Authors: Julio Cortazar
No me muevo —dijo miserablemente Talita—. Yo solamente quisiera tirarle el paquete y entrar otra vez en casa.
—Te está dando todo el sol en la cabeza, pobre —dijo Traveler— Realmente es una barbaridad, che.
—La culpa es tuya —dijo Oliveira rabioso—. No hay nadie en la Argentina capaz de armar quilombos como vos.
—La tenés conmigo —dijo Traveler objetivamente—. Apurate, Talita. Rajale el paquete por la cara y que nos deje de joder de una buena vez.
—Es un poco tarde —dijo Talita—. Ya no estoy tan segura de embocar la ventana.
—Te lo dije —murmuró Oliveira que murmuraba muy poco y sólo cuando estaba al borde de alguna barbaridad—. Ahí viene Gekrepten llena de paquetes.
Éramos pocos y parió la abuela.
—Tirale la yerba de cualquier manera —dijo Traveler, impaciente—. Vos no te aflijas si sale desviado.
Talita inclinó la cabeza y el pelo le chorreó por la frente, hasta la boca. Tenía que parpadear continuamente porque el sudor le entraba en los ojos. Sentía la lengua llena de sal y de algo que debían ser chispazos, astros diminutos corriendo y chocando con las encías y el paladar.
—Esperá —dijo Traveler.
—¿Me lo decís a mí? —preguntó Oliveira.
—No. Esperá, Talita. Tenete bien fuerte que te voy a alcanzar un sombrero.
—No te salgas del tablón —pidió Talita—. Me voy a caer a la calle.
—La enciclopedia y la cómoda lo sostienen perfectamente. Vos no te movás, que vuelvo en seguida.
Los tablones se inclinaron un poco hacia abajo, y Talita se agarró desesperadamente. Oliveira silbó con todas sus fuerzas como para detener a Traveler, pero ya no había nadie en la ventana.
—Qué animal —dijo Oliveira—. No te muevas, no respires siquiera. Es una cuestión de vida o muerte, creeme.
—Me doy cuenta —dijo Talita, con un hilo de voz—. Siempre ha sido así.
—Y para colmo Gekrepten está subiendo la escalera. Lo que nos va a escorchar, madre mía. No te muevas.
—No me muevo —dijo Talita—. Pero parecería que...
—Sí, pero apenas —dijo Oliveira—. Vos no te movás, es lo único que se puede hacer.
«Ya me han juzgado», pensó Talita. «Ahora no tengo más que caerme y ellos seguirán con el circo, con la vida.»
—¿Por qué llorás? —dijo Oliveira, interesado.
—Yo no lloro —dijo Talita—. Estoy sudando, solamente.
—Mirá —dijo Oliveira resentido—, yo seré muy bruto pero nunca me ha ocurrido confundir las lágrimas con la transpiración. Es completamente distinto.
—Yo no lloro —dijo Talita—. Casi nunca lloro, te juro. Lloran las gentes como Gekrepten, que está subiendo por la escalera llena de paquetes. Yo soy como el ave cisne, que canta cuando se muere —dijo Talita—. Estaba en un disco de Gardel.
Oliveira encendió un cigarrillo. Los tablones se habían equilibrado otra vez.
Aspiró satisfecho el humo.
—Mirá, hasta que vuelva ese idiota de Manú con el sombrero, lo que podemos hacer es jugara las preguntas-balanza.
—Dale —dijo Talita—. Justamente ayer preparé unas cuantas, para que sepas.
—Muy bien. Yo empiezo y cada uno hace una pregunta-balanza. La operación que consiste en depositar sobre un cuerpo sólido una capa de metal disuelto en un líquido, valiéndose de corrientes eléctricas, ¿no es una embarcación antigua, de vela latina, de unas cien toneladas de porte?
—Sí que es —dijo Talita, echándose el pelo hacia atrás—. Andar de aquí para allá, vagar, desviar el golpe de un arma, perfumar con algalia, y ajustar el pago del diezmo de los frutos en verde, ¿no equivale a cualquiera de los jugos vegetales destinados a la alimentación, como vino, aceite, etc.?
