Authors: Julio Cortazar
—Lo calzamos en un cajón de la cómoda, y Talita le metió encima la Enciclopedia Autodidáctica Quillet.
—No está mal —dijo Oliveira—. Yo al mío le voy a poner la memoria anual del
Statens Psykologisk-Pedagogiska Institut,
que le mandan a Gekrepten no se sabe por qué.
—Lo que no veo es cómo los vamos a ensamblar —dijo Traveler, empezando a mover la cómoda para que el tablón saliera poco a poco por la ventana.
—Parecen dos jefes asirios con los arietes que derribaban las murallas —dijo Talita que no en vano era dueña de la enciclopedia—. ¿Es alemán ese libro que dijiste?
—Sueco, burra —dijo Oliveira—. Trata de cosas tales como la
Mentalhygieniska synpunkter i Förskoleundervisning.
Son palabras espléndidas, dignas de este mozo Snorri Sturlusson tan mencionado en la literatura argentina. Verdaderos pectorales de bronce, con la imagen talismánica del halcón.
—Los raudos torbellinos de Noruega —dijo Traveler.
—¿Vos realmente sos un tipo culto o solamente la embocás? —preguntó Oliveira con cierto asombro.
—No te voy a decir que el circo no me lleve tiempo —dijo Traveler— pero siempre queda un rato para abrocharse una estrella en la frente. Esta frase de la estrella me sale siempre que hablo del circo, por pura contaminación. ¿De dónde la habré sacado? ¿Vos tenés alguna idea, Talita? —No —dijo Talita, probando la solidez del tablón—. Probablemente de alguna novela portorriqueña.
—Lo que más me molesta es que en el fondo yo sé dónde he leído eso.
—¿Algún clásico? —insinuó Oliveira.
—Ya no me acuerdo de qué trataba —dijo Traveler pero era un libro inolvidable.
—Se nota —dijo Oliveira.
—El tablón nuestro está perfecto —dijo Talita—. Ahora que no sé cómo vas a hacer para sujetarlo al tuyo.
Oliveira acabó de desenredar la soga, la cortó en dos, y con una mitad ató el tablón al elástico de la cama. Apoyando el extremo del tablón en el borde de la ventana, corrió la cama y el tablón empezó a hacer palanca en el antepecho, bajando poco a poco hasta posarse sobre el de Traveler, mientras los pies de la cama subían unos cincuenta centímetros. «Lo malo es que va a seguir subiendo en cuanto alguien quiera pasar por el puente», pensó Oliveira preocupado. Se acercó al ropero y empezó a empujarlo en dirección a la cama.
—¿No tenés bastante apoyo? —preguntó Talita, que se había sentado en el borde de su ventana, y miraba hacia la pieza de Oliveira.
—Extrememos las precauciones —dijo Oliveira— para evitar algún sensible accidente.
Empujó el ropero hasta dejarlo al lado de la cama, y lo tumbó poco a poco.
Talita admiraba la fuerza de Oliveira casi tanto como la astucia y las invenciones de Traveler. «Son realmente dos gliptodontes», pensaba enternecida. Los períodos antediluvianos siempre le habían parecido refugio de sapiencia.
El ropero tomó velocidad y cayó violentamente sobre la cama, haciendo temblar el piso. Desde abajo subieron gritos, y Oliveira pensó que el turco de al lado debía estar juntando una violenta presión shamánica. Acabó de acomodar el ropero y montó a caballo en el tablón, naturalmente que del lado de adentro de la ventana.
Ahora va a resistir cualquier peso enunció—. No habrá tragedia, para desencanto de las chicas de abajo que tanto nos quieren. Para ellas nada de esto tiene sentido hasta que alguien se rompe el alma en la calle. La vida, que le dicen.
—¿No empatillás los tablones con tu soga? —preguntó Traveler.
—Mirá —dijo Oliveira—. Vos sabés muy bien que a mí el vértigo me ha impedido escalar posiciones. El solo nombre del Everest es como si me pegaran un tirón en las verijas.
