Rayuela (21 page)

Read Rayuela Online

Authors: Julio Cortazar

BOOK: Rayuela
11.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Se salvó —dijo Etienne—. Hijo de puta, tiene más vidas que César Borgia. Eso sí, lo que es vomitar...

—Explicá, explicá —dijo Babs.

—Lavajes de estómago, enemas de no sé qué, pinchazos por todos lados, una cama con resortes para tenerlo cabeza abajo. Vomitó todo el menú del restaurante Orestias, donde parece que había almorzado. Una monstruosidad, hasta hojas de parra rellenas. ¿Ustedes se dan cuenta de cómo estoy empapado?

—Hay café caliente —dijo Ronald—, y una bebida que se llama caña y es inmunda.

Etienne bufó, puso el impermeable en un rincón y se arrimó a la estufa.

—¿Cómo sigue el niño, Lucía?

—Duerme —dijo la Maga—. Duerme muchísimo por suerte.

—Hablemos bajo —dijo Babs.

—A eso de las once de la noche recobró el conocimiento —explicó Etienne, con una especie de ternura—. Estaba hecho una porquería, eso sí. El médico me dejó acercar a la cama y Guy me reconoció. «Especie de cretino», le dije. «Andate al cuerno», me contestó. El médico me dijo al oído que era buena señal. En la sala había otros tipos, lo pasé bastante bien y eso que a mí los hospitales...

—¿Volviste a casa? —preguntó Babs—. ¿Tuviste que ir a la comisaría?

—No, ya está todo arreglado. De todos modos era más prudente que ustedes se quedaran aquí esta noche, si vieras la cara de la portera cuando lo bajaron a Guy...

—The lousy bastard —dijo Babs.

—Yo adopté un aire virtuoso, y al pasar a su lado alcé la mano y le dije: «Madame, la muerte es siempre respetable. Este joven se ha suicidado por penas de amor de Kreisler.» Se quedó dura, créanme, me miraba con unos ojos que parecían huevos duros. Y justo cuando la camilla cruzaba la puerta Guy se endereza, apoya una pálida mano en la mejilla como en los sarcófagos etruscos, y le larga a la portera un vómito verde justamente encima del felpudo. Los camilleros se torcían de risa, era algo increíble.

—Más café —pidió Ronald—. Y vos sentate aquí en el suelo que es la parte más caliente del aposento. Un café de los buenos para el pobre Etienne.

—No se ve nada —dijo Etienne—. ¿Y por qué me tengo que sentar en el suelo?

—Para acompañarnos a Horacio y a mí, que hacemos una especie de vela de armas —dijo Ronald.

—No seas idiota —dijo Oliveira.

—Haceme caso, sentate aquí y te enterarás de cosas que ni siquiera Wong sabe. Libros fulgurales, instancias mánticas. Justamente esta mañana yo me divertía tanto leyendo el
Bardo
. Los tibetanos son unas criaturas extraordinarias.

—¿Quién te ha iniciado? —preguntó Etienne desparramándose entre Oliveira y Ronald, y tragando de un sorbo el café—. Bebida —dijo Etienne, alargando imperativamente la mano hacia la Maga, que le puso la botella de caña entre los dedos—. Un asco —dijo Etienne, después de beber un trago—. Un producto argentino, supongo. Qué tierra, Dios mío.

—No te metás con mi patria —dijo Oliveira—. Parecés el viejo del piso de arriba.

—Wong me ha sometido a varios tests —explicaba Ronald—. Dice que tengo suficiente inteligencia como para empezar a destruirla ventajosamente. Hemos quedado en que leeré el
Bardo
con atención, y de ahí pasaremos a las fases fundamentales del budismo... ¿Habrá realmente un cuerpo sutil, Horacio? Parece que cuando uno se muere... Una especie de cuerpo mental, comprendés.