—Muy bueno —condescendió Oliveira—. Los jugos vegetales, como vino, aceite... Nunca se me había ocurrido pensar en el vino como en un jugo vegetal.
Es espléndido. Pero escuchá esto: Reverdecer, verdear el campo, enredarse el pelo, la lana, enzarzarse en una riña o contienda, envenenar el agua con verbasco u otra sustancia análoga para atontar a los peces y pescarlos, ¿no es el desenlace del poema dramático, especialmente cuando es doloroso?
—Qué lindo —dijo Talita, entusiasmada—. Es lindísimo, Horacio. Vos realmente le sacás el jugo al cementerio.
—El jugo vegetal —dijo Oliveira.
Se abrió la puerta de la pieza y Gekrepten entró respirando agitadamente.
Gekrepten era rubia teñida, hablaba con mucha facilidad, y ya no se sorprendía por un ropero tirado en una cama y un hombre a caballo en un tablón.
—Qué calor —dijo tirando los paquetes sobre una silla—. Es la peor hora para ir de compras, creeme. ¿Qué hacés ahí, Talita? Yo no sé por qué salgo siempre a la hora de la siesta.
—Bueno, bueno —dijo Oliveira, sin mirarla—. Ahora te toca a vos, Talita.
—No me acuerdo de ninguna otra.
—Pensá, no puede ser que no te acuerdes.
—Ah, es por el dentista —dijo Gekrepten—. Siempre me dan las horas peores para emplomar las muelas. ¿Te dije que hoy tenía que ir al dentista?
—Ahora me acuerdo de una —dijo Talita.
—Y mirá lo que me pasa —dijo Gekrepten—. Llego a lo del dentista, en la calle Warnes. Toco el timbre del consultorio y sale la mucama. Yo le digo:
«Buenas tardes.» Me dice: «Buenas tardes. Pase, por favor.» Yo paso, y me hace entrar en la sala de espera.
—Es así —dijo Talita—. El que tiene abultados los carrillos, o la fila de cubas amarradas que se conducen a modo de balsa, hacia un sitio poblado de carrizos: el almacén de artículos de primera necesidad, establecido para que se surtan de él determinadas personas con más economía que en las tiendas, y todo lo perteneciente o relativo a la égloga, ¿no es como aplicar el galvanismo a un animal vivo o muerto?
—Qué hermosura —dijo Oliveira deslumbrado—. Es sencillamente fenomenal.
—Me dice: «Siéntese un momento, por favor.» Yo me siento y espero.
—Todavía me queda una —dijo Oliveira—. Esperá, no me acuerdo muy bien.
—Había dos señoras y un señor con un chico. Los minutos parecía que no pasaban. Si te digo que me leí enteros tres números de
Idilio
. El chico lloraba, pobre criatura, y el padre, un nervioso... No quisiera mentir pero pasaron más de dos horas, desde las dos y media que llegué. Al final me tocó el turnó, y el dentista me dice: «Pase, señora»; yo paso, y me dice: «¿No le molestó mucho lo que le puse el otro día?» Yo le digo: «No, doctor, qué me va a molestar. Además que todo este tiempo mastiqué siempre de un solo lado.» Me dice: «Muy bien, es lo que hay que hacer. Siéntese, señora.» Yo me siento, y me dice: «Por favor, abra la boca.» Es muy amable, ese dentista.
—Ya está —dijo Oliveira—. Oí bien, Talita. ¿Por qué mirás para atrás?
—Para ver si vuelve Manú.
—Qué va a venir. Escuchá bien: la acción y efecto de contrapasar, o en los torneos y justas, hacer un jinete que su caballo dé con los pechos en los del caballo de su contrario, ¿no se parece mucho al fastigio, momento más grave e intenso de una enfermedad?
—Es raro —dijo Talita, pensando—. ¿Se dice así, en español?
—¿Qué cosa se dice así?
—Eso de hacer un jinete que su caballo dé con los pechos.
—En los torneos sí —dijo Oliveira—. Está en el cementerio, che.
