la mañana y no molestaban gran cosa. El interno, tipo dado al póker, ya había intimado con Oliveira y Traveler; en su consultorio del tercer piso se armaban potentes escaleras reales, y pozos de entre diez y cien mangos pasaban de mano en mano que te la voglio dire.
Los enfermos mejor, gracias.
Y un jueves, zás, todos instalados a eso de las nueve de la noche. Por la tarde se había ido el personal golpeando las puertas (risas irónicas de Ferraguto y la Cuca, firmes en no redondear las indemnizaciones) y una delegación de enfermos había despedido a los salientes con gritos de: «¡Se murió el perro, se murió el perro! », lo que no les había impedido presentar una carta con cinco firmas a Ferraguto, reclamando chocolate, el diario de la tarde y la muerte del perro. Quedaron los nuevos, un poco despistados todavía, y Remorino que se hacía el canchero y decía que todo iba a andar fenómeno. Por Radio El Mundo se alimentaba el espíritu deportivo de los porteños con boletines sobre la ola de calor. Batidos todos los récords, se podía sudar patrióticamente a gusto, y Remorino ya había recogido cuatro o cinco piyamas tirados en los rincones. Entre él y Oliveira convencían a los propietarios de que se los pusieran de nuevo, por lo menos el pantalón. Antes de trenzarse en un póker con Ferraguto y Traveler, el doctor Ovejero había autorizado a Talita para que distribuyera limonada sin miedo, con excepción del 6, el 18 y la 31. A la 31 esto le había provocado un ataque de llanto, y Talita le había dado doble ración de limonada. Ya era tiempo de proceder motu proprio, muera el perro.
¿Cómo se podía empezar a vivir esa vida, así apaciblemente, sin demasiado extrañamiento? Casi sin preparación previa, porque el manual de psiquiatría adquirido en lo de Tomás Pardo no era precisamente propedéutico para Talita y Traveler. Sin experiencia, sin verdaderas ganas, sin nada: el hombre era verdaderamente el animal que se acostumbra hasta a no estar acostumbrado. Por ejemplo la morgue: Traveler y Oliveira la ignoraban, y heteakí que el martes por la noche Remorino subió a buscarlos por orden de Ovejero. El 56 acababa de morir esperadamente en el segundo piso, había que darle una mano al camillero y distraer a la 31 que tenía unos telepálpitos de abrigo. Remorino les explicó que el personal saliente era muy reivindicatorio y que estaba trabajando a reglamento desde que se había enterado del asunto de las indemnizaciones, así que no quedaba otro remedio que empezar a pegarle fuerte al trabajo, de paso les venía bien como práctica.
Qué cosa tan rara que en el inventario leído el día de la gran tratativa no se hubiera mencionado una morgue. Pero che, en alguna parte hay que guardar a los fiambres hasta que venga la familia o la municipalidad mande el furgón. A lo mejor en el inventario se hablaba de una cámara de depósito, o una sala de tránsito, o un ambiente frigorífico, esos eufemismos, o simplemente se mencionaban las ocho heladeras. Morgue al fin y al cabo no era bonito de escribir en un documento, creía Remorino. ¿Y para qué ocho heladeras? Ah, eso... Alguna exigencia del departamento nacional de higiene o un acomodo del ex administrador cuando las licitaciones, pero tan mal no estaba porque a veces había rachas, como el año que había ganado San Lorenzo (¿qué año era? Remorino no se acordaba, pero era el año que San Lorenzo había hecho capote), de golpe cuatro enfermos al tacho, un saque de guadaña de esas que te la debo. Eso sí, poco frecuente, el 56 era fatal, qué le va a hacer. Por aquí, hablen bajo para no despertar a la merza. Y vos qué me representás a esta hora, rajá a la cama, rajá. Es un buen pibe, mírenlo cómo se las pica. De noche le da por salir al pasillo pero no se crean que es por las mujeres, ese asunto lo tenemos bien arreglado. Sale porque es loco, nomás, como cualquiera de nosotros si vamos al caso.
Oliveira y Traveler pensaron que Remorino era macanudo. Un tipo evolucionado, se veía en seguida. Ayudaron al camillero, que cuando no hacía de camillero era el 7 a secas, un caso curable de manera que podía colaborar en los trabajos livianos. Bajaron la camilla en el montacargas, un poco amontonados y sintiendo muy cerca el bulto del 56 debajo de la sábana. La familia iba a venir a buscarlo el lunes, eran de Trelew, pobre gente. Al 22 no lo habían venido a buscar todavía, era el colmo. Gente de plata, creía Remorino: los peores, buitres puros, sin sentimiento. ¿Y la municipalidad permitía que el 22...? El expediente andaría por ahí, esas cosas. Total que los días iban pasando, dos semanas, así que ya veían la ventaja de tener muchas heladeras. Con una cosa y otra ya eran tres, porque también estaba la 2, una de las fundadoras. Eso era grande, la 2 no tenía familia pero en cambio la dirección de sepelios había avisado que el furgón pasaría a las cuarenta y ocho horas. Remorino había sacado la cuenta para reírse, y ya hacían, trescientas seis horas, casi trescientas siete. Lo de fundadora lo decía porque era una viejita de los primeros tiempos, antes del doctor que le había vendido a don Ferraguto. Qué buen tipo parecía don Ferraguto, ¿no? Pensar que había tenido un circo, qué cosa grande.
El 7 abrió el montacargas, tiró de la camilla y salió por el pasillo piloteando que era una barbaridad, hasta que Remorino lo frenó en seco y se adelantó con una yale para abrir la puerta metálica mientras Traveler y Oliveira sacaban al mismo tiempo los cigarrillos, esos reflejos... En realidad lo que hubieran tenido que hacer era traerse los sobretodos, porque de la ola de calor no se tenía noticia en la morgue, que por lo demás parecía un despacho de bebidas con una mesa larga a un lado y un refrigerador hasta el techo en la otra pared.
—Sacá una cerveza —mandó Remorino—. Ustedes no saben nada, eh. A veces aquí el reglamento es demasiado... Mejor no le digan a don Ferraguto, total solamente nos tomamos una cervecita de cuando en cuando.
El 7 se fue a una de las puertas del refrigerador y sacó una botella. Mientras Remorino la abría con un dispositivo del que estaba provisto su cortaplumas, Traveler miró a Oliveira pero el 7 habló primero.