Authors: Julio Cortazar
La información contenida en la molécula de proteína se convierte, según Hyden, en el impulso que la neurona envía a sus vecinos.
Las funciones superiores del cerebro —la memoria y la facultad de razonar— se explican, para Hyden, por la forma particular de las moléculas de proteínas que corresponde a cada clase de excitación.
Cada neurona del cerebro contiene millones de moléculas de ácidos ribonucleicos diferentes, que se distinguen por la disposición de sus elementos constituyentes simples. Cada molécula particular de ácido ribonucleico (RNA) corresponde a una proteína bien definida, a la manera como una llave se adapta exactamente a una cerradura. Los ácidos nucleicos dictan a la neurona la forma de la molécula de proteína que va a formar. Esas moléculas son, según los investigadores suecos, la traducción química de los pensamientos.
La memoria correspondería, pues, a la ordenación de las moléculas de ácidos nucleicos en el cerebro, que desempeñan el papel de las tarjetas perforadas en las computadoras modernas. Por ejemplo, el impulso que corresponde a la nota »mi» captada por el oído, se desliza rápidamente de una neurona a otra hasta alcanzar a todas aquellas que contienen las moléculas de ácido RNA correspondiente a esta excitación particular. Las células fabrican de inmediato moléculas de la proteína correspondiente regida por este ácido, y realizamos la audición de dicha nota.
La riqueza, la variedad del pensamiento se explican por el hecho de que un cerebro medio contiene unos diez mil millones de neuronas, cada una de las cuales encierra varios millones de moléculas de distintos ácidos nucleicos: el número de combinaciones posible es astronómico. Esta teoría tiene, por otra parte, la ventaja de explicar por qué en el cerebro no se han podido descubrir zonas netamente definidas y particulares de cada una de las funciones cerebrales superiores; como cada neurona dispone de varios ácidos nucleicos, puede participar en procesos mentales diferentes y evocar pensamientos y recuerdos diversos.
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Nota de Wong (con lápiz): »Metáfora elegida deliberadamente para insinuar la dirección a que apunta.»
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—No te muevas —dijo Talita—. Parecería que en vez de una compresa fría te estuviera echando vitriolo.
—Tiene como una especie de electricidad —dijo Oliveira.
—No digas pavadas.
—Veo toda clase de fosforescencias, parece una de Norman McLaren.
—Levantá un momento la cabeza, la almohada es demasiado baja, te la voy a cambiar.
—Mejor sería que dejaras tranquila la almohada y me cambiaras la cabeza —
dijo Oliveira— La cirugía está en pañales, hay que admitirlo.
Una de las veces en que se encontraron en el barrio latino, Pola estaba mirando la vereda y medio mundo miraba la vereda. Hubo que pararse y contemplar a Napoleón de perfil, al lado una excelente reproducción de Chartres, y un poco más lejos una yegua con su potrillo en un campo verde. Los autores eran dos muchachos rubios y una chica indochina. La caja de tizas estaba llena de monedas de diez y veinte francos. De cuando en cuando uno de los artistas se agachaba para perfeccionar algún detalle, y era fácil advertir que en ese momento aumentaba el número de dádivas.
—Aplican el sistema Penélope, pero sin destejer antes —dijo Oliveira—. Esa señora, por ejemplo, no aflojó los cordones de la faltriquera hasta que la pequeña Tsong Tsong se tiró al suelo para retocar a la rubia de ojos azules. El trabajo los emociona, es un hecho.
—¿Se llama Tsong Tsong? —preguntó Pola.
—Qué sé yo. Tiene lindos tobillos.
—Tanto trabajo y esta noche vendrán los barrenderos y se acabó.
—Justamente ahí está lo bueno. De las tizas de colores como figura escatológica, tema de tesis. Si las barredoras municipales no acabaran con todo eso al amanecer, Tsong Tsong vendría en persona con un balde de agua. Sólo termina de veras lo que recomienza cada mañana. La gente echa monedas sin saber que la están estafando, porque en realidad estos cuadros no se han borrado nunca. Cambian de vereda o de color, pero ya están hechos en una mano, una caja de tizas, un astuto sistema de movimientos. En rigor, si uno de estos muchachos se pasara la mañana agitando los brazos en el aire, merecería diez francos con el mismo derecho que cuando dibuja a Napoleón. Pero necesitamos pruebas. Ahí están. Echales veinte francos, no seas tacaña.
—Ya les di antes que llegaras.
