Authors: Julio Cortazar
Esa misma noche, a eso de las dos de la mañana, volvió a verla por primera vez. Hacía calor y en el «camerone» donde ciento y pico de inmigrantes roncaban y sudaban, se estaba peor que entre los rollos de soga bajo el cielo aplastado del río, con toda la humedad de la rada pegándose a la piel. Oliveira se puso a fumar sentado contra un mamparo, estudiando las pocas estrellas rasposas que se colaban entre las nubes. La Maga salió de detrás de un ventilador, llevando en una mano algo que arrastraba por el suelo, y casi en seguida le dio la espalda y caminó hacia una de las escotillas. Oliveira no hizo nada por seguirla, sabía de sobra que estaba viendo algo que no se dejaría seguir. Pensó que sería alguna de las pitucas de primera clase que bajaban hasta la mugre de la proa, ávidas de eso que llamaban experiencia o vida, cosas así. Se parecía mucho a la Maga, era evidente, pero lo más del parecido lo había puesto él, de modo que una vez que el corazón dejó de latirle como un perro rabioso encendió otro cigarrillo y se trató a sí mismo de cretino incurable.
Haber creído ver a la Maga era menos amargo que la certidumbre de que un deseo incontrolable la había arrancado del fondo de eso que definían como subconciencia y proyectado contra la silueta de cualquiera de las mujeres de a bordo. Hasta ese momento había creído que podía permitirse el lujo de recordar melancólicamente ciertas cosas, evocar a su hora y en la atmósfera adecuada determinadas historias, poniéndoles fin con la misma tranquilidad con que aplastaba el pucho en el cenicero. Cuando Traveler le presentó a Talita en el puerto, tan ridícula con ese gato en la canasta y un aire entre amable y Alida Valli, volvió a sentir que ciertas remotas semejanzas condensaban bruscamente un falso parecido total, como si de su memoria aparentemente tan bien compartimentada se arrancara de golpe un ectoplasma capaz de habitar y completar otro cuerpo y otra cara, de mirarlo desde fuera con una mirada que él había creído reservada para siempre a los recuerdos.
En las semanas que siguieron, arrasadas por la abnegación irresistible de Gekrepten y el aprendizaje del difícil arte de vender cortes de casimir de puerta en puerta, le sobraron vasos de cerveza y etapas en los bancos de las plazas para disecar episodios. Las indagaciones en el Cerro habían tenido el aire exterior de un descargo de conciencia: encontrar, tratar de explicarse, decir adiós para siempre. Esa tendencia del hombre a terminar limpiamente lo que hace, sin dejar hilachas colgando. Ahora se daba cuenta (una sombra saliendo detrás de un ventilador, una mujer con un gato) que no había ido por eso al Cerro. La psicología analítica lo irritaba, pero era cierto: no había ido por eso al Cerro. De golpe era un pozo cayendo infinitamente en sí mismo. Irónicamente se apostrofaba en plena plaza del Congreso: «¿Y a esto le llamabas búsqueda? ¿Te creías libre? ¿Cómo era aquello de Heráclito? A ver, repetí los grados de la liberación, para que me ría un poco. Pero si estás en el fondo del embudo, hermano.» Le hubiera gustado saberse irreparablemente envilecido por su descubrimiento, pero lo inquietaba una vaga satisfacción a la altura del estómago, esa respuesta felina de contentamiento que da el cuerpo cuando se ríe de las hinquietudes del hespíritu Y se acurruca cómodamente entre sus costillas, su barriga y la planta de sus pies. Lo malo era que en el fondo él estaba bastante contento de sentirse así, de no haber vuelto, de estar siempre de ida aunque no supiera adónde. Por encima de ese contento lo quemaba como una desesperación del entendimiento a secas, un reclamo de algo que hubiera querido encarnarse y que ese contento vegetativo rechazaba pachorriento, mantenía a distancia. Por momentos Oliveira asistía como espectador a esa discordia, sin querer tomar partido, socarronamente imparcial. Así vinieron el circo, las mateadas en el patio de don Crespo, los tangos de