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Authors: Julio Cortazar

Rayuela (22 page)

BOOK: Rayuela
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—Somos muy, diferentes —dijo Ronald—, lo sé muy bien. Pero nos encontramos en algunos puntos exteriores a nosotros mismos. Vos y yo miramos esa lámpara, a lo mejor no vemos la misma cosa, pero tampoco podemos estar seguros de que no vemos la misma cosa. Hay una lámpara ahí, qué diablos.

—No grites —dijo la Maga—. Les voy a hacer más café.

—Se tiene la impresión —dijo Oliveira— de estar caminando sobre viejas huellas. Escolares nimios, rehacemos argumentos polvorientos y nada interesantes. Y todo eso, Ronald querido, porque hablamos dialécticamente. Decimos: vos, yo, la lámpara, la realidad. Da un paso atrás, por favor. Animate, no cuesta tanto. Las palabras desaparecen. Esa lámpara es un estímulo sensorial, nada más. Ahora da otro paso atrás. Lo que llamás tu vista y ese estímulo sensorial se vuelven una relación inexplicable, porque para explicarla habría que dar de nuevo un paso adelante y se iría todo al diablo.

—Pero esos pasos atrás son como desandar el camino de la especie —protestó Gregorovius.

—Sí —dijo Oliveira—. Y ahí está el gran problema, saber si lo que llamás la especie ha caminado hacia adelante o si, como le parecía a Klages, creo, en un momento dado agarró por una vía falsa.

—Sin lenguaje no hay hombre. Sin historia no hay hombre.

—Sin crimen no hay asesino. Nada te prueba que el hombre no hubiera podido ser diferente.

—No nos ha ido tan mal —dijo Ronald.

—¿Qué punto de comparación tenés para creer que nos ha ido bien? ¿Por qué hemos tenido que inventar el Edén, vivir sumidos en la nostalgia del paraíso perdido, fabricar utopías, proponernos un futuro? Si una lombriz pudiera pensar, pensaría que no le ha ido tan mal. El hombre se agarra de la ciencia como de eso que llaman un áncora de salvación y que jamás he sabido bien lo que es. La razón segrega a través del lenguaje una arquitectura satisfactoria, como la preciosa, rítmica composición de los cuadros renacentistas, y nos planta en el centro. A pesar de toda su curiosidad y su insatisfacción, la ciencia, es decir la razón, empieza por tranquilizarnos. «Estás aquí, en esta pieza, con tus amigos, frente a esa lámpara. No te asustes, todo va muy bien. Ahora veamos: ¿Cuál será la naturaleza de ese fenómeno luminoso? ¿Te has enterado de lo que es el uranio enriquecido? ¿Te gustan los isótopos, sabías que ya transmutamos el plomo en oro?» Todo muy incitante, muy vertiginoso, pero siempre a partir del sillón donde estamos cómodamente sentados.

—Yo estoy en el suelo —dijo Ronald— y nada cómodo para decirte la verdad. Escuchá, Horacio: negar esta realidad no tiene sentido. Está aquí, la estamos compartiendo. La noche transcurre para los dos, afuera está lloviendo para los dos. Qué sé yo lo que es la noche, el tiempo y la lluvia, pero están ahí y fuera de mí, son cosas que me pasan, no hay nada que hacerle.

—Pero claro —dijo Oliveira—. Nadie lo niega, che. Lo que no entendemos es por qué eso tiene que suceder así, por qué nosotros estamos aquí y afuera está lloviendo. Lo absurdo no son las cosas, lo absurdo es que las cosas estén ahí y las sintamos como absurdas. A mí se me escapa la relación que hay entre yo y esto que me está pasando en este momento. No te niego que me esté pasando. Vaya si me pasa. Y eso es lo absurdo.

—No está muy claro —dijo Etienne.

—No puede estar claro, si lo estuviera sería falso, sería científicamente verdadero quizá, pero falso como absoluto. La claridad es una exigencia intelectual y nada más. Ojalá pudiéramos saber claro, entender claro al margen de la ciencia y la razón. Y cuando digo «ojalá», andá a saber si no estoy diciendo una idiotez. Probablemente la única áncora de salvación sea la ciencia, el uranio 235, esas cosas. Pero además hay que vivir.

—Sí —dijo la Maga, sirviendo café—. Además hay que vivir.