Aborrezco a mucha gente pero a nadie como al sherpa Tensing, creéme.
—Es decir que nosotros vamos a tener que sujetar los tablones —dijo Traveler.
—Viene a ser eso —concedió Oliveira, encendiendo un 43.
—Vos te das cuenta —le dijo Traveler a Talita—. Pretende que te arrastres hasta el medio del puente y ates la soga.
—¿Yo? —dijo Talita.
—Bueno, ya lo oíste.
—Oliveira no dijo que yo tenía que arrastrarme hasta el medio del puente.
—No lo dijo pero se deduce. Aparte de que es más elegante que seas vos la que le alcance la yerba.
—No voy a saber atar la soga —dijo Talita—. Oliveira y vos saben hacer nudos, pero a mí se me desatan en seguida. Ni siquiera llegan a atarse.
—Nosotros te daremos las instrucciones —condescendió Traveler.
Talita se ajustó la salida de baño y se quitó una hebra que le colgaba de un dedo. Tenía necesidad de suspirar, pero sabía que a Traveler lo exasperaban los suspiros.
—¿Vos realmente querés que sea yo la que le lleve la yerba a Oliveira? —dijo en voz baja.
—¿Qué están hablando, che? —dijo Oliveira, sacando la mitad del cuerpo por la ventana y apoyando las dos manos en su tablón. La chica de los mandados había puesto una silla en la vereda y los miraba. Oliveira la saludó con una mano. «Doble fractura del tiempo y el espacio», pensó. «La pobre da por supuesto que estamos locos, y se prepara a una vertiginosa vuelta a la normalidad. Si alguien se cae la sangre la va a salpicar, eso es seguro. Y ella no sabe que la sangre la va a salpicar, no sabe que ha puesto ahí la silla para que la sangre la salpique, y no sabe que hace diez minutos le dio una crisis de tedium vitae en plena antecocina, nada más que para vehicular el traslado de la silla a la vereda. Y que el vaso de agua que bebió a las dos y veinticinco estaba tibio y repugnante para que el estómago, centro del humor vespertino, le preparara el ataque de tedium vitae que tres pastillas de leche de magnesia Phillips hubieran yugulado perfectamente; pero esto último ella no tenía que saberlo, ciertas cosas desencadenantes o yugulantes sólo pueden ser sabidas en un plano astral, por usar esa terminología inane.»
—No hablamos de nada —decía Traveler. Vos prepará la soga.
—Ya está, es una soga macanuda. Dale, Talita, yo te la alcanzo desde aquí.
Talita se puso a caballo en el tablón y avanzó unos cinco centímetros, apoyando las dos manos y levantando la grupa hasta posarla un poco más adelante.
—Esta salida de baño es muy incómoda —dijo—. Sería mejor unos pantalones tuyos o algo así.
—No vale la pena —dijo Traveler. Ponele que te caés, y me arruinás la ropa.
—Vos no te apurés —dijo Oliveira—. Un poco más y ya te puedo tirar la soga.
—Qué ancha es esta calle —dijo Talita, mirando hacia abajo—. Es mucho más ancha que cuando la mirás por la ventana.
—Las ventanas son los ojos de la ciudad —dijo Traveler— y naturalmente deforman todo lo que miran. Ahora estás en un punto de gran pureza, y quizá ves las cosas como una paloma o un caballo que no saben que tienen ojos.
—Dejate de ideas para la N.R.F. y sujetale bien el tablón —aconsejó Oliveira.
—Naturalmente a vos te revienta que cualquiera diga algo que te hubiera encantado decir antes. El tablón lo puedo sujetar perfectamente mientras pienso y hablo.
—Ya debo estar cerca del medio —dijo Talita.
—¿Del medio? Si apenas te has despegado de la ventana. Te faltan dos metros por lo menos.
—Un poco menos —dijo Oliveira, alentándola—. Ahora nomás te tiro la soga.
—Me parece que el tablón se está doblando para abajo —dijo Talita.