Pero Horacio estaba hablándole al oído a Etienne, que gruñía y se agitaba oliendo a calle mojada, a hospital y a guiso de repollo. Babs le explicaba a Gregorovius, perdido en una especie de indiferencia, los vicios incontables de la portera. Atascado de reciente erudición, Ronald necesitaba explicarle a alguien el
Bardo
, y se las tomó con la Maga que se dibujaba frente a él como un Henry Moore en la oscuridad, una giganta vista desde el suelo, primero las rodillas a punto de romper la masa negra de la falda, después un torso que subía hacia el cielo raso, por encima una masa de pelo todavía más negro que la oscuridad, y en toda esa sombra entre sombras la luz de la lámpara en el suelo hacía brillar los ojos de la Maga metida en el sillón y luchando de tiempo en tiempo para no resbalar y caerse al suelo por culpa de la patas delanteras más cortas del sillón.

—Jodido asunto —dijo Etienne, echándose otro trago.

—Te podés ir, si querés —dijo Oliveira— pero no creo que pase nada serio, en este barrio ocurren cosas así a cada rato.

—Me quedo —dijo Etienne—. Esta bebida, ¿cómo dijiste que se llamaba?, no está tan mal. Huele a fruta.

—Wong dice que Jung estaba entusiasmado con el
Bardo
—dijo Ronald—. Se comprende, y los existencialistas también deberían leerlo a fondo. Mirá, a la hora del juicio del muerto, el Rey lo enfrenta con un espejo, pero ese espejo es el Karma. La suma de los actos del muerto, te das cuenta. Y el muerto ve reflejarse todas sus acciones, lo bueno y lo malo, pero el reflejo no corresponde a ninguna realidad sino que es la proyección de imágenes mentales... Como para que el viejo Jung no se haya quedado estupefacto, decime un poco. El Rey de los muertos mira el espejo, pero lo que está haciendo en realidad es mirar en tu memoria. ¿Se puede imaginar una mejor descripción del psicoanálisis? Y hay algo todavía más extraordinario, querida, y es que el juicio que pronuncia el Rey no es su juicio sino el tuyo. Vos mismo te juzgás sin saberlo. ¿No te parece que en realidad Sartre tendría que irse a vivir a Lhasa?

—Es increíble —dijo la Maga—. Pero ese libro, ¿es de filosofía?

—Es un libro para muertos —dijo Oliveira.

Se quedaron callados, oyendo llover. Gregorovius sintió lástima por la Maga que parecía esperar una explicación y ya no se animaba a preguntar más.

—Los lamas hacen ciertas revelaciones a los moribundos —le dijo—. Para guiarlos en el más allá, para ayudarlos a salvarse. Por ejemplo...

Etienne había apoyado el hombro contra el de Oliveira. Ronald, sentado a lo sastre, canturreaba
Big Lip Blues
pensando en Jelly Roll que era su muerto preferido. Oliveira encendió un Gauloise y como en un La Tour el fuego tiñó por un segundo las caras de los amigos, arrancó de la sombra a Gregorovius conectando el murmullo de su voz con unos labios que se movían, instaló brutalmente a la Maga en el sillón, en su cara siempre ávida a la hora de la ignorancia y las explicaciones, bañó blandamente a Babs la plácida, a Ronald el músico perdido en sus improvisaciones plañideras. Entonces se oyó un golpe en el cielo raso justo cuando se apagaba el fósforo.

«
Il faut tenter de vivre
», se acordó Oliveira. «Pourquoi?».

El verso había saltado de la memoria como las caras bajo la luz del fósforo, instantáneo y probablemente gratuito. El hombro de Etienne le daba calor, le transmitía una presencia engañosa, una cercanía que la muerte, ese fósforo que se apaga, iba a aniquilar como ahora las caras, las formas, como el silencio se cerraba otra vez en torno al golpe allá arriba.

—Y así es —terminaba Gregorovius, sentencioso— que el
Bardo
nos devuelve a la vida, a la necesidad de una vida pura, precisamente cuando ya no hay escapatoria y estamos clavados en una cama, con un cáncer por almohada.

—Ah —dijo la Maga, suspirando. Había entendido bastante algunas piezas del puzzle: se iban poniendo en su sitio aunque nunca sería como la perfección del calidoscopio donde cada cristal, cada ramita, cada grano de arena se proponían perfectos, simétricos, aburridísimos pero sin problemas.