—Admirable. En el fondo esas monedas las ponemos en la boca de los muertos, el óbolo propiciatorio. Homenaje a lo efímero, a que esa catedral sea un simulacro de tiza que un chorro de agua se llevará en un segundo. La moneda está ahí, y la catedral renacerá mañana. Pagamos la inmortalidad, pagamos la duración.
No money, no cathedral.
¿Vos también sos de tiza?
Pero Pola no le contestó, y él le puso el brazo sobre los hombros y caminaron Boul’Mich’ abajo y Boul’Mich’ arriba, antes de irse vagando lentamente hacia la rue Dauphine. Un mundo de tiza de colores giraba en torno y los mezclaba en su danza, papas fritas de tiza amarilla, vino de tiza roja, un pálido y dulce cielo de tiza celeste con algo de verde por el lado del río. Una vez más echarían la moneda en la caja de cigarros para detener la fuga de la catedral, y con su mismo gesto la condenarían a borrarse para volver a ser, a irse bajo el chorro de agua para retornar tizas tras tizas negras y azules y amarillas. La rue Dauphine de tiza gris, la escalera aplicadamente tizas pardas, la habitación con sus líneas de fuga astutamente tendidas con tiza verde claro, las cortinas de tiza blanca, la cama con su poncho donde todas las tizas ¡viva México!, el amor, sus tizas hambrientas de un fijador que las clavara en el presente, amor de tiza perfumada, boca de tiza naranja, tristeza y hartura de tizas sin color girando en un polvo imperceptible, posándose en las caras dormidas, en la tiza agobiada de los cuerpos.
—Todo se deshace cuando lo agarrás, hasta cuando lo mirás —dijo Pola—.
Sos como un ácido terrible, te tengo miedo.
—Hacés demasiado caso de unas pocas metáforas.
—No es solamente que lo digas, es una manera de... No sé, como un embudo.
A veces me parece que me voy a ir resbalando entre tus brazos y que me voy a caer en un pozo. Es peor que soñar que uno se cae en el vacío.
—Tal vez —dijo Oliveira— no estás perdida del todo.
—Oh, dejame tranquila. Yo sé vivir, entendés. Yo vivo muy bien como vivo.
Aquí, con mis cosas y mis amigos.
—Enumerá, enumerá. Eso ayuda. Sujetate a los nombres, así no te caés. Ahí está la mesa de luz, la cortina no se ha movido de la ventana, Claudette sigue en el mismo número, DAN-ton 34 no sé cuántos, y tu mamá te escribe desde Aix-en-Provence. Todo va bien.
—Me das miedo, monstruo americano —dijo Pola apretándose contra él—. Habíamos quedado en que en mi casa no se iba a hablar de...
—De tizas de colores.
—De todo eso.
Oliveira encendió un Gauloise y miró el papel doblado sobre la mesa de luz.
—¿Es la orden para los análisis?
—Sí, quiere que me los haga hacer en seguida. Tocá aquí, está peor que la semana pasada.
Era casi de noche y Pola parecía una figura de Bonnard, tendida en la cama que la última luz de la ventana envolvía en un verde amarillento. «La barredora del amanecer», pensó Oliveira inclinándose para besarla en un seno, exactamente donde ella acababa de señalar con un dedo indeciso. «Pero no suben hasta el cuarto piso, no se ha sabido de ninguna barredora ni regadora que suba hasta un cuarto piso. Aparte de que mañana vendría el dibujante y repetiría exactamente lo mismo, esta curva tan fina en la que algo...» Consiguió dejar de pensar, consiguió por apenas un instante besarla sin ser más que su propio beso.
Modelo de ficha del Club
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Gregorovius, Ossip.
Apátrida.
Luna llena (lado opuesto, invisible en ese entonces presputnik): ¿cráteres, mares, cenizas?
Tiende a vestir de negro, de gris, de pardo. Nunca se lo ha visto con un traje completo. Hay quienes afirman que tiene tres pero que combina invariablemente el saco de uno con el pantalón de otro. No sería difícil verificar esto.
Edad: dice tener cuarenta y ocho años.
Profesión: intelectual. Tía abuela envía módica pensión.
Carte de séjour
AC 3456923 (por seis meses, renovable. Ya ha sido renovada nueve veces, cada vez con mayor dificultad).
País de origen: nacido en Borzok (partida de nacimiento probablemente falsa, según declaración de Gregorovius a la policía de París. Las razones de su presunción constan en el prontuario).
País de origen: en el año de su nacimiento, Borzok formaba parte del imperio austrohúngaro. Origen magyar evidente. A él le gusta insinuar que es checo.
