De todas formas, se enjuagó la cara, se echó agua en la cabeza para que pareciera que se había duchado, reunió sus cosas, abrió la puerta y regresó al salón del bungaló. Vlad estaba jugando a un videojuego en un PC tuneado que estaba conectado a un gran monitor de pantalla plana. Igor lo miraba y hacía algún que otro comentario, pero desvió su atención para saludar a Sokolov.
—Por favor, ponte cómodo —dijo, inclinándose hacia delante como si pretendiera ponerse en pie. Tenía una cerveza en la mano—. ¿Te apetece una cerveza? Te traeré una.
—No, gracias, ahora no.
—He pedido pizza. Estará aquí en cuarenta minutos. Pensé que tendrías hambre.
—Gracias, me apetece mucho. Hace siglos que no como pizza.
Las palabras salieron de su boca de forma algo mecánica: su mente iba demasiado rápida para entablar una conversación auténtica.
—Tallarines y arroz durante dos semanas, ¿eh?
—¿Cómo dices?
—En el carguero... comida china solamente, me imagino.
Sokolov negó con la cabeza.
—La tripulación era filipina: comían otras cosas. Estaba bien. Pero no había pizza, eso es todo.
—¿Cómo demonios conseguiste subir a bordo? Por lo que he oído, los polis chinos debieron de volverse locos.
Sokolov se encogió de hombros.
—Es un puerto grande. Famoso por su contrabando. Siempre es posible encontrar un modo de salir de esos sitios.
—¿Pero estabas solo... y no hablas chino?
Bien, así que al menos una cosa quedaba clara, y era que la persona con la que Igor había hablado por teléfono le había pedido que le sonsacara más información de cómo había escapado de un tiroteo en un edificio que se derrumbaba en Xiamen para llegar a la casa de Igor en Tukwila, y que sondeara en busca de alguna inconsistencia en la historia... suponiendo que Igor tuviera la capacidad intelectual para esa empresa. Tal vez la maniobra para hacerlo perder tiempo con la pizza solo tenía por objetivo mantener a Sokolov en la casa el tiempo suficiente para que le hiciera esas preguntas. O tal vez un contingente de hombres iba en ese momento de camino para detener a Sokolov y someterlo a un interrogatorio más riguroso. En cualquier caso, no parecería bien que saliera corriendo de la casa, despreciando la pizza, como si anunciara que tenía algo que ocultar.
Naturalmente, había estado examinando el lugar en busca de salidas y había advertido que, para ser una estructura tan pequeña, era bastante difícil salir de allí. Parecía que había un montón de cosas robadas en el barrio, y estaba claro que Igor y Vlad no le hacían ascos a trapichear con artículos robados, y posiblemente también con drogas, así que se habían encargado de colocar barrotes y mallas en las ventanas. Las únicas salidas eran las puertas.
—Qué demonios —dijo Sokolov—. Creo que me tomaré una cerveza. Tranquilo, yo mismo la cojo.
Igor había vuelto a hundirse en las profundidades de su sofá de cuero negro y no era de los que se levantan de nuevo con rapidez. Sokolov volvió a la cocina y confirmó su recuerdo de que daba a una especie de porche trasero con una salida al patio. Se dirigió al porche y examinó la puerta, que era endeble y había sido reforzada con malla de acero y varios cerrojos extra. Los abrió todos y confirmó que ya podía abrir la puerta con un único gesto rápido.
Volvió luego al salón con la cerveza. Le preocupaba un poco que Igor recelara de la cantidad de tiempo que había tardado en coger la bebida, pero su anfitrión estaba profundamente absorto en el videojuego. Sokolov arrastró una silla para colocarla en un lugar donde pudiera mirar por la ventana delantera de la casa y controlar todo el callejón.
Luego siguieron cuarenta y cinco minutos de conversación aparente. De vez en cuando Igor le preguntaba algo sobre lo que había sucedido en Xiamen y Sokolov relataba una parte de la historia, pero tarde o temprano siempre volvían a contemplar el videojuego.
Un coche pequeño subió por la calle, pero era solo el repartidor de pizza.
—Traeré más cerveza —dijo Sokolov, y entró en la cocina. Encontró una gran olla en el mueble que había junto al horno, la metió en el fregadero y empezó a llenarla de agua caliente. Luego se dirigió al frigorífico y sacó más cervezas y las llevó al salón. Igor estaba de pie, abriendo los cerrojos de la puerta para dejar paso al pizzero. Sokolov dejó las cervezas sobre la mesita. Entonces volvió a la cocina y cogió la olla, que contenía ahora varios litros de agua caliente, y la colocó en la placa y puso la llama al máximo. Cuando el agua empezara a hervir, podría servir como arma o al menos como distracción.
Comieron pizza y bebieron cerveza. Vlad había detenido el videojuego. No jugaba en una consola, tipo Xbox, sino en un ordenador personal. Un PC fabricado específicamente para los jugadores varones jóvenes fetichistas de la tecnología, todo lleno de luces LED multicolores y formas complejas que recordaban el casco de una nave espacial alienígena. La primera vez que Sokolov lo vio, justo después de entrar en la casa hacía un par de horas, su mente reparó en él durante un momento, luego siguió adelante. Desde entonces, había algo al respecto que lo estaba reconcomiendo. Pero tenía otras cosas en las que pensar.