—Fastigio —dijo Talita— es una palabra muy bonita. Lástima lo que quiere decir.
—Bah, lo mismo pasa con mortadela y tantas otras —dijo Oliveira—. Ya se ocupó de eso el abate Bremond, pero no hay nada que hacerle. Las palabras son como nosotros, nacen con una cara y no hay tu tía. Pensá en la cara que tenía Kant, decime un poco. O Bernardino Rivadavia, para no ir tan lejos.
—Me ha puesto una emplomadura de material plástico —dijo Gekrepten.
—Hace un calor terrible —dijo Talita—. Manú dijo que iba a traerme un sombrero.
—Qué va a traer, ése —dijo Oliveira.
—Si a vos te parece te tiro el paquete y me vuelvo a casa —dijo Talita.
Oliveira miró el puente, midió la ventana abriendo vagamente los brazos, y movió la cabeza.
—Quién sabe si lo vas a embocar —dijo—. Por otra parte me da no sé qué tenerte ahí con ese frío glacial. ¿No sentís que se te forman carámbanos en el pelo y las fosas nasales?
—No —dijo Talita—. ¿Los carámbanos vienen a ser cómo los fastigios?
—En cierto modo sí —dijo Oliveira—. Son dos cosas que se parecen desde sus diferencias, un poco como Manú y yo si te ponés a pensarlo. Reconocerás que el lío con Manú es que nos parecemos demasiado.
—Sí —dijo Talita—. Es bastante molesto a veces.
—Se fundió la manteca —dijo Gekrepten, untando una tajada de pan negro—.
La manteca, con el calor, es una lucha.
—La peor diferencia está en eso —dijo Oliveira—. La peor de las peores diferencias. Dos tipos con pelo negro, con cara de porteños farristas, con el mismo desprecio por casi las mismas cosas, y vos...
—Bueno, yo... —dijo Talita.
—No tenés por qué escabullirte —dijo Oliveira—. Es un hecho que vos te sumás de alguna manera a nosotros dos para aumentar el parecido, y por lo tanto la diferencia.
—A mí no me parece que me sume a los dos —dijo Talita.
—¿Qué sabés? ¿Qué podés saber, vos? Estás ahí en tu pieza, viviendo y cocinando y leyendo la enciclopedia autodidáctica, y de noche vas al circo, y entonces te parece que solamente estás ahí en donde estás. ¿Nunca te fijaste en los picaportes de las puertas, en los botones de metal, en los pedacitos de vidrio?
—Sí, a veces me fijo —dijo Talita.
—Si te fijaras bien verías que por todos lados, donde menos se sospecha, hay imágenes que copian todos tus movimientos. Yo soy muy sensible a esas idioteces, creeme.
—Vení, tomá la leche que ya se le formó nata —dijo Gekrepten—. ¿Por qué hablan siempre de cosas raras?
—Vos me estás dando demasiado importancia —dijo Talita.
—Oh, esas cosas no las decide uno —dijo Oliveira—. Hay todo un orden de cosas que uno no decide, y son siempre fastidiosas aunque no las más importantes. Te lo digo porque es un gran consuelo. Por ejemplo yo pensaba tomar mate. Ahora llega ésta y se pone a preparar café con leche sin que nadie se lo pida. Resultado: si no lo tomo, a la leche se le forma nata. No es importante, pero joroba un poco. ¿Te das cuenta de lo que estoy diciendo?
—Oh, sí —dijo Talita mirándolo en los ojos—. Es verdad que te parecés a Manú. Los dos saben hablar tan bien del café con leche y del mate, y uno acaba por darse cuenta de que el café con leche y el mate, en realidad...
—Exacto —dijo Oliveira—.
En realidad.