—No se dobla nada —dijo Traveler, que se había puesto a caballo pero del lado de adentro—. Apenas vibra un poco.
—Además la punta descansa sobre mi tablón —dijo Oliveira—. Sería muy extraño que los dos cedieran al mismo tiempo.
—Sí, pero yo peso cincuenta y seis kilos —dijo Talita—. Y al llegar al medio voy a pesar por lo menos doscientos. Siento que el tablón baja cada vez más.
—Si bajara —dijo Traveler yo estaría con los pies en el aire, y en cambio me sobra sitio para apoyarlos en el piso. Lo único que puede suceder es que los tablones se rompan, pero sería muy raro.
—La fibra resiste mucho en sentido longitudinal —convino Oliveira—. Es el apólogo del haz de juncos, y otros ejemplos. Supongo que traés la yerba y los clavos.
—Los tengo en el bolsillo —dijo Talita—. Tirame la soga de una vez. Me pongo nerviosa, creeme.
—Es el frío —dijo Oliveira, revoleando la soga como un gaucho—. Ojo, no vayas a perder el equilibrio. Mejor te enlazo, así estamos seguros de que podés agarrar la soga.
«Es curioso», pensó viendo pasar la soga sobre su cabeza. «Todo se encadena perfectamente si a uno se le da realmente la gana. Lo único falso en esto es el análisis.»
—Ya estás llegando —anunció Traveler—. Ponete de manera de poder atar bien los dos tablones, que están un poco separados.
—Vos fijate lo bien que la enlacé —dijo Oliveira—. Ahí tenés, Manú, no me vas a negar que yo podría trabajar con ustedes en el circo.
—Me lastimaste la cara —se quejó Talita—. Es una soga llena de pinchos.
—Me pongo un sombrero tejano, salgo silbando y enlazo a todo el mundo —
propuso Oliveira entusiasmado—. Las tribunas me ovacionan, un éxito pocas veces visto en los anales circenses.
—Te estás insolando —dijo Traveler, encendiendo un cigarrillo—. Y ya te he dicho que no me llames Manú.
—No tengo fuerza —dijo Talita—. La soga es áspera, se agarra en ella misma.
—La ambivalencia de la soga —dijo Oliveira—. Su función natural saboteada por una misteriosa tendencia a la neutralización. Creo que a eso le llaman la entropía.
—Está bastante bien ajustado —dijo Talita—. ¿Le doy otra vuelta? Total hay un pedazo que cuelga.
—Sí, arrollala bien —dijo Traveler—. Me revientan las cosas que sobran y que cuelgan; es diabólico.
—Un perfeccionista —dijo Oliveira—. Ahora pasate a mi tablón para probar el puente.
Tengo miedo —dijo Talita—. Tu tablón parece menos sólido que el nuestro.
—¿Qué? —dijo Oliveira ofendido—. ¿Pero vos no te das cuenta que es un tablón de puro cedro? No vas a comparar con esa porquería de pino. Pasate tranquila al mío, nomás.
—¿Vos qué decís, Manú? —preguntó Talita, dándose vuelta.
Traveler, que iba a contestar, miró el punto donde se tocaban los dos tablones y la soga mal ajustada. A caballo sobre su tablón, sentía que le vibraba entre las piernas de una manera entre agradable y desagradable. Talita no tenía más que apoyarse sobre las manos, tomar un ligero impulso y entrar en la zona del tablón de Oliveira. Por supuesto el puente resistiría; estaba muy bien hecho.
—Mirá, esperá un momento —dijo Traveler, dubitativo—. ¿No le podés alcanzar el paquete desde ahí?
—Claro que no puede —dijo Oliveira, sorprendido—. ¿Qué idea se te ocurre?
Estás estropeando todo.
—Lo que se dice alcanzárselo, no puedo —admitió Talita—. Pero se lo puedo tirar, desde aquí es lo más fácil del mundo.
—Tirar —dijo Oliveira, resentido—. Tanto lío y al final hablan de tirarme el paquete.
