Authors: Julio Cortazar
—La modista es una estafadora —dijo Gekrepten—. ¿Vos te hacés hacer los vestidos por una modista, Talita?
—No —dijo Talita—. Sé un poco de corte y confección.
—Hacés bien, m’hija. Yo esta tarde después del dentista me corro hasta la modista que está a una cuadra y le voy a reclamar una pollera que ya tendría que estar hace ocho días. Me dice: «Ay, señora, con la enfermedad de mi mamá no he podido lo que se dice enhebrar la aguja.» Yo le digo: «Pero, señora, yo la pollera la necesito.» Me dice: «Créame, lo siento mucho. Una clienta como usted. Pero va a tener que disculpar.» Yo le digo: «Con disculpar no se arregla nada, señora.
Más le valdría cumplir a tiempo y todos saldríamos gananciosos.» Me dice: «Ya que lo toma así, ¿por qué no va de otra modista?» Y yo le digo: «No es que me falten ganas, pero ya que me comprometí con usted más vale que la espere, y eso que me parece una informalidad.
—Todo eso te sucedió? —dijo Oliveira.
—Claro —dijo Gekrepten—. ¿No ves que se lo estoy contando a Talita?
—Son dos cosas distintas.
—Ya empezás, vos.
—Ahí tenés —le dijo Oliveira a Traveler, que lo miraba cejijunto—. Ahí tenés lo que son las cosas. Cada uno cree que está hablando de lo que comparte con los demás.
—Y no es así, claro —dijo Traveler. Vaya noticia.
—Conviene repetirla, che.
—Vos repetís todo lo que supone una sanción contra alguien.
—Dios me puso sobre vuestra ciudad —dijo Oliveira.
—Cuando no me juzgás a mí te la agarrás con tu mujer.
—Para picarlos y tenerlos despiertos —dijo Oliveira.
—Una especie de manía mosaica. Te la pasás bajando del Sinaí.
—Me gusta —dijo Oliveira— que las cosas queden siempre lo más claras posible. A vos parece darte lo mismo que en plena conversación Gekrepten intercale una historia absolutamente fantasiosa de un dentista y no sé qué pollera. No parecés darte cuenta de que esas irrupciones, disculpables cuando son hermosas o por lo menos inspiradas, se vuelven repugnantes apenas se limitan a escindir un orden, a torpedear una estructura. Cómo hablo, hermano.
—Horacio es siempre el mismo —dijo Gekrepten—. No le haga caso, Traveler.
—Somos de una blandura insoportable, Manú. Consentimos a cada instante que la realidad se nos huya entre los dedos como una agüita cualquiera. La teníamos ahí, casi perfecta, como un arcoiris saltando del pulgar al meñique. y el trabajo para conseguirla, el tiempo que se necesita, los méritos que hay que hacer... Zás, la radio anuncia que el general Pisotelli hizo declaraciones. Kaputt.
Todo kaputt. «Por fin algo en serio», piensa la chica de los mandados, o ésta, o a lo mejor vos mismo. Y yo, porque no te vayas a imaginar que me creo infalible.
¿Qué sé yo dónde está la verdad? Solamente que me gustaba tanto ese arcoiris como un sapito entre los dedos. Y esta tarde... Mirá, a pesar del frío a mí me parece que estábamos empezando a hacer algo en serio. Talita, por ejemplo, cumpliendo esa proeza extraordinaria de no caerse a la calle, y vos ahí, y yo...
Uno es sensible a ciertas cosas, qué demonios.
—No sé si te entiendo —dijo Traveler. A lo mejor lo del arcoiris no está tan mal. ¿Pero por qué sos tan intolerante? Viví y dejá vivir, hermano.
—Ahora que ya jugaste bastante, vení a sacar el ropero de arriba de la cama
—dijo Gekrepten.
—¿Te das cuenta? —dijo Oliveira.
—Eh, sí —dijo Traveler, convencido.
—Quod erat demostrandum, pibe.