Traveler, en todos esos espejos Oliveira se miraba de reojo. Hasta escribió notas sueltas en un cuaderno que Gekrepten guardaba amorosamente en el cajón de la cómoda sin atreverse a leer. Despacio se fue dando cuenta de que la visita al Cerro había estado bien, precisamente porque se había fundado en otras razones que las supuestas. Saberse enamorado de la Maga no era un fracaso ni una fijación en un orden caduco; un amor que podía prescindir de su objeto, que en la nada encontraba su alimento, se sumaba quizá a otras fuerzas, las articulaba y las fundía en un impulso que destruiría alguna vez ese contento visceral del cuerpo hinchado de cerveza y papas fritas. Todas esas palabras que usaba para llenar el cuaderno entre grandes manotazos al aire y silbidos chirriantes, lo hacían reír una barbaridad. Traveler acababa asomándose a la ventana para pedirle que se callara un poco. Pero otras veces Oliveira encontraba cierta paz en las ocupaciones manuales, como enderezar clavos o deshacer un hilo sisal para construir con sus fibras un delicado laberinto que pegaba contra la pantalla de la lámpara y que Gekrepten calificaba de elegante. Tal vez el amor fuera el enriquecimiento más alto, un dador de ser; pero sólo malográndolo se podía evitar su efecto bumerang, dejarlo correr al olvido y sostenerse, otra vez solo, en ese nuevo peldaño de realidad abierta y porosa. Matar el objeto amado, esa vieja sospecha del hombre, era el precio de no detenerse en la escala, así como la súplica de Fausto al instante que pasaba no podía tener sentido si a la vez no se lo abandonaba como se posa en la mesa la copa vacía. Y cosas por el estilo, y mate amargo.
Hubiera sido tan fácil organizar un esquema coherente, un orden de pensamiento y de vida, una armonía. Bastaba la hipocresía de siempre, elevar el pasado a valor de experiencia, sacar partido de las arrugas de la cara, del aire vivido que hay en las sonrisas o los silencios de más de cuarenta años. Después uno se ponía un traje azul, se peinaba las sienes plateadas y entraba en las exposiciones de pintura, en la Sade y en el Richmond, reconciliado con el mundo.
Un escepticismo discreto, un aire de estar de vuelta, un ingreso cadencioso en la madurez, en el matrimonio, en el sermón paterno a la hora del asado o de la libreta de clasificaciones insatisfactoria. Te lo digo porque yo he vivido mucho.
Yo que he viajado. Cuando yo era muchacho. Son todas iguales, te lo digo yo. Te hablo por experiencia, m’hijo. Vos todavía no conocés la vida.
Y todo eso tan ridículo y gregario podía ser peor todavía en otros planos, en la meditación siempre amenazada por los
idola fori
, las palabras que falsean las intuiciones, las petrificaciones simplificantes, los cansancios en que lentamente se va sacando del bolsillo del chaleco la bandera de la rendición. Podía ocurrir que la traición se consumara en una perfecta soledad, sin testigos ni cómplices: mano a mano, creyéndose más allá de los compromisos personales y los dramas de los sentidos, más allá de la tortura ética de saberse ligado a una raza o por lo menos a un pueblo y una lengua. En la más completa libertad aparente, sin tener que rendir cuentas a nadie, abandonar la partida, salir de la encrucijada y meterse por cualquiera de los caminos de la circunstancia, proclamándolo el necesario o el único. La Maga era uno de esos caminos, la literatura era otro (quemar inmediatamente el cuaderno aunque Gekrepten se re-tor-cie-ra las manos), la fiaca era otro, y la meditación al soberano cuete era otro. Parado delante de una pizzería de Corrientes al mil trescientos, Oliveira se hacía las grandes preguntas:
«Entonces, ¿hay que quedarse como el cubo de la rueda en mitad de la encrucijada? ¿De que sirve saber o creer saber que cada camino es falso si no lo caminamos con un propósito que ya no sea el camino mismo? No somos Buda, che, aquí no hay árboles donde sentarse en la postura del loto. Viene un cana y te hace la boleta.»