—Si vos sacás el brazo estás a menos de cuarenta centímetros del paquete —
dijo Traveler—. No hay necesidad de que Talita vaya hasta allá. Te tira el paquete y chau.
—Va a errar el tiro, como todas las mujeres —dijo Oliveira— y la yerba se va a desparramar en los adoquines, para no hablar de los clavos.
—Podés estar tranquilo —dijo Talita, sacando presurosa el paquete—.
Aunque no te caiga en la mano lo mismo va a entrar por la ventana.
—Sí, y se va a reventar en el piso, que está sucio, y yo voy a tomar un mate asqueroso lleno de pelusas —dijo Oliveira.
—No le hagás caso —dijo Traveler—. Tirale nomás el paquete, y volvé.
Talita se dio vuelta y lo miró, dudando de que hablara en serio. Traveler la estaba mirando de una manera que conocía muy bien, y Talita sintió como una caricia que le corría por la espalda. Apretó con fuerza el paquete, calculó la distancia.
Oliveira había bajado los brazos y parecía indiferente a lo que Talita hiciera o no hiciera. Por encima de Talita miraba fijamente a Traveler, que lo miraba fijamente: «Estos dos han tendido otro puente entre ellos», pensó Talita. «Si me cayera a la calle ni se darían cuenta.» Miró los adoquines, vio a la chica de los mandados que la contemplaba con la boca abierta; dos cuadras más allá venía caminando una mujer que debía ser Gekrepten. Talita esperó, con el paquete apoyado en el puente.
—Ahí está —dijo Oliveira—. Tenía que suceder, a vos no te cambia nadie.
Llegás al borde de las cosas y uno piensa que por fin vas a entender, pero es inútil, che, empezás a darles la vuelta, a leerles las etiquetas. Te quedás en el prospecto, pibe.
—¿Y qué? —dijo Traveler—. ¿Por qué te tengo que hacer el juego, hermano?
—Los juegos se hacen solos, sos vos el que mete un palito para frenar la rueda.
—La rueda que vos fabricaste, si vamos a eso.
—No creo —dijo Oliveira—. Yo no hice más que suscitar las circunstancias, como dicen los entendidos. El juego había que jugarlo limpio.
—Frase de perdedor, viejito.
—Es fácil perder si el otro te carga —la taba.
—Sos grande —dijo Traveler—. Puro sentimiento gaucho. Talita sabía que de alguna manera estaban hablando de ella, y seguía mirando a la chica de los mandados inmóvil en la silla con la boca abierta. «Daría cualquier cosa por no oírlos discutir», pensó Talita. «Hablen de lo que hablen, en el fondo es siempre de mí, pero tampoco es eso, aunque es casi eso.» Se le ocurrió que sería divertido soltar el paquete de manera que le cayera en la boca a la chica de los mandados.
Pero no le hacía gracia, sentía el otro puente por encima, las palabras yendo y viniendo, las risas, los silencios calientes.
«Es como un juicio», pensó Talita. «Como una ceremonia.»
Reconoció a Gekrepten que llegaba a la otra esquina y empezaba a mirar hacia arriba. «¿Quién te juzga?», acababa de decir Oliveira. Pero no era a Traveler sino a ella que estaban juzgando. Un sentimiento, algo pegajoso como el sol en la nuca y en las piernas. Le iba a dar un ataque de insolación, a lo mejor eso sería la sentencia. «No creo que seas nadie para juzgarme», había dicho Manú. Pero no era a Manú sino a ella que estaban juzgando. Y a través de ella, vaya a saber qué, mientras la estúpida de Gekrepten revoleaba el brazo izquierdo y le hacía señas como si ella, por ejemplo, estuviera a punto de tener un ataque de insolación y fuera a caerse a la calle, condenada sin remedio.
—¿Por qué te balanceás así? —dijo Traveler, sujetando su tablón con las dos manos—. Che, lo estás haciendo vibrar demasiado. A ver si nos vamos todos al diablo.