De modo que podemos volver a lo que decía antes. La diferencia entre Manú y yo es que somos casi iguales. En esa proporción, la diferencia es como un cataclismo inminente. ¿Somos amigos? Sí, claro, pero a mí no me sorprendería nada que... Fijate que desde que nos conocemos, te lo puedo decir porque vos ya lo sabés, no hacemos más que lastimarnos. A él no le gusta que yo sea como soy, apenas me pongo a enderezar unos clavos ya ves el lío que arma, y te embarca de paso a vos. Pero a él no le gusta que yo sea como soy porque en realidad muchas de las cosas que a mí se me ocurren, muchas de las cosas que hago, es como si se las escamoteara delante de las narices. Antes de que él las piense, zás, ya están. Bang, bang, se asoma a la ventana y yo estoy enderezando los clavos.
Talita miró hacia atrás, y vio la sombra de Traveler que escuchaba, escondido entre la cómoda y la ventana.
—Bueno, no tenés que exagerar —dijo Talita—. A vos no se te ocurrirían algunas cosas que se le ocurren a Manú.
—¿Por ejemplo?
—Se te enfría la leche —dijo Gekrepten quejumbrosa—. ¿Querés que te la ponga otro poco al fuego, amor?
—Hacé un flan para mañana —aconsejó Oliveira—. Vos seguí, Talita.
—No —dijo Talita, suspirando—. Para qué. Tengo tanto calor, y me parece que me estoy empezando a marear. Sintió la vibración del puente cuando Traveler lo cabalgó al borde de la ventana. Echándose de bruces sin pasar del nivel del antepecho, Traveler puso un sombrero de paja sobre el tablón. Con ayuda de un palo de plumero empezó a empujarlo centímetro a centímetro.
—Si se desvía apenas un poco —dijo Traveler— seguro que se cae a la calle y va a ser un lío bajar a buscarlo.
—Lo mejor sería que yo me volviera a casa —dijo Talita, mirando penosamente a Traveler.
—Pero primero le tenés que pasar la yerba a Oliveira —dijo Traveler.
—Ya no vale la pena —dijo Oliveira—. En todo caso que tire el paquete, da lo mismo.
Talita los miró alternativamente, y se quedó inmóvil.
—A vos es difícil entenderte —dijo Traveler—. Todo este trabajo y ahora resulta que mate más, mate menos, te da lo mismo.
—Ha transcurrido el minutero, hijo mío —dijo Oliveira—. Vos te movés en el continuo tiempo-espacio con una lentitud de gusano. Pensá en todo lo que ha acontecido desde que decidiste ir a buscar ese zarandeado jipijapa. El ciclo del mate se cerró sin consumarse, y entre tanto hizo aquí su llamativa entrada la siempre fiel Gekrepten, armada de utensilios culinarios. Estamos en el sector del café con leche, nada que hacerle.
—Vaya razones —dijo Traveler.
—No son razones, son mostraciones perfectamente objetivas. Vos tendés a moverte en el continuo, como dicen los físicos, mientras que yo soy sumamente sensible a la discontinuidad vertiginosa de la existencia. En este mismo momento el café con leche irrumpe, se instala, impera, se difunde, se reitera en cientos de miles de hogares. Los mates han sido lavados, guardados, abolidos. Una zona temporal de café con leche cubre este sector del continente americano. Pensá en todo lo que eso supone y acarrea. Madres diligentes que aleccionan a sus párvulos sobre la dietética láctea, reuniones infantiles en torno a la mesa de la antecocina, en cuya parte superior todas son sonrisas y en la inferior un diluvio de patadas y pellizcos. Decir café con leche a esta hora significa mutación, convergencia amable hacia el fin de la jornada, recuento de las buenas acciones, de las acciones al portador, situaciones transitorias, vagos proemios a lo que las seis de la tarde, hora terrible de llave en las puertas y carreras al ómnibus, concretará brutalmente. A este hora casi nadie hace el amor, eso es antes o después. A esta hora se piensa en la ducha (pero la tomaremos a las cinco) y la gente empieza a rumiar las posibilidades de la noche, es decir si van a ir a ver a Paulina Singerman o a Toco Tarántola (pero no estamos seguros, todavía hay tiempo). ¿Qué tiene ya que ver todo eso con la hora del mate? No te hablo del mate mal tomado, superpuesto al café con leche, sino al auténtico que yo quería, a la hora justa, en el momento de más frío. Y esas cosas me parece que no las comprendés lo suficiente.