Authors: Julio Cortazar
1. —No sé cómo era —dijo Ronald—. No lo sabremos nunca. De ella conocíamos los efectos en los demás. Éramos un poco sus espejos, o ella nuestro espejo. No se puede explicar.
2. —Era tan tonta —dijo Etienne—. Alabados sean los tontos, etcétera. Te, juro que hablo en serio, que cito en serio. Me irritaba su tontería, Horacio porfiaba que era solamente falta de información, pero se equivocaba. Hay una diferencia bien conocida entre el ignorante y el tonto, y cualquiera lo sabe menos el tonto, por suerte para él. Creía que el estudio, ese famoso estudio, le daría inteligencia. Confundía saber con entender. La pobre entendía tan bien muchas cosas que ignorábamos a fuerza de saberlas
3. —No incurras en ecolalia —dijo Ronald—. Toda esa baraja de antinomias, de polarizaciones. Para mí su tontería era el precio de ser tan vegetal, tan caracol, tan pegada a las cosas más misteriosas. Ahí está, fijate: no era capaz de creer en los nombres, tenía que apoyar el dedo sobre algo y sólo entonces lo admitía. No se va muy lejos así. Es como ponerse de espaldas a todo el occidente, a las Escuelas. Es malo para vivir en una ciudad, para tener que ganarse la vida. Eso la iba mordiendo.
4. —Sí, sí, pero en cambio era capaz de felicidades infinitas, yo he sido testigo envidioso de algunas. La forma de un vaso, por ejemplo. ¿Qué otra cosa busco yo en la pintura, decime? Matándome, exigiéndome itinerarios abrumadores para desembocar en un tenedor, en dos aceitunas. La sal y el centro del mundo tienen que estar ahí, en ese pedazo del mantel. Ella llegaba y lo sentía. Una noche subí a mi taller, la encontré delante de un cuadro terminado esa mañana. Lloraba como lloraba ella, con toda la cara, horrible y maravillosa. Miraba mi cuadro y lloraba.
No fui bastante hombre para decirle que por la mañana yo también había llorado. Pensar que eso le hubiera dado tanta tranquilidad, vos sabés cuánto dudaba, cómo se sentía poca cosa rodeada de nuestras brillantes astucias.
5. —Se llora por muchas razones —dijo Ronald—. Eso no prueba nada.
6. —Por lo menos prueba un contacto. Cuántos otros, delante de esa tela, la apreciaron con frases pulidas, recuento de influencias, todos los comentarios posibles
en torno.
Ves, había que llegar a un nivel donde fuera posible reunir las dos cosas. Yo creo estar ya allí, pero soy de los pocos.
7. —De pocos será el reino —dijo Ronald—. Cualquier cosa te sirve para que te des bombo.
6. —Sé que es así —dijo Etienne—. Eso sí lo sé. Pero me ha llevado la vida juntar las dos manos, la izquierda con su corazón, la derecha con su pincel y su escuadra. Al principio era de los que miraban a Rafael pensando en Perugino, saltando como una langosta sobre Leo Battista Alberti, conectando, soldando, Pico por aquí, Lorenzo Valla por allá, pero fijate, Burckhardt dice, Berenson niega, Argan cree, esos azules son sieneses, esos paños vienen de Masaccio. No me acuerdo cuándo, fue en Roma, en la galería Barberini, estaba analizando un Andrea del Sarto, lo que se dice analizar, y en una de esas le, vi. No me pidas que explique nada. Lo vi (y no todo el cuadro, apenas un detalle del fondo, una figurita en un camino). Se me saltaron las lágrimas, es todo lo que te puedo decir.
5. —Eso no prueba nada —dijo Ronald—. Se llora por muchas razones.
4. —No vale la pena que te conteste. Ella hubiera comprendido mucho mejor.
En realidad vamos todos por el mismo camino, sólo que unos empezamos por la izquierda y otros por la derecha. A veces, en el justo medio, alguien ve el pedazo de mantel con la copa, el tenedor, las aceitunas.
3. —Habla con figuras —dijo Ronald—. Es siempre el mismo.
2. —No hay otra manera de acercarse a todo lo perdido. lo extrañado. Ella estaba más cerca y lo sentía. Su único error era querer una prueba de que esa cercanía valía todas nuestras retóricas. Nadie podía darle esa prueba, primero porque somos incapaces de concebirla, y segundo porque de una manera u otra estamos bien instalados y satisfechos en nuestra ciencia colectiva. Es sabido que el Littré nos hace dormir tranquilos, está ahí al alcance de la mano, con todas las respuestas. Y es cierto, pero solamente porque ya no sabemos hacer las preguntas que lo liquidarían. Cuando la Maga preguntaba por qué los árboles se abrigaban en verano... pero es inútil, viejo, mejor callarse.
1. —Sí, todo eso no se puede explicar —dijo Ronald.
