Authors: Julio Cortazar
Se miraron. Pola.
—Y bueno —dijo Horacio—. Lo mismo da ahora que cualquier otra vez. Sos tan tonta, muchachita, si supieras lo tranquila que podés dormir.
—Dormir sola, vaya la gracia. Ya ves, no lloro. Podés seguir hablando, no voy a llorar. Soy como ella, mirala bailando, mirá, es como la luna, pesa más que una montaña y baila, tiene tanta roña y baila. Es un ejemplo. Dame la piedrita.
—Tomá. Sabés, es tan difícil decirte: te quiero. Tan difícil, ahora.
—Sí, parecería que a mí me das la copia con papel carbónico.
—Estamos hablando como dos águilas —dijo Horacio.
—Es para reírse —dijo la Maga—. Si querés te la presto un momentito, mientras dure el baile de la clocharde.
—Bueno —dijo Horacio, aceptando la piedra y lamiéndola otra vez—. ¿Por qué hay que hablar de Pola? Está enferma y sola, la voy a ver, hacemos el amor todavía, pero basta, no quiero convertirla en palabras, ni siquiera con vos.
—Emmanuèle se va a caer al agua —dijo la Maga—. Está más borracha que el tipo.
—No, todo va a terminar con la sordidez de siempre —dijo Oliveira, levantándose del riel—. ¿Ves al noble representante de la autoridad que se acerca? Vámonos, es demasiado triste. Si la pobre tenía ganas de bailar...
—Alguna vieja puritana armó un lío ahí arriba. Si la encontramos vos le pegás una patada en el traste.
—Ya está. Y vos me disculpás diciendo que a veces se me dispara la pierna por culpa del obús que recibí defendiendo Stalingrado.
—Y entonces vos te cuadrás y hacés la venia.
—Eso me sale muy bien, che, lo aprendí en Palermo. Vení, vamos a beber algo. No quiero mirar para atrás, oí cómo el cana la putea. Todo el problema está en eso. ¿No tendría que volver y encajarle a él la patada? Oli Arjuna, aconséjame. Y debajo de los uniformes está el olor de la ignominia de los civiles.
Ho detto.
Vení, rajemos una vez más. Estoy más sucio que tu Emmanuèle, es una roña que empezó hace tantos siglos,
Pernil lave plus blanc,
haría falta un detergente padre, muchachita, una jabonada cósmica. ¿Te gustan las palabras bonitas? Salut, Gaston.
—Salut messieurs dames —dijo Gaston—. Alors, deux petits blancs secs comme d’habitude, hein?
—Comme d’habitude, mon vieux, comme d’habitude. Avec du Pernil dedans.
Gaston lo miró y se fue moviendo la cabeza. Oliveira se apoderó de la mano de la Maga y le contó atentamente los dedos. Después colocó la piedra sobre la palma, fue doblando los dedos uno a uno, y encima de todo puso un beso. La Maga vio que había cerrado los ojos y parecía como ausente. «Comediante», pensó enternecida.