—Dicotomías occidentales —dijo Oliveira—. Vida y muerte, más acá y más allá. No es eso lo que enseña tu
Bardo
, Ossip, aunque personalmente no tengo la más remota idea de lo que enseña tu
Bardo
. De todos modos será algo más plástico, menos categorizado.

—Mirá —dijo Etienne, que se sentía maravillosamente bien aunque en las tripas le anduvieran las noticias de Oliveira como cangrejos, y nada de eso fuera contradictorio—. Mirá, argentino de mis pelotas, el Oriente no es tan otra cosa como pretenden los orientalistas. Apenas te metés un poco en serio en sus textos empezás a sentir lo de siempre, la inexplicable tentación de suicidio de la inteligencia por vía de la inteligencia misma. El alacrán clavándose el aguijón, harto de ser un alacrán pero necesitado de alacranidad para acabar con el alacrán. En Madrás o en Heidelberg, el fondo de la cuestión es el mismo: hay una especie de equivocación inefable al principio de los principios, de donde resulta este fenómeno que les está hablando en este momento y ustedes que lo están escuchando. Toda tentativa de explicarlo fracasa por una razón que cualquiera comprende, y es que para definir y entender habría que estar fuera de lo definido y lo entendible. Ergo, Madrás y Heidelberg se consuelan fabricando posiciones, algunas con base discursiva, otras con base intuitiva, aunque entre discursos e intuición las diferencias estén lejos de ser claras como sabe cualquier bachiller. Y así ocurre que el hombre solamente parece seguro en aquellos terrenos que no lo tocan a fondo: cuando juega, cuando conquista, cuando arma sus diversos caparazones históricos a base de ethos, cuando delega el misterio central a cura de cualquier revelación. Y por encima y por debajo, la curiosa noción de que la herramienta principal, el logos que nos arranca vertiginosamente a la escala zoológica, es una estafa perfecta. Y el corolario inevitable, el refugio en lo infuso y el balbuceo, la noche oscura del alma, las entrevisiones estéticas y metafísicas. Madrás y Heidelberg son diferentes dosajes de la misma receta, a veces prima el Yin y a veces el Yang, pero en las dos puntas del sube y baja hay dos homo sapiens igualmente inexplicados, dando grandes patadas en el suelo para remontarse el uno a expensas del otro.

—Es raro —dijo Ronald—. De todos modos sería estúpido negar una realidad, aunque no sepamos qué es. El eje del sube y baja, digamos. ¿Cómo puede ser que ese eje no haya servido todavía para entender lo que pasa en las puntas? Desde el hombre de Neanderthal...

—Estás usando palabras —dijo Oliveira, apoyándose mejor en Etienne—. Les encanta que uno las saque del ropero y las haga dar vueltas por la pieza. Realidad, hombre de Neanderthal, miralas cómo juegan, cómo se nos meten por las orejas y se tiran por los toboganes.

—Es cierto —dijo hoscamente Etienne —. Por eso prefiero mis pigmentos, estoy más seguro.

—¿Seguro de qué?

—De su efecto.

—En todo caso de su efecto en vos, pero no en la portera de Ronald. Tus colores no son más seguros que mis palabras, viejo.

—Por lo menos mis colores no pretenden explicar nada.

—¿Y vos te conformás con que no haya una explicación?

—No —dijo Etienne—, pero al mismo tiempo hago cosas que me quitan un poco el mal gusto del vacío. Y ésa es en el fondo la mejor definición del homo sapiens

—No es una definición sino un consuelo —dijo Gregorovius, suspirando—.

En realidad nosotros somos como las comedias cuando uno llega al teatro en el segundo acto. Todo es muy bonito pero no se entiende nada. Los actores hablan y actúan no se sabe por qué, a causa de qué. Proyectamos en ellos nuestra propia ignorancia, y nos parecen unos locos que entran y salen muy decididos. Ya lo dijo Shakespeare, por lo demás, y si no lo dijo era su deber decirlo.