—Comprendé, Ronald —dijo Oliveira apretándole una rodilla—. Vos sos mucho más que tu inteligencia, es sabido. Esta noche, por ejemplo, esto que nos está pasando ahora, aquí, es como uno de esos cuadros de Rembrandt donde apenas brilla un poco de luz en un rincón, y no es una luz física, no es eso que tranquilamente llamás y situás como lámpara, con sus vatios y sus bujías. Lo absurdo es creer que podemos aprehender la totalidad de lo que nos constituye en este momento, o en cualquier momento, e intuirlo como algo coherente, algo aceptable si querés. Cada vez que entramos en una crisis es el absurdo total, comprendé que la dialéctica sólo puede ordenar los armarios en los momentos de calma. Sabés muy bien que en el punto culminante de una crisis procedemos siempre por impulso, al revés de lo previsible, haciendo la barbaridad más inesperada. Y en ese momento precisamente se podía decir que había como una saturación de realidad, ¿no te parece? La realidad se precipita, se muestra con toda su fuerza, y justamente entonces nuestra única manera de enfrentarla consiste en renunciar a la dialéctica, es la hora en que le pegamos un tiro a un tipo, que saltamos por la borda, que nos tomamos un tubo de gardenal como Guy, que le soltamos la cadena al perro, piedra libre para cualquier cosa. La razón sólo nos sirve para disecar la realidad en calma, o analizar sus futuras tormentas, nunca para resolver una crisis instantánea. Pero esas crisis son como mostraciones metafísicas, che, un estado que quizá, si no hubiéramos agarrado por la vía de la razón, sería el estado natural y corriente del pitecantropo erecto.

—Está muy caliente, tené cuidado —dijo la Maga.

—Y esas crisis que la mayoría de la gente considera como escandalosas, como absurdas, yo personalmente tengo la impresión de que sirven para mostrar el verdadero absurdo, el de un mundo ordenado y en calma, con una pieza donde diversos tipos toman café a las dos de la mañana, sin que realmente nada de eso tenga el menor sentido como no sea el hedónico, lo bien que estamos al lado de esta estufita que tira tan meritoriamente. Los milagros nunca me han parecido absurdos; lo absurdo es lo que los precede y los sigue.

—Y sin embargo —dijo Gregorovius, desperezándose—
il faut tenter de vivre
.

«Voilà», pensó Oliveira. «Otra prueba que me guardaré de mencionar. De millones de versos posibles, elige el que yo había pensado hace diez minutos. Lo que la gente llama casualidad.

—Bueno —dijo Etienne con voz soñolienta—, no es que haya que intentar vivir, puesto que la vida nos es fatalmente dada. Hace rato que mucha gente sospecha que la vida y los seres vivientes son dos cosas aparte. La vida se vive a sí misma, nos guste o no. Guy ha tratado hoy de dar un mentís a esta teoría, pero estadísticamente hablando es incontrovertible. Que lo digan los campos de concentración y las torturas. Probablemente de todos nuestros sentimientos el único que no es verdaderamente nuestro es la esperanza. La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose. Etcétera. Y con esto yo me iría a dormir, porque los líos de Guy me han hecho polvo. Ronald, tenés que venir al taller mañana por la mañana, acabé una naturaleza muerta que te va a dejar como loco.

—Horacio no me ha convencido —dijo Ronald—. Estoy de acuerdo en que mucho de lo que me rodea es absurdo, pero probablemente damos ese nombre a lo que no comprendemos todavía. Ya se sabrá alguna vez.

—Optimismo encantador —dijo Oliveira—. También podríamos poner el optimismo en la cuenta de la vida pura. Lo que hace tu fuerza es que para vos no hay futuro, como es lógico en la mayoría de los agnósticos. Siempre estás vivo, siempre estás en presente, todo se te ordena satisfactoriamente como en una tabla de Van Eyck. Pero si te pasara esa cosa horrible que es no tener fe y al mismo tiempo proyectarse hacia la muerte, hacia el escándalo de los escándalos, se te empañaría bastante el espejo.

—Vamos, Ronald —dijo Babs—. Es muy tarde, tengo sueño.