En alguna parte Morelli procuraba justificar sus incoherencias narrativas, sosteniendo que la vida de los otros, tal como nos llega en la llamada realidad, no es cine sino fotografía, es decir que no podemos aprehender la acción sino tan sólo sus fragmentos eleáticamente recortados. No hay más que los momentos en que estamos con ese otro cuya vida creemos entender, o cuando nos hablan de él, o cuando él nos cuenta lo que le ha pasado o proyecta ante nosotros lo que tiene intención de hacer. Al final queda un álbum de fotos, de instantes fijos; jamás el devenir realizándose ante nosotros, el paso del ayer al hoy, la primera aguja del olvido en el recuerdo. Por eso no tenía nada de extraño que él hablara de sus personajes en la forma más espasmódica imaginable; dar coherencia a la serie de fotos para que pasaran a ser cine (como le hubiera gustado tan enormemente al lector que él llamaba el lector-hembra) significaba rellenar con literatura, presunciones, hipótesis e invenciones los hiatos entre una y otra foto. A veces las fotos mostraban una espalda, una mano apoyada en una puerta, el final de un paseo por el campo, la boca que se abre para gritar, unos zapatos en el ropero, personas andando por el Champ de Mars, una estampilla usada, el olor de
Ma Griffe
, cosas así. Morelli pensaba que la vivencia de esas fotos, que procura presentar con toda la cuidad posible, debía poner al lector en condiciones de aventurarse, de participar casi en el destino de sus personajes. Lo que él iba sabiendo de ellos por vía imaginativa, se concretaba inmediatamente en acción, sin ningún artificio destinado a integrarlo en lo ya escrito o por escribir. Los puentes entre una y otra instancia de esas vidas tan vagas y poco caracterizadas, debería presumirlos o inventarles el lector, desde la manera de peinarse, si Morelli no la mencionaba, hasta las razones de una conducta o una inconducta, si parecía insólita o excéntrica. El libro debía ser como esos dibujos que proponen los psicólogos de la Gestalt, y así ciertas líneas inducirían al observador a trazar imaginativamente las que cerraban la figura. Pero a veces las líneas ausentes eran las más importantes, las únicas que realmente contaban. La coquetería y la petulancia de Morelli en este terreno no tenían límite.
Leyendo el libro, se tenía por momentos la impresión de que Morelli había esperado que la acumulación de fragmentos cristalizara bruscamente en una realidad total. Sin tener que inventar los puentes, o coser los diferentes pedazos del tapiz, que de golpe hubiera ciudad, hubiera tapiz, hubiera hombres y mujeres en la perspectiva absoluta de su devenir, y que Morelli, el autor, fuese el primer espectador maravillado de ese mundo que ingresaba en la coherencia.
Pero no había que fiarse, porque coherencia quería decir en el fondo asimilación al espacio y al tiempo, ordenación a gusto del lector-hembra. Morelli no hubiera consentido en eso, más bien parecía buscar una cristalización que, sin alterar el desorden en que circulaban los cuerpos de su pequeño sistema planetario, permitiera la comprensión ubicua y total de sus razones de ser, fueran éstas el desorden mismo, la inanidad o la gratuidad. Una cristalización en la que nada quedara subsumido, pero donde un ojo lúcido pudiese asomarse al calidoscopio y entender la gran rosa policroma, entenderla como una figura,
imago mundis
que por fuera del calidoscopio se resolvía en living room de estilo provenzal, o concierto de tías tomando té con galletitas Bagley.
El sueño estaba compuesto como una torre formada por capas sin fin que se alzaran y se perdieran en el infinito, o bajaran en círculos perdiéndose en las entrañas de la tierra. Cuando me arrastró en sus ondas la espiral comenzó, y esa espiral era un laberinto. No había ni techo ni fondo, ni paredes ni regreso. Pero había temas que se repetían con exactitud.
ANAÏS NIN,
Winter of Artifice.
Esta narración se la hizo su protagonista, Ivonne Guitry, a Nicolás Díaz, amigo de Gardel en Bogotá.
«Mi familia pertenecía a la clase intelectual húngara. Mi madre era directora de un seminario femenino donde se educaba la élite de una ciudad famosa cuyo nombre no quiero decirle. Cuando llegó la época turbia de la posguerra, con el desquiciamiento de tronos, clases sociales y fortunas, yo no sabía qué rumbo tomar en la vida. Mi familia quedó sin fortuna, víctima de las fronteras del Trianón (
sic
) como otros miles y miles. Mi belleza, mi juventud y mi educación no me permitían convertirme en una humilde dactilógrafa. Surgió entonces en mi vida el príncipe encantador, un aristócrata del alto mundo cosmopolita, de los resorts europeos. Me casé con él con toda la ilusión de la juventud, a pesar de la oposición de mi familia, por ser yo tan joven y él extranjero.