Ahora lo advirtió por fin. Recordó dónde había visto ese aparato antes.
Era el ordenador de Peter.
Igor y Vlad debían de haber vuelto a la casa de Peter en algún momento dado mientras Sokolov estaba embrollado en China y habían robado todo lo que se les había antojado.
Tuvo que ser muy poco después de que se fueran a Xiamen, porque en cuanto Peter y Zula fueron denunciados como desaparecidos, la policía habría acudido a la casa, la habría declarado escena de un crimen, y habría sido un sitio difícil donde llevar a cabo un robo.
Lo que significaba que la policía debía de haber ido allí después de que Igor y Vlad lo hubieran saqueado.
Lo que significaba que, en vez de encontrar la escena cuidadosamente limpia y libre de pruebas que Sokolov había preparado, habrían encontrado pruebas de dicho saqueo.
—¡Me estás poniendo nervioso con esa expresión que tienes! —se quejó Igor.
Sokolov alzó la cabeza y vio que Igor, en efecto, estaba un poco nervioso.
Sokolov se aclaró la garganta.
—Volvisteis a la casa y os llevasteis algunas cosas.
Sokolov no se habría sorprendido al ver a Igor dirigir una mirada nerviosa al bonito PC, que estaba colocado en el suelo tan cerca que podría haberle puesto la cerveza encima. Pero en cambio Igor miró el rincón de la habitación detrás de Sokolov. Con un supremo esfuerzo de voluntad, Sokolov resistió la tentación de volverse a mirar lo que fuera. Algo robado del apartamento, obviamente, que Igor consideraba más valioso o que en su imaginación era más importante que el ordenador.
¿Qué podía tener un hombre como Peter en su casa que pudiera ser interesante para Igor? Era fácil comprender la atracción del PC. A todos los hombres jóvenes les gustaban los videojuegos. ¿Qué más? Peter no consumía drogas.
Entonces recordó a Igor de pie en lo alto de las escaleras del apartamento de Peter, examinando una caja fuerte de armas. Asegurándole a Sokolov que estaba cerrada.
—No lo negaré —dijo Igor, con un encogimiento de hombros que realmente no era nada, y una risa nerviosa que decía lo contrario.
—¿Ivanov no te pagó lo suficiente?
—Nada es suficiente para un trabajo como ese. Mierda, creí que iba a ser seguridad. De guardaespaldas en el peor de los casos. Y luego se convirtió...
Sokolov asintió.
—Naturalmente, te comprendo. Me sorprendió tanto como a ti. Solo estoy preguntando. Es importante para mí conocer los hechos. Eso es todo. ¿Cuándo volvisteis a la casa?
—Dos días después, tal vez —contestó Igor, y miró a Vlad en busca de confirmación—. Lo vigilamos la noche antes. Nos aseguramos de que no hubiera polis, ni vigilancia. Encontramos un modo de entrar. Fue pan comido.
Otra mirada nerviosa al rincón.
—¿Cómo abristeis la caja fuerte? —preguntó Sokolov—. ¿Sin hacer ruido?
—Soplete de plasma —replicó Vlad. Igor le dirigió una mirada asesina, pero Vlad ni siquiera entendía que había caído en la trampa que Sokolov le había puesto.
—¿No te preocupó dañar el arma?
—La tenía en una funda de metal —dijo Vlad, y asintió hacia el mismo rincón. Esto le dio por fin a Sokolov la excusa para darse la vuelta y mirar. En lo alto de una estantería, a la altura de la cabeza, había una larga funda de aluminio bruñido, el tipo de artículo que un loco de las armas usaría para transportar un rifle especialmente valioso. Un extremo estaba manchado de motas y rayas de materia más oscura: metal fundido que se había vertido encima y solidificado.
Sokolov se volvió.
—¿El soplete no disparó las alarmas de incendio?
—Exploramos, las encontramos todas, y les quitamos las baterías —dijo Igor.
—Cuando recorristeis toda la casa buscando esas alarmas —continuó Sokolov—, tal vez encontrasteis algunas cámaras de seguridad.
—Dos —informó Igor—. Cortamos los cables, naturalmente.
Sokolov, que sabía que había tres cámaras, se contuvo hasta que la urgencia por gritar pasó.
—Naturalmente. Pero hasta el momento en que cortasteis esos cables, fuisteis visibles para las cámaras.
—Vlad es bueno con los ordenadores.
Vlad asintió, como para confirmar la validez de las palabras de Igor.
—Obviamente habíamos cortado Internet la primera vez que fuimos —dijo—, así que sabíamos que las cámaras no enviarían datos fuera del edificio.
—¿Y dentro?
—Vlad localizó los cables.
—Localicé los cables —confirmó Vlad—. Los seguí hasta el servidor de su taller. Ahí se almacenaban los archivos en vídeo de la cámara. Usamos el soplete de plasma para destruir por completo los discos duros de ese servidor.