Por la mañana, obstinados todavía en la duermevela que el chirrido horripilante del despertador no alcanzaba a cambiarles por la filosa vigilia, se contaban fielmente los sueños de la noche. Cabeza contra cabeza, acariciándose, confundiendo las piernas y las manos, se esforzaban por traducir con palabras del mundo de fuera todo lo que habían vivido en las horas de tiniebla. A Traveler, un amigo de juventud de Oliveira, lo fascinaban los sueños de Talita, su boca crispada o sonriente según el relato, los gestos y exclamaciones con que lo acentuaba, sus ingenuas conjeturas sobre la razón y el sentido de sus sueños. Después le tocaba a él contar los suyos, y a veces a mitad de un relato sus manos empezaban a acariciarse y pasaban de los sueños al amor, se dormían de nuevo, llegaban tarde a todas partes.
Oyendo a Talita, su voz un poco pegajosa de sueño, mirando su pelo derramado en la almohada, Traveler se asombraba de que todo eso pudiera ser así. Estiraba un dedo, tocaba la sien, la frente de Talita («Y entonces mi hermana era mi tía Irene, pero no estoy segura»), comprobaba la barrera a tan pocos centímetros de su propia cabeza («Y yo estaba desnudo en un pajonal y veía el río lívido que subía, una ola gigantesca...»). Habían dormido con las cabezas tocándose y ahí, en esa inmediatez física, en la coincidencia casi total de las actitudes, las posiciones, el aliento, la misma habitación, la misma almohada, la misma oscuridad, el mismo tictac, los mismos estímulos de la calle y la ciudad, las mismas radiaciones magnéticas, la misma marca de café, la misma conjunción estelar, la misma noche para los dos, ahí estrechamente abrazados, habían soñado sueños distintos, habían vivido aventuras disímiles, el uno había sonreído mientras la otra huía aterrada, el uno había vuelto a rendir un examen de álgebra mientras la otra llegaba a una ciudad de piedras blancas.
En el recuento matinal Talita ponía placer o congoja, pero Traveler se obstinaba secretamente en buscar las correspondencias. ¿Cómo era posible que la compañía diurna desembocara inevitablemente en ese divorcio, esa soledad inadmisible del soñante? A veces su imagen formaba parte de los sueños de Talita, o la imagen de Talita compartía el horror de una pesadilla de Traveler. Pero
ellos
no lo sabían, era necesario que el otro lo contara al despertar: «Entonces vos me agarrabas de la mano y me decías...» Y Traveler descubría que mientras en el sueño de Talita él le había agarrado la mano y le había hablado, en su propio sueño estaba acostado con la mejor amiga de Talita o hablando con el director del circo «Las Estrellas» o nadando en Mar del Plata. La presencia de su fantasma en el sueño ajeno lo rebajaba a un mero material de trabajo, sin prevalencia alguna sobre los maniquíes, las ciudades desconocidas, las estaciones de ferrocarril, las escalinatas, toda la utilería de los simulacros nocturnos. Unido a Talita, envolviéndole la cara y la cabeza con los dedos y los labios. Traveler sentía la barrera infranqueable, la distancia vertiginosa que ni el amor podía salvar. Durante mucho tiempo esperó un milagro, que el sueño que Talita iba a contarle por la mañana fuese también lo que él había soñado. Lo esperó, lo incitó, lo provocó apelando a todas las analogías posibles, buscando semejanzas que bruscamente lo llevaran a un reconocimiento. Sólo una vez, sin que Talita le diera la menor importancia, soñaron sueños análogos. Talita habló de un hotel al que iban ella y su madre y al que había que entrar llevando cada cual su silla. Traveler recordó entonces su sueño: un hotel sin baños, que lo obligaba a cruzar una estación de ferrocarril con una toalla para ir a bañarse a algún lugar impreciso. Se lo dijo: «Casi soñamos el mismo sueño, estábamos en un hotel sin sillas y sin baños.» Talita se rió divertida, ya era hora de levantarse, una vergüenza ser tan haraganes.
Traveler siguió confiando y esperando cada vez menos. Los sueños volvieron, cada uno por su lado. Las cabezas dormían tocándose y en cada una se alzaba el telón sobre un escenario diferente. Traveler pensó irónicamente que parecían los cines contiguos de la calle Lavalle, y alejó del todo su esperanza. No tenía ninguna fe en que ocurriera lo que deseaba, y sabía que sin fe no ocurriría. Sabía que sin fe no ocurre nada de lo que debería ocurrir, y con fe casi siempre tampoco.