—Quod erat —dijo Traveler.
—Y lo peor es que en realidad ni siquiera habíamos empezado.
—¿Cómo? —dijo Talita, echándose el pelo para atrás y mirando si Traveler habla empujado lo suficiente el sombrero.
—Vos no te pongás nerviosa —aconsejó Traveler. Date vuelta despacio, estirá esa mano, así. Esperá, ahora yo empujo un poco más... ¿No te dije? Listo.
Talita sujetó el sombrero y se lo encasquetó de un solo golpe. Abajo se habían juntado dos chicos y una señora, que hablaban con la chica de los mandados y miraban el puente.
—Ahora yo le tiro el paquete a Oliveira y se acabó —dijo Talita sintiéndose más segura con el sombrero puesto—. Tengan firme los tablones, no sea cosa.
—¿Lo vas a tirar? —dijo Oliveira—. Seguro que no lo embocás.
—Dejala que haga la prueba —dijo Traveler. Si el paquete se escracha en la calle, ojalá le pegue en el melón a la de Gutusso, lechuzón repelente.
—Ah, a vos tampoco te gusta —dijo Oliveira—. Me alegro porque no la puedo tragar. ¿Y vos, Talita?
—Yo preferiría tirarte el paquete —dijo Talita. —Ahora, ahora, pero me parece que te estás apurando mucho.
—Oliveira tiene razón —dijo Traveler—. A ver si la arruinás justamente al final, después de todo el trabajo.
—Pero es que tengo calor —dijo Talita —. Yo quiero volver a casa, Manú.
—No estás tan lejos para quejarte así. Cualquiera creería que me estás escribiendo desde Matto Grosso.
—Lo dice por la yerba —informó Oliveira a Gekrepten, que miraba el ropero.
—¿Van a seguir jugando mucho tiempo? —preguntó Gekrepten.
—Nones —dijo Oliveira.
—Ah —dijo Gekrepten—. Menos mal.
Talita había sacado el paquete del bolsillo de la salida de baño y lo balanceaba de atrás adelante. El puente empezó a vibrar, y Traveler y Oliveira lo sujetaron con todas sus fuerzas. Cansada de balancear el paquete, Talita empezó a revolear el brazo, sujetándose con la otra mano.
—No hagás tonterías —dijo Oliveira—. Más despacio. ¿Me oís? ¡Más despacio!
—¡Ahí va! —gritó Talita.
—¡Más despacio, te vas a caer a la calle!
—¡No me importa! —gritó Talita, soltando el paquete que entró a toda velocidad en la pieza y se hizo pedazos contra el ropero.
—Espléndido —dijo Traveler, que miraba a Talita como si quisiera sostenerla en el puente con la sola fuerza de la mirada—. Perfecto, querida. Más claro, imposible. Eso sí que fue demostrandum.
El puente se aquietaba poco a poco. Talita se sujetó con las dos manos y agachó la cabeza. Oliveira no veía más que el sombrero, y el pelo de Talita derramado sobre los hombros. Levantó los ojos y miro a Traveler.
—Si te parece —dijo—. Yo también creo que más claro, imposible.
«Por fin», pensó Talita, mirando los adoquines, las veredas. «Cualquier cosa es mejor que estar así, entre las dos ventanas.»
—Podés hacer dos cosas —dijo Traveler—. Seguir adelante, que es más fácil, y entrar por lo de Oliveira, o retroceder, que es más difícil, y ahorrarte las escaleras y el cruce de la calle.
—Que venga aquí, pobre —dijo Gekrepten—. Tiene la cara toda empapada de transpiración.
—Los niños y los locos —dijo Oliveira.
—Dejame descansar un momento —dijo Talita—. Me parece que estoy un poco mareada.
Oliveira se echó de bruces en la ventana, y le tendió el brazo. Talita no tenía más que avanzar medio metro para tocar su mano.