Viaje de bodas. París, Niza, Capri. Luego, el fracaso de la ilusión. No sabía adónde ir ni osaba contar a mis gentes la tragedia de mi matrimonio. Un marido que jamás podría hacerme madre. Ya tengo dieciséis años y viajo como una peregrina sin rumbo, tratando de disipar mi pena. Egipto, Java, Japón, el Celeste Imperio, todo el Lejano Oriente, en un carnaval de champagne y de falsa alegría, con el alma rota.
Corren los años. En 1927 nos radicamos definitivamente en la Côte d’Azur. Yo soy una mujer de alto mundo y la sociedad cosmopolita de los casinos, de los dancings, de las pistas hípicas, me rinde pleitesía.
Un bello día de verano tomé una resolución definitiva: la separación. Toda la naturaleza estaba en flor: el mar, el cielo, los campos se abrían en una canción de amor y festejaban la juventud.
La fiesta de las mimosas en Cannes, el carnaval florido de Niza, la primavera sonriente de París. Así abandoné hogar, lujo y riquezas, y me fui sola hacia el mundo...
Tenía entonces dieciocho años y vivía sola en París, sin rumbo definido. París de 1928. París de las orgías y el derroche de champán. París de los francos sin valor. París, paraíso del extranjero. Impregnado de yanquis y sudamericanos, pequeños reyes del oro. París de 1928, donde cada día nacía un nuevo cabaret, una nueva sensación que hiciese aflojar la bolsa al extranjero.
Dieciocho años, rubia, ojos azules. Sola en París.
Para suavizar mi desgracia me entregué de lleno a los placeres. En los cabarets llamaba la atención porque siempre iba sola, a derrochar champaña con los bailarines y propinas fabulosas a los sirvientes. No tenía noción del valor del dinero.
Alguna vez, uno de aquellos elementos que me rodean siempre en aquel ambiente cosmopolita, descubre mi pena secreta y me recomienda el remedio para el olvido... Cocaína, morfina, drogas. Entonces empecé a buscar lugares exóticos, bailarines de aspecto extraño, sudamericanos de tinte moreno y opulentas cabelleras.
En aquella época cosechaba éxitos y aplausos un recién llegado, cantante de cabaret. Debutaba en el Florida y cantaba canciones extrañas en un idioma extraño.
Cantaba en un traje exótico, desconocido en aquellos sitios hasta entonces, tangos, rancheras y zambas argentinas. Era un muchacho más bien delgado, un tanto moreno, de dientes blancos, a quien las bellas de París colmaban de atenciones. Era Carlos Gardel. Sus tangos llorones, que cantaba con toda el alma, capturaban al público sin saberse por qué. Sus canciones de entonces —
Caminito, La chacarera, Aquel tapado de armiño, Queja indiana, Entre sueños
—no eran tangos modernos, sino canciones de la vieja Argentina, el alma pura del gaucho de las pampas. Gardel estaba de moda. No había comida elegante o recepción galante a que no se le invitase. Su cara morena, sus dientes blancos, su sonrisa fresca y luminosa, brillaba en todas partes. Cabarets, teatros, music-hall, hipódromos. Era un huésped permanente de Auteuil y de Longchamps.
Pero a Gardel le gustaba más que todo divertirse a su manera, entre los suyos, en el círculo de sus íntimos.
Por aquella época había en París un cabaret llamado «Palermo», en la calle Clichy, frecuentado casi exclusivamente por sudamericanos... Allí lo conocí. A Gardel le interesaban todas las mujeres, peroa mí no me interesaba más que la cocaína... y el champán. Cierto que halagaba mi vanidad femenina el ser vista en París con el hombre del día, con el ídolo de las mujeres, pero nada decía a mi corazón.