Los perfumes, los himnos órficos, las algalias en primera y en segunda acepción... Aquí olés a sardónica. Aquí a crisoprasio. Aquí, esperá un poco, aquí es como perejil pero apenas, un pedacito perdido en una piel de gamuza. Aquí empezás a oler a vos misma. Qué raro, verdad, que una mujer no pueda olerse como la huele el hombre. Aquí exactamente. No te muevas, dejame. Olés a jalea real, a miel en un pote de tabaco, a algas aunque sea tópico decirlo. Hay tantas algas, la Maga olía a algas frescas, arrancadas al último vaivén del mar. A la ola misma. Ciertos días el olor a alga se mezclaba con una cadencia más espesa, entonces yo tenía que apelar a la perversidad —pero era una perversidad palatina, entendé, un lujo de bulgaróctono, de senescal rodeado de obediencia nocturna—, para acercar los labios a los suyos, tocar con la lengua esa ligera llama rosa que titilaba rodeada de sombra, y después, como hago ahora con vos, le iba apartando muy despacio los muslos, la tendía un poco de lado y la respiraba interminablemente, sintiendo cómo su mano, sin que yo se lo pidiera, empezaba a desgajarme de mí mismo como la llama empieza a arrancar sus topacios de un papel de diario arrugado. Entonces cesaban los perfumes, maravillosamente cesaban y todo era sabor, mordedura, jugos esenciales que corrían por la boca, la caída en esa sombra, the primeval darkness, el cubo de la rueda de los orígenes. Sí, en el instante de la animalidad más agachada, más cerca de la excreción y sus aparatos indescriptibles, ahí se dibujan las figuras iniciales y finales, ahí en la caverna viscosa de tus alivios cotidianos está temblando Aldebarán, saltan los genes y las constelaciones, todo se resume alfa y omega, coquille, cunt, concha, con, coño, milenio, Armagedón, terramicina, oh callate, no empecés allá arriba tus apariencias despreciables, tus fáciles espejos. Qué silencio tu piel, qué abismos donde ruedan dados de esmeralda, cínifes y fénices y cráteres...
Morelliana.
Una cita:
Esas, pues, son las fundamentales, capitales y filosóficas razones que me indujeron a edificar la obra sobre la base de partes sueltas —conceptuando la obra como una partícula de la obra— y tratando al hombre como una fusión de partes de cuerpo y partes de alma —mientras a la Humanidad entera la trato como a un mezclado de partes. Pero si alguien me hiciese tal objeción: que esta parcial concepción mía no es, en verdad, ninguna concepción, sino una mofa, chanza, fisga y engaño, y que yo, en vez de sujetarme a las severas reglas y cánones del Arte, estoy intentando burlarlas por medio de irresponsables chungas, zumbas y muecas, contestaría que sí, que es cierto, que justamente tales son mis propósitos. Y, por Dios —no vacilo en confesarlo— yo deseo esquivarme tanto de vuestro Arte, señores, como de vosotros mismos, pues no puedo soportaros junto con aquel Arte, con vuestras concepciones, vuestra actitud artística y con todo vuestro medio artístico!
GOMBROWICZ,
Ferdydurke, Cap. IV.
Prefacio al Filidor forrado de niño.
Carta al
Observer
:
Estimado señor:
¿Ha señalado alguno de sus lectores la escasez de mariposas este año? En esta región habitualmente prolífica casi no las he visto, a excepción de algunos enjambres de papilios. Desde marzo sólo he observado hasta ahora un Cigeno, ninguna Etérea, muy pocas Teclas, una Quelonia, ningún Ojo de Pavorreal, ninguna Catocala, y ni siquiera un Almirante Rojo en mi jardín, que el verano pasado estaba lleno de mariposas.
Me pregunto si esta escasez es general, y en caso afirmativo, ¿a qué se debe?
M. Washbourn.
Pitchcombe, Glos.
¿Por qué tan lejos de los dioses? Quizá por preguntarlo.
¿Y qué? El hombre es el animal que pregunta. El día en que verdaderamente sepamos preguntar, habrá diálogo. Por ahora las preguntas nos alejan vertiginosamente de las respuestas. ¿Qué
epifanía
podemos esperar si nos estamos ahogando en la más falsa de las libertades, la dialéctica judeocristiana?
Nos hace falta un Novum Organum de verdad, hay que abrir de par en par las ventanas y tirar todo a la calle, pero sobre todo hay que tirar también la ventana, y nosotros con ella. Es la muerte, o salir volando. Hay que hacerlo, de alguna manera hay que hacerlo. Tener el valor de entrar en mitad de las fiestas y poner sobre la cabeza de la relampagueante dueña de casa un hermoso sapo verde, regalo de la noche, y asistir sin horror a la venganza de los lacayos.
De la etimología que da Gabio Basso a la palabra
persona.
Sabia e ingeniosa explicación, a fe mía, la de Gabio Basso, en su tratado
Del origen de los vocablos,
de la palabra
persona,
máscara. Cree que este vocablo toma origen del verbo
personare,
retener. He aquí cómo explica su opinión: «No teniendo la mascara que cubre por completo el rostro más que una abertura en el sitio de la boca, la voz, en vez de derramarse en todas direcciones, se estrecha para escapar por una sola salida, y adquiere por ello sonido más penetrante y fuerte. Así, pues, porque la máscara hace la voz humana más sonora y vibrante, se le ha dado el nombre de
persona
, y por consecuencia de la forma de esta palabra, es larga la letra o en ella.
AULIO GELIO,
Noches áticas.
Mis pasos en esta calle
Resuenan
En otra calle
Donde
Oigo mis pasos