—Es un perfecto caballero —dijo Traveler—. Se ve que ha leído el consejero social del profesor Maidana. Lo que se llama un conde. No te pierdas eso, Talita.
—Es la congelación —dijo Oliveira—. Descansá un poco, Talita, y franqueá el trecho remanente. No le hagas caso, ya se sabe que la nieve hace delirar antes del sueño inapelable.
Pero Talita se había enderezado lentamente, y apoyándose en las dos manos trasladó su trasero veinte centímetros más atrás. Otro apoyo, y otros veinte centímetros. Oliveira, siempre con la mano tendida, parecía el pasajero de un barco que empieza a alejarse lentamente del muelle. Traveler estiró los brazos y calzó las manos en las axilas de Talita. Ella se quedó inmóvil, y después echó la cabeza hacia atrás con un movimiento tan brusco que el sombrero cayó planeando hasta la vereda.
—Como en las corridas de toros —dijo Oliveira—. La de Gutusso se lo va a querer portar vía.
Talita había cerrado los ojos y se dejaba sostener, arrancar del tablón, meter a empujones por la ventana. Sintió la boca de Traveler pegada en su nuca, la respiración caliente y rápida.
—Volviste —murmuró Traveler—. Volviste, volviste.
—Sí —dijo Talita, acercándose a la cama—. ¿Cómo no iba a volver? Le tiré el maldito paquete y volví, le tiré el Paquete y volví, le...
Traveler se sentó al borde de la cama. Pensaba en el arcoiris entre los dedos esas cosas que se le ocurrían a Oliveira. Talita resbaló a su lado y empezó a llorar en silencio. «Son los nervios», pensó Traveler. «Lo ha pasado muy mal.» Iría a buscarle un gran vaso de agua con jugo de limón, le daría una aspirina, le pantallaría la cara con una revista, la obligaría a dormir un rato. Pero antes había que sacar la enciclopedia autodidáctica, arreglar la cómoda y meter dentro el tablón. «Esta pieza está tan desordenada», pensó, besando a Talita. Apenas dejara de llorar le pediría que lo ayudara a acomodar el cuarto. Empezó a acariciarla, a decirle cosas.
—En fin, en fin —dijo Oliveira.
Se apartó de la ventana y se sentó al borde de la cama, aprovechando el espacio que le dejaba libre el ropero. Gekrepten había terminado de juntar la yerba con una cuchara.
—Estaba llena de clavos —dijo Gekrepten—. Qué cosa tan rara.
—Rarísima —dijo Oliveira.
—Me parece que voy a bajar a buscar el sombrero de Talita. Vos sabés lo que son los chicos.
—Sana idea —dijo Oliveira, alzando un clavo y dándole vueltas entre los dedos.
Gekrepten bajó a la calle. Los chicos habían recogido el sombrero y discutían con la chica de los mandados y la señora de Gutusso.
—Demelón a mí —dijo Gekrepten, con una sonrisa estirada—. Es de la señora de enfrente, conocida mía.
—Conocida de todos, hijita —dijo la señora de Gutusso—. Vaya espectáculo a estas horas, y con los niños mirando.
—No tenía nada de malo —dijo Gekrepten, sin mucha convicción.
—Con las piernas al aire en ese tablón, mire qué ejemplo para las criaturas.
Usted no se habrá dado cuenta, pero desde aquí se le veía propiamente todo, le juro.
—Tenía muchísimos pelos —dijo el más chiquito.
—Ahí tiene —dijo la señora de Gutusso—. Las criaturas dicen lo que ven, pobres inocentes. ¿Y qué tenía que hacer ésa a caballo en una madera, dígame un poco? A esta hora cuando las personas decentes duermen la siesta o se ocupan de sus quehaceres. ¿Usted se montaría en una madera, señora, si no es mucho preguntar?
—Yo no —dijo Gekrepten—. Pero Talita trabaja en un circo, son todos artistas.
—¿Hacen pruebas? —preguntó uno de los chicos—. ¿Adentro de cuál circo trabaja la cosa esa?