—Esperá, esperá. Estaba pensando en la muerte de mi padre, sí, algo de lo que decís es cierto. Esa pieza nunca la pude ajustar en el rompecabezas, era algo tan inexplicable. Un hombre joven y feliz, en Alabama. Andaba por la calle y se le cayó un árbol en la espalda. Yo tenía quince años, me fueron a buscar al colegio. Pero hay tantas otras cosas absurdas, Horacio, tantas muertes o errores... No es una cuestión de número, supongo. No es un absurdo total como creés vos.

—El absurdo es que no parezca un absurdo —dijo sibilinamente Oliveira—. El absurdo es que salgas por la mañana a la puerta y encuentres la botella de leche en el umbral y te quedes tan tranquilo porque ayer te pasó lo mismo y mañana te volverá a pasar. Es ese estancamiento, ese así sea, esa sospechosa carencia de excepciones. Yo no sé, che, habría que intentar otro camino.

—¿Renunciando a la inteligencia? —dijo Gregorovius, desconfiado.

—No sé, tal vez. Empleándola de otra manera. ¿Estará bien probado que los principios lógicos son carne y uña con nuestra inteligencia? Si hay pueblos capaces de sobrevivir dentro de un orden mágico... Cierto que los pobres comen gusanos crudos, pero también eso es una cuestión de valores.

—Los gusanos, qué asco —dijo Babs—. Ronald, querido, es tan tarde.

—En el fondo —dijo Ronald— lo que a vos te molesta es la legalidad en todas sus formas. En cuanto una cosa empieza a funcionar bien te sentís encarcelado. Pero todos nosotros somos un poco así, una banda de lo que llaman fracasados porque no tenemos una carrera hecha, títulos y el resto. Por eso estamos en París, hermano, y tu famoso absurdo se reduce al fin y al cabo a una especie de vago ideal anárquico que no alcanzás a concretar.

—Tenés tanta, tanta razón —dijo Oliveira—. Con lo bueno que sería irse a la calle y pegar carteles a favor de Argelia libre. Con todo lo que queda por hacer en la lucha social.

—La acción puede servir para darle un sentido a tu vida —dijo Ronald—. Ya lo habrás leído en Malraux, supongo.

—Editions N.R.F. —dijo Oliveira.

—En cambio te quedás masturbándote como un mono, dándole vueltas a los falsos problemas, esperando no sé qué. Si todo esto es absurdo hay que hacer algo para cambiarlo.

—Tus frases me suenan —dijo Oliveira—. Apenas creés que la discusión se orienta hacia algo que considerás más concreto, como tu famosa acción, te llenás de elocuencia. No te querés dar cuenta de que la acción, lo mismo que la inacción, hay que merecerlas. ¿Cómo actuar sin una actitud central previa, una especie de aquiescencia a lo que creemos bueno y verdadero? Tus nociones sobre la verdad y la bondad son puramente históricas, se fundan en una ética heredada. Pero la historia y la ética me parecen a mí altamente dudosas.

—Alguna vez —dijo Etienne, enderezándose— me gustaría oírte discurrir con más detalle sobre eso que llamás la actitud central. A lo mejor en el mismísimo centro hay un perfecto hueco.

—No te creas que no lo he pensado —dijo Oliveira—. Pero hasta por razones estéticas, que estás muy capacitado para apreciar, admitirás que entre situarse en un centro y andar revoloteando por la periferia hay una diferencia cualitativa que da que pensar.

—Horacio —dijo Gregorovius— está haciendo gran uso de esas palabras que hace un rato nos había desaconsejado enfáticamente. Es un hombre al que no hay que pedirle discursos sino otras cosas, cosas brumosas e inexplicables como sueños, coincidencias, revelaciones, y sobre todo humor negro.

—El tipo de arriba golpeó otra vez —dijo Babs.

—No, es la lluvia —dijo la Maga—. Ya es hora de darle el remedio a Rocamadour.

—Todavía tenés tiempo —dijo Babs agachándose presurosa hasta pegar el reloj pulsera contra la lámpara—. Las tres menos diez. Vámonos, Ronald, es tan tarde.

—Nos iremos a las tres y cinco —dijo Ronald.

—¿Por qué a las tres y cinco? —preguntó la Maga.

—Porque el primer cuarto de hora es siempre fasto —explicó Gregorovius.

—Dame otro trago de caña —pidió Etienne—. Merde, ya no queda nada.