—¿También localizasteis los canales hasta el router inalámbrico que estaba bajo las escaleras?
—Por supuesto —dijo Vlad.
—¿Sabíais que ese router tenía un disco duro propio? ¿Usado para almacenar copias en la red?
Silencio.
Vlad, el experto en informática, se estaba poniendo colorado. Igor lo advirtió y extendió una mano para tranquilizarlo.
—Han pasado, ¿cuánto?, dos semanas —dijo Igor—. No ha pasado nada. La policía no sabe nada de estas cosas. Nunca se les ocurrirá buscar esas pruebas.
Sokolov permaneció allí sentado, impasible, esperando a que Igor sumara dos y dos.
—Si lo hubieran descubierto, ¿por qué no han venido a arrestarnos? —preguntó Igor, casi como si fuera un ciudadano íntegro, escandalizado por la complacencia de la policía local.
—A menos que nos hayan sometido a vigilancia —dijo Vlad.
—¿Para qué molestarse si ya tienen pruebas?
—Sería una investigación importante —dijo Vlad—. No solo de robo, sino de secuestro, asesinato, otras cosas. Mierda de espionaje internacional. La gente como nosotros les importa un carajo. ¡Un par de ladrones! —bufó—. Nos pondrían bajo vigilancia y esperarían que tarde o temprano alguien más importante se pusiera en contacto con nosotros.
Cuatro ojos se volvieron hacia Sokolov.
Hubo una larga pausa. Igor se llevó las yemas de los dedos de ambas manos a las sienes, convirtiendo sus gruesas manazas en anteojeras, concentrando su visión en Sokolov.
—¡Puñetero gilipollas! —dijo Igor por fin—. ¿Por qué te he dejado entrar en mi casa?
—Estúpido mamón avaricioso —replicó Sokolov—. El dinero no era suficiente. Tuviste que volver. Robar un poco más.
—¡Eh, calmaos! —chilló Vlad—. Ni siquiera sabemos si la poli ha encontrado el vídeo.
—El tío de Zula es multimillonario, atontado —dijo Sokolov—. Tendrá investigadores propios. No hay nada que no puedan encontrar.
A Igor se le ocurrió algo.
—¡Mierda! —exclamó, y echó mano a su teléfono. La mano de Sokolov se dirigió a la Makarov que tenía en el bolsillo de la chaquetea, pero resistió la urgencia de sacar el arma... como hizo Vlad, que lo vigilaba atentamente.
Igor pulsó una sola tecla: una rellamada.
—Es mejor que no vengáis —anunció al teléfono. Entonces escuchó una andanada de insultos que lo obligó a apartarse el aparato de la oreja—. No, no es eso. Lo explicaré más tarde. Dad media vuelta. No vengáis.
—¿Invitaste a alguien más a tomar pizza? —preguntó Sokolov, después de que Igor cerrara su teléfono, acallando más insultos furiosos.
Igor se encogió de hombros.
—Lo siento, Sokolov, pero debo responder ante cierta gente, y cuando apareciste, tuve que anunciarles que estabas aquí.
—¿Y hay otras formas de joderme que yo no sepa todavía?
Las gruesas manazas se convirtieron en pistolas de carne y los índices apuntaron a los ojos de Sokolov.
—Nunca debería haber trabajado con vosotros. Ahora vendrán los polis, me condenarán. Me deportarán.
—Cumplir sentencia. Meterse en problemas. Todo muy normal para un hombre que irrumpe en la casa de otro y le roba el ordenador y el rifle. Si hubierais seguido mis órdenes...
—¿Por qué iba a seguir órdenes tuyas, cabronazo?
—Porque sé lo que hago.
—¿Entonces cómo acabaste en esta puta situación?
Era una pregunta justa, y dejó descolocado a Sokolov un momento.
En ese intervalo, Vlad advirtió algo.
—Ahí vienen —dijo.
Sokolov lo miró y vio que estaba mirando por la ventana delantera de la casa.
—¿Quiénes? —preguntó Igor.
—¿Cómo coño quieres que lo sepa?
Por instinto, Sokolov se agazapó y se asomó por encima del alféizar de la ventana para poder ver todo el callejón. Un todoterreno oscuro, los faros encendidos, subía por la calle, avanzando despacio.
—¿Por qué los faros? —preguntó Vlad.
—¡Para cegarnos! —dijo Igor.
—Es un coche de alquiler —sugirió Sokolov—. Las luces se encienden automáticamente.
—¿Quién alquila un coche para una cosa como esta?
—La poli no —supuso Vlad—. Gente de fuera de la ciudad.
—¿Qué clase de gente?
—¿Detectives privados, tal vez? ¿Contratados por el tío multimillonario?
—¡Mierda! —dijo Igor, y corrió al rincón. Bajó el rifle del estante.
—¿Qué crees que vas a hacer con eso? —le preguntó Sokolov. Las dos opciones que se le ocurrían era esconderlo, para que no pudiera ser utilizado como prueba, o sacarlo y empezar a utilizarlo.