—No era una prueba —dijo Gekrepten—. Lo que pasa es que querían darle un poco de yerba a mi marido, y entonces...
La señora de Gutusso miraba a la chica de los mandados. La chica de los mandados se puso un dedo en la sien y lo hizo girar. Gekrepten agarró el sombrero con las dos manos y entro en el zaguán. Los chicos se pusieron en fila y empezaron a cantar, con música de «Caballería ligera»:
Lo corrieron de atrás, lo corrieron de atrás,
le metieron un palo en el cúúúlo.
¡Pobre señor! ¡Pobre señor!
No se lo pudo sacar. (Bis.)
Il mio supplizio
è quando
non mi credo
in armonia.
UNGARETTI,
I Fuimi
.
El trabajo consiste en impedir que los chicos se cuelen por debajo de la carpa, dar una mano si pasa algo con los animales, ayudar al proyeccionista, redactar avisos y carteles llamativos, ocuparse de la condigna impresión, entenderse con la policía, señalar al Director toda anomalía digna de mención, ayudar al señor Manuel Traveler en la parte administrativa, ayudar á la señora Atalía Donosi de Traveler en la taquilla (llegado el caso), etc.
¡Oh corazón mío, no te levantes para
testimoniar en contra de mí!
(Libro de los Muertos, o inscripción en un escarabajo.)
Entre tanto había muerto en Europa, a los treinta y tres años de edad, Dinu Lipatti. Del trabajo y de Dinu Lipatti fueron hablando hasta la esquina, porque a Talita le parecía que también era bueno acumular pruebas tangibles de la inexistencia de Dios o por lo menos de su incurable frivolidad. Les había propuesto comprar inmediatamente un disco de Lipatti y entrar en lo de don Crespo para escucharlo, pero Traveler y Oliveira querían tomarse una cerveza en el café de la esquina y hablar del circo, ahora que eran colegas y estaban satisfechísimos. A Oliveira no-se-le-escapaba que Traveler había tenido que hacer un-esfuerzo-heroico para convencer al Dire, y que lo había convencido más por casualidad que por otra cosa. Ya habían decidido que Oliveira le regalaría a Gekrepten dos de los tres cortes de casimir que le quedaban por vender, y que con el tercero Talita se haría un traje sastre. Cuestión de festejar el nombramiento. Traveler pidió en consecuencia las cervezas mientras Talita se iba a preparar el almuerzo. Era lunes, día de descanso. El martes habría función a la siete y a las nueve, con presentación de cuatro osos cuatro, del malabarista recién desembarcado de Colombo, y por supuesto del gato calculista. Para empezar el trabajo de Oliveira sería más bien de puro sebo, hasta hacerse la mano. De paso se veía la función que no era peor que otras. Todo iba muy bien.
Todo iba tan bien que Traveler bajó los ojos y se puso a tamborilear en la mesa. El mozo, que los conocía mucho, se acercó para discutir sobre Ferrocarril Oeste, y Oliveira apostó diez pesos a la mano de Chacarita Juniors. Marcando un compás de baguala con los dedos, Traveler se decía que todo estaba perfectamente bien así, y que no había otra salida, mientras Oliveira acababa con los parlamentos ratificatorios de la apuesta y se bebía su cerveza. Le había dado esa mañana por pensar en frases egipcias, en Toth, significativamente dios de la magia e inventor del lenguaje. Discutieron un rato si no sería una falacia estar discutiendo un rato, dado que el lenguaje, por más lunfardo que lo hablaran, participaba quizá de una estructura mántica nada tranquilizadora. Concluyeron que el doble ministerio de Toth era al fin y al cabo una manifiesta garantía de coherencia en la realidad o la irrealidad; los alegró dejar bastante resuelto el siempre desagradable problema del correlato objetivo. Magia o mundo tangible, había un dios egipcio que armonizaba verbalmente los sujetos y los objetos. Todo iba realmente muy bien.