—Yo creo que lo dijo —dijo la Maga.

—Sí que lo dijo —dijo Babs.

—Ya ves —dijo la Maga.

—También habló de las palabras —dijo Gregorovius—, y Horacio no hace más que plantear el problema en su forma dialéctica, por decirlo así. A la manera de un Wittgenstein, a quien admiro mucho.

—No lo conozco —dijo Ronald—, pero ustedes estarán de acuerdo en que el problema de la realidad no se enfrenta con suspiros.

—Quién sabe —dijo Gregorovius—. Quién sabe, Ronald.

—Vamos, deja la poesía para otra vez. De acuerdo en que no hay que fiarse de las palabras, pero en realidad las palabras vienen después de esto otro, de que unos cuantos estemos aquí esta noche, sentados alrededor de una lamparita.

—Hablá más bajo —pidió la Maga.

—Sin palabra alguna yo siento, yo sé que estoy aquí —insistió Ronald—. A eso le llamó la realidad. Aunque no sea más que eso.

—Perfecto —dijo Oliveira—. Sólo que esta realidad no es ninguna garantía para vos o para nadie, salvo que la transformes en concepto, y de ahí en convención, en esquema útil. El solo hecho de que vos estés a mi izquierda y yo a tu derecha hace de la realidad por lo menos dos realidades, y conste que no quiero ir a lo profundo y señalarte que vos y yo somos dos entes absolutamente incomunicados entre sí salvo por medio de los sentidos y la palabra, cosas de las que hay que desconfiar si uno es serio.

—Los dos estamos aquí —insistió Ronald—. A la derecha o a la izquierda, poco importa. Los dos estamos viendo a Babs, todos oyen lo que estoy diciendo.

—Pero esos ejemplos son para chicos de pantalón corto, hijo mío —se lamento Gregorovius, Horacio tiene razón, no podés aceptar así nomás eso que creés la realidad. Lo más que podés decir es que sos, eso no se puede negar sin escándalo evidente. Lo que falla es el ergo, y lo que sigue al ergo, es notorio.

—No le hagás una cuestión de escuelas —dijo Oliveira—. Quedémonos en una charla de aficionados, que es lo que somos. Quedémonos en esto que Ronald llama conmovedoramente la realidad, y que cree una sola. ¿Seguís creyendo que es una sola, Ronald?

—Sí. Te concedo que mi manera de sentirla o de entenderla es diferente de la de Babs, y que la realidad de Babs difiere de la de Ossip y así sucesivamente.

Pero es como las distintas opiniones sobre la Gioconda o sobre la ensalada de escarola. La realidad está ahí y nosotros en ella, entendiéndola a nuestra manera pero en ella.

—Lo único que cuenta es eso de entenderla a nuestra manera —dijo Oliveira—. Vos creés que hay una realidad postulable porque vos y yo estamos hablando en este cuarto y en esta noche, y porque vos y yo sabemos que dentro de una hora o algo así va a suceder aquí una cosa determinada. Todo eso te da una gran seguridad ontológica, me parece; te sentís bien seguro en vos mismo, bien plantado en vos mismo y en esto que te rodea. Pero si al mismo tiempo pudieras asistir a esa realidad desde mí, o desde Babs, si te fuera dada una ubicuidad, entendés, y pudieras estar ahora mismo en esta misma pieza desde donde estoy yo y con todo lo que soy y lo que he sido yo, y con todo lo que es y lo que ha sido Babs, comprenderías tal vez que tu egocentrismo barato no te da ninguna realidad válida. Te da solamente una creencia fundada en el terror, una necesidad de afirmar lo que te rodea para no caerte dentro del embudo y salir por el otro lado vaya a saber adónde.

Other books

Prince of Passion by Donna Grant
The Last Witness by John Matthews
Slave by Sherri Hayes
Infinity House by Shane McKenzie
Viking Treasure by Griff Hosker
Mrs, Presumed Dead by Simon Brett
King City by Lee Goldberg
The Doctor Wore Spurs by Leanne Banks