País de origen: probablemente Gran Bretaña. Gregorovius habría nacido en Glasgow, de padre marino y madre terrícola, resultado de una escala forzosa, un arrumaje precario,
stout ale y
complacencias xenofílicas excesivas por parte de Miss Marjorie Babington, 22 Stewart Street.
A Gregorovius le agrada establecer una picaresca prenatal y difama a sus madres (tiene tres, según la borrachera) atribuyéndoles costumbres licenciosas. La Herzogin Magda Razenswill, que aparece con el whisky o el coñac, era una lesbiana autora de un tratado seudocientífico sobre la
carezza
(traducción a cuatro idiomas). Miss Babington, que se ectoplasmiza con el gin, acabó de puta en Malta. La tercera madre es un constante problema para Etienne, Ronald y Oliveira, testigos de su esfumada aparición vía Beaujolais, Côtes du Rhône o Bourgogne Aligoté. Según los casos se llama Galle, Adgalle o Minti, vive libremente en Herzegovina o Nápoles, viaja a Estados Unidos con una compañía de vaudeville, es la primera mujer que fuma en España, vende violetas a la salida de la Opera de Viena, inventa métodos anticonceptivos, muere de tifus, está viva pero ciega en Huerta, desaparece junto con el chofer del Zar en Tsarskoie-Selo, extorsiona a su hijo en los años bisiestos, cultiva la hidroterapia, tiene relaciones sospechosas con un cura de Pontoise, ha muerto, al nacer Gregorovius, que además sería hijo de Santos Dumont. De manera inexplicable los testigos han notado que estas sucesivas (o simultáneas) versiones de la tercera madre van siempre acompañadas de referencias a Gurdiaeff, a quien Gregorovius admira y detesta pendularmente.
Facetas de Morelli, su lado Bouvard et Pécuchet, su lado compilador de almanaque literario (en algún momento llama «Almanaque» a la suma de su obra).
Le gustaría
dibujar
ciertas ideas, pero es incapaz de hacerlo. Los diseños que aparecen al margen de sus notas son pésimos. Repetición obsesiva de una espiral temblorosa, con un ritmo semejante a las que adornan la
stupa
de Sanchi.
Proyecta uno de los muchos finales de su libro inconcluso, y deja una maqueta. La página contiene una sola frase: «En el fondo sabía que no se puede ir más allá porque no lo hay.» La frase se repite a lo largo de toda la página, dando la impresión de un muro, de un impedimento. No hay puntos ni comas ni márgenes. De hecho un muro de palabras ilustrando el sentido de la frase, el choque contra una barrera detrás de la cual no hay nada. Pero hacia abajo y a la derecha, en una de las frases falta la palabra lo. Un ojo sensible descubre el hueco entre los ladrillos, la luz que pasa.
Me estoy atando los zapatos, contento, silbando, y de pronto la infelicidad.
Pero esta vez te pesqué, angustia, te sentí
previa
a cualquier organización mental, al primer juicio de negación. Como un color gris que fuera un dolor y fuera el estómago. Y
casi
a la par (pero después, esta vez no me engañas) se abrió paso el repertorio inteligible, con una primera idea explicatoria: «Y ahora vivir otro día, etc.» De donde se sigue: «Estoy angustiado
porque...
etc.»
Las ideas a vela, impulsadas por el viento primordial que sopla desde abajo (pero abajo es sólo una localización física). Basta un cambio de brisa
(¿pero qué es lo que la cambia de cuadrante?)
y al segundo están aquí las barquitas felices, con sus velas de colores. «Después de todo no hay razón para quejarse, che», ese estilo.
Me desperté y vi la luz del amanecer en las mirillas de la persiana. Salía de tan adentro de la noche que tuve como un vómito de mí mismo, el espanto de asomar a un nuevo día con su misma presentación, su indiferencia mecánica de cada vez: conciencia, sensación de luz, abrir los ojos, persiana, el alba.
En ese segundo, con la omnisciencia del semisueño, medí el horror de lo que tanto maravilla y encanta a las religiones: la perfección eterna del cosmos, la revolución inacabable del globo sobre su eje. Náusea, sensación insoportable de coacción.
Estoy obligado a tolerar que el sol salga todos los días.
Es monstruoso. Es
inhumano.
Antes de volver a dormirme imaginé (vi) un universo plástico, cambiante, lleno de maravilloso azar, un cielo elástico, un sol que de pronto falta o se queda fijo o cambia de forma.
Ansié la dispersión de las duras constelaciones, esa sucia propaganda luminosa del Trust Divino Relojero.
Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.