Caminar con un propósito que ya no fuera el camino mismo. De tanta cháchara (qué letra, la ch, madre de la chancha, el chamamé y el chijete) no le quedaba más resto que esa entrevisión. Sí, era una fórmula meditable. Así la visita al Cerro, después de todo, habría tenido un sentido, así la Maga dejaría de ser un objeto perdido para volverse la imagen de una posible reunión —pero no ya con ella sino más acá o más allá de ella; por ella, pero no ella—. Y Manú, y el circo, y esa increíble idea del loquero de la que hablaban tanto en estos días, todo podía ser significativo siempre que se lo extrapolara, hinevitable hextrapolación a la hora metafísica, siempre fiel a la cita ese vocablo cadensioso. Oliveira empezó a morder la pizza, quemándose las encías como le pasaba siempre por glotón, y se sintió mejor. Pero cuantas veces había cumplido el mismo ciclo en montones de esquinas y cafés de tantas ciudades, cuantas veces había llegado a conclusiones parecidas, se había sentido mejor, había creído poder empezar a vivir de otra manera, por ejemplo una tarde en que se había metido a escuchar un concierto insensato, y después... Después había llovido tanto, para qué darle vueltas al asunto. Era como con Talita, más vueltas le daba, peor. Esa mujer estaba empezando a sufrir por culpa de él, no por nada grave, solamente que él estaba ahí y todo parecía cambiar entre Talita y Traveler, montones de esas pequeñas cosas que se daban por supuestas y descontadas, de golpe se llenaban de filos y lo que empezaba siendo un puchero a la española acababa en un arenque a la Kierkegaard, por no decir más. La tarde del tablón había sido una vuelta al orden, pero Traveler había dejado pasar la ocasión de decir lo que había que decir para que ese mismo día Oliveira se mandara mudar del barrio y de sus vidas, no solamente no había dicho nada sino que le había conseguido el empleo en el circo, prueba de que. En ese caso apiadarse hubiera sido tan idiota como la otra vez: lluvia, lluvia. ¿Seguiría tocando el piano Berthe Trépat?
Talita y Traveler hablaban enormemente de locos célebres o de otros más secretos, ahora que Ferraguto se había decidido a comprar la clínica y cederle el circo con gato y todo a un tal Suárez Melián. Les parecía, sobre todo a Talita, que el cambio del circo a la clínica era una especie de paso adelante, pero Traveler no veía muy clara la razón de ese optimismo. A la espera de un mejor entendimiento andaban muy excitados y continuamente salían a sus ventanas o a la puerta de calle para cambiar impresiones con la señora de Gutusso, don Bunche, don Crespo y hasta con Gekrepten si andaba a tiro. Lo malo era que en esos días se hablaba mucho de revolución, de que Campo de Mayo se iba a levantar, y a la gente eso le parecía mucho más importante que la adquisición de la clínica de la calle Trelles. Al final Talita y Traveler se ponían a buscar un poco de normalidad en un manual de psiquiatría. Como de costumbre cualquier cosa los excitaba, y el día del pato, no se sabía por qué, las discusiones llegaban a un grado de violencia tal que Cien Pesos se enloquecía en su jaula y don Crespo esperaba el paso de cualquier conocido para iniciar un movimiento de rotación con el índice de la mano izquierda apoyado en la sien del mismo lado. En esas ocasiones espesas nubes de plumas de pato empezaban a salir por la ventana de la cocina, y había un golpear de puertas y una dialéctica cerrada y sin cuartel que apenas cedía con el almuerzo, oportunidad en la cual el pato desaparecía hasta el último tegumento.