Oliveira apagó el cigarrillo. «La vela de armas», pensó agradecido. «Son amigos de verdad, hasta Ossip, pobre diablo. Ahora tendremos para un cuarto de hora de reacciones en cadena que nadie podrá evitar, nadie, ni siquiera pensando que el año que viene, a esta misma hora, el más preciso y detallado de los recuerdos no será capaz de alterar la producción de adrenalina o de saliva, el sudor en la palma de las manos... Estas son las pruebas que Ronald no querrá entender nunca. ¿Qué he hecho esta noche? Ligeramente monstruoso, a priori. Quizá se podría haber ensayado el balón de oxígeno, algo así. Idiota, en realidad, le hubiéramos prolongado la vida a lo monsieur Valdemar.»

—Habría que prepararla —le dijo Ronald al oído.

—No digas pavadas, por favor. ¿No sentís que ya está preparada, que el olor flota en el aire?

—Ahora se ponen a hablar tan bajo —dijo la Maga— justo cuando ya no hace falta.

«Tu parles», pensó Oliveira.

—¿El olor? —murmuraba Ronald—. Yo no siento ningún olor.

—Bueno, ya van a ser las tres —dijo Etienne sacudiéndose como si tuviera frío—. Ronald, haré un esfuerzo, Horacio no será un genio pero es fácil sentir lo que está queriendo decirte. Lo único que podemos hacer es quedarnos un poco más y aguantar lo que venga. Y vos, Horacio, ahora que me acuerdo, eso que dijiste hoy del cuadro de Rembrandt estaba bastante bien. Hay una metapintura como hay una metamúsica, y el viejo metía los brazos hasta el codo en lo que hacía. Sólo los ciegos de lógica y de buenas costumbres pueden pararse delante de un Rembrandt y no sentir que ahí hay una ventana a otra cosa, un signo. Muy peligroso para la pintura, pero en cambio...

—La pintura es un género como tantos otros —dijo Oliveira—. No hay que protegerla demasiado en cuanto género. Por lo demás, por cada Rembrandt hay cien pintores a secas, de modo que la pintura está perfectamente a salvo.

—Por suerte —dijo Etienne.

—Por suerte —aceptó Oliveira—. Por suerte todo va muy bien en el mejor de los mundos posibles. Encendé la luz grande, Babs, es la llave que tenés detrás de tu silla.

—Dónde habrá una cuchara limpia — dijo la Maga, levantándose.

Con un esfuerzo que le pareció repugnante, Oliveira se contuvo para no mirar hacia el fondo del cuarto. La Maga se frotaba los ojos encandilada y Babs, Ossip y los otros miraban disimuladamente, volvían la cabeza y miraban otra vez. Babs había iniciado el gesto de tomar a la Maga por un brazo, pero algo en la cara de Ronald la detuvo. Lentamente Etienne se enderezó, estirándose los pantalones todavía húmedos. Ossip se desencajaba del sillón, hablaba de encontrar su impermeable. «Ahora deberían golpear en el techo», pensó Oliveira cerrando los ojos. «Varios golpes seguidos, y después otros tres, solemnes. Pero todo es al revés, en lugar de apagar las luces las encendemos, el escenario está de este lado, no hay remedio.» Se levantó a su vez, sintiendo los huesos, la caminata de todo el día, las cosas de todo ese día. La Maga había encontrado la cuchara sobre la repisa de la chimenea, detrás de una pila de discos y de libros. Empezó a limpiarla con el borde del vestido, la escudriñó bajo la lámpara. «Ahora va a echar el remedio en la cuchara, y después perderá la mitad hasta llegar al borde de la cama», se dijo Oliveira apoyándose en la pared. Todos estaban tan callados que la Maga los miró como extrañada, pero le daba trabajo destapar el frasco, Babs quería ayudarla, sostenerle la cuchara, y a la vez tenía la cara crispada como si lo que la Maga estaba haciendo fuese un horror indecible, hasta que la Maga volcó el líquido en la cuchara y puso de cualquier manera el frasco en el borde de la mesa donde apenas cabía entre los cuadernos y los papeles, y sosteniendo la cuchara como Blondin la pértiga, como un ángel al santo que se cae a un precipicio, empezó a caminar arrastrando las zapatillas y se fue acercando a la cama, flanqueada por Babs que hacía muecas y se contenía para mirar y no mirar y después mirar a Ronald y a los otros que se acercaban a su espalda, Oliveira cerrando la marcha con el cigarrillo apagado en la boca.

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