Aquella amistad se reafirmó en otras noches, otros paseos, otras confidencias, bajo la pálida luna parisién, a través de los campos floridos. Pasaron muchos días de un interés romántico. Ese hombre se me iba entrando en el alma. Sus palabras eran de seda, sus frases iban cavando la roca de mi indiferencia. Me volví loca.
Mi pisito lujoso pero triste estaba ahora lleno de luz. No volví a los cabarets. En mi bella sala gris, al fulgor de las farolas eléctricas, una cabecita rubia se acoplaba a un firme rostro de morenos matices. Mi alcoba azul, que conoció todas las nostalgias de un alma sin rumbo, era ahora un verdadero nido de amor. Era mi primer amor.
Voló el tiempo raudo y fugaz. No puedo decir cuánto tiempo pasó. La rubia exótica que deslumbraba a París con sus extravagancias, con sus
toiletts dernière cri (sic
), con sus fiestas galantes en que el caviar ruso y la champaña formaban el plato de resistencia cotidiana, había desaparecido.
Meses después, los habitués eternos de Palermo, de Florida y de Garón, se enteraban por la prensa de que una bailarina rubia, de ojos azules que ya tenía veinte años, enloquecía a los señoritos de la capital platense con sus bailes etéreos, con su desfachatez inaudita, con toda la voluptuosidad de su juventud en flor.
Era IVONNE GUITRY.
(Etc.)
La escuela gardeleana
,
Editorial Cisplatina, Montevideo.
Morelliana.
Estoy revisando un relato que quisiera lo menos literario posible. Empresa desesperada desde el vamos, en la revisión saltan en seguida las frases insoportables. Un personaje llega a una escalera: «Ramón emprendió el descenso...» Tacho y escribo: «Ramón empezó a bajar...» Dejo la revisión para preguntarme una vez mas las verdaderas razones de esta repulsión por el lenguaje «literario».
Emprender el descenso
no tiene nada de malo como no sea su facilidad: pero
empezar a bajar
es exactamente lo mismo salvo que más crudo,
prosaico
(es decir, mero vehículo de información), mientras que la otra forma parece ya combinar lo útil con lo agradable. En suma, lo que me repele en «emprendió el descenso» es el uso decorativo de un verbo y un sustantivo que no empleamos casi nunca en el habla corriente; en suma, me repele el lenguaje literario (en mi obra, se entiende). ¿Por qué?
De persistir en esa actitud, que empobrece vertiginosamente casi todo lo que he escrito en los últimos años, no tardaré en sentirme incapaz de formular la menor idea, de intentar la más simple descripción. Si mis razones fueran las del Lord Chandos de Hofmannsthal, no habría motivo de queja, pero si esta repulsión a la retórica (porque en el fondo es eso) sólo se debe a un desecamiento verbal, correlativo y paralelo a otro vital entonces sería preferible renunciar de raíz a toda escritura. Releer los resultados de lo que escribo en estos tiempos me aburre. Pero a la vez, detrás de esa pobreza deliberada, detrás de ese «empezar a bajar» que sustituye a «emprender el descenso», entreveo algo que me alienta. Escribo muy mal, pero algo pasa a través. El «estilo» de antes era un espejo para lectores-alondra; se miraban, se solazaban, se reconocían, como ese público que espera, reconoce y goza las réplicas de los personajes de un Salacrou o un Anouilh. Es mucho más fácil escribir así que escribir («describir», casi) como quisiera hacerlo ahora, porque ya no hay diálogo o encuentro con el lector, hay solamente esperanza de un cierto diálogo con un cierto y remoto lector. Por supuesto, el problema se sitúa en un plano
moral.
Quizá la arteriosclerosis, el avance de la edad acentúan esta tendencia —un poco misantrópica, me temo— a exaltar el
ethos
y descubrir (en mi caso es un descubrimiento bien tardío) que los órdenes estéticos son más un espejo que un pasaje para la ansiedad metafísica.