A la hora del café con caña Mariposa una tácita reconciliación los acercaba a textos venerados, a números agotadísimos de unas revistas esotéricas, tesoros cosmológicos que se sentían necesitados de asimilar como una especie de preludio a la nueva vida. De piantados hablaban mucho, Porque tanto Traveler como Oliveira habían condescendido a sacar papeles viejos y exhibir parte de su colección de fenómenos iniciada en común cuando incurrían en una bien olvidada Facultad y proseguida luego por separado. El estudio de esos documentos les llevaba sus buenas sobremesas, y Talita se había ganado el derecho de participación gracias a sus números de
Renovigo
(Periódiko Rebolusionario Bilingue), publicación mexicana en lengua ispamerikana de la Editorial Lumen, y en la que un montón de locos trabajaban con resultados exaltantes. De Ferraguto sólo tenían noticias cada tanto, porque el circo ya estaba prácticamente en manos de Suárez Melián, pero parecía seguro que les entregarían la clínica hacia mediados de marzo. Una o dos veces Ferraguto se había aparecido por el circo para ver al gato calculista, del que evidentemente le iba a costar separarse, y en cada caso se había referido a la inminencia de la gran tratativa y a las-pesadas-responsabilidades que caerían sobre todos ellos (suspiro). Parecía casi seguro que a Talita le iban a confiar la farmacia, y la pobre estaba nerviosísima repasando unos apuntes del tiempo del unto. Oliveira y Traveler se divertían enormemente a costa de ella, pero cuando volvían al circo los dos andaban tristes y miraban a la gente y al gato como si un circo fuera algo inapreciablemente raro.
—Aquí todos están mucho más locos —decía Traveler—. No se va a poder comparar, che.
Oliveira se-encogía-de-hombros, incapaz de decir que en el fondo le daba lo mismo, y miraba a lo alto de la carpa, se perdía bobamente en unas rumias inciertas.
—Vos, claro, has cambiado de un sitio a otro —refunfuñaba Traveler—. Yo también, pero siempre aquí, siempre en este meridiano...
Estiraba el brazo, mostrando vagamente una geografía bonaerense.
—Los cambios, vos sabés... —decía Oliveira.
Al rato de hablar así se ahogaban de risa, y el público los miraba de reojo porque distraían la atención.
En momentos de confidencia, los tres admitían que estaban admirablemente preparados para sus nuevas funciones. Por ejemplo, cosas como la llegada de
La Nación
de los domingos les provocaban una tristeza sólo comparable a la que les producían las colas de la gente en los cines y la tirada del
Reader’s Digest.
—Los contactos están cada vez más cortados —decía sibilinamente Traveler.
Hay que pegar un grito terrible.
—Ya lo pegó anoche el coronel Flappa —contestaba Talita—. Consecuencia, estado de sitio.
—Eso no es un grito, hija, apenas un estertor. Yo te hablo de las cosas que soñaba Yrigoyen, las cuspideaciones históricas, las prometizaciones augurales, esas esperanzas de la raza humana tan venida a menos por estos lados.
—Vos ya hablás como el otro —decía Talita, mirándolo preocupada pero disimulando la ojeada caracterológica. El otro seguía en el circo, dándole la última mano a Suárez Melián y asombrándose de a ratos de que todo le estuviera resultando tan indiferente. Tenía la impresión de haberle pasado su resto de
mana
a Talita y a Traveler, que cada vez se excitaban más pensando en la clínica, a él lo único que realmente le gustaba en esos días era jugar con el gato calculista, que le había tomado un cariño enorme y le hacía cuentas exclusivamente para su placer. Como Ferraguto había dado instrucciones de que al gato no se le sacara a la calle más que en una canasta y con un collar de identificación idéntico a los de la batalla de Okinawa, Oliveira comprendía los sentimientos del gato y apenas estaban a dos cuadras del circo metía la canasta en una fiambrería de confianza, le sacaba el collar al pobre animal, y los dos se iban por ahí a mirar latas vacías en los baldíos o a mordisquear pastitos, ocupación delectable. Después de esos paseos higiénicos, a Oliveira le resultaba casi tolerable ingresar en las tertulias del patio de don Crespo, en la ternura de Gekrepten emperrada en tejerle cosas para el invierno. La noche en que Ferraguto telefoneó a la pensión para avisarle a Traveler la fecha inminente de la gran tratativa, estaban los tres perfeccionando sus nociones de lengua ispamerikana, extraídas con infinito regocijo de un número de
Renovigo.
Se quedaron casi tristes, pensando que en la clínica los esperaba la seriedad, la ciencia, la abnegación y todas esas cosas.