Entonces una mano salió del agua y tanteó inútilmente en la quilla volcada. Otra mano la imitó. La barca se agitó, como agarrada por un tiburón desde abajo. Csongor seguía intentando un modo de subirse, pero quedaba rápidamente a popa. Finalmente el torso de Csongor surgió en parte del agua y una mano se disparó y agarró el borde del último neumático. Al instante Csongor quedó enterrado en una ola propia, lo mismo que había golpeado a Marlon unos momentos antes: se movía a remolque de su propio brazo, y su cabeza rompía las olas. Pero con un poco más de esfuerzo y lucha, pudo sacar el segundo brazo del agua y agarrarse a una de las cuerdas de la que colgaba el neumático, y luego elevarse hasta que su cabeza quedó fuera del agua y pudo respirar.
Marlon dejó de mirar y atendió a sus propios problemas durante un momento. La parte superior de su cuerpo estaba fuera del agua, pero sus piernas se arrastraban detrás, creando una poderosa succión que amenazaba con arrancarlo del neumático. Poco a poco, como un escalador, buscó un asidero mejor y pudo sacar una pierna y apoyarla en un neumático, y esto redujo la succión y le dio el equilibrio para ascender y encontrar mejores asideros. Logró apoyar un pie en el borde del neumático y extender las dos manos por encima de la cabeza y agarrarse a la borda del barco.
Se arriesgó a mirar atrás y vio que Csongor había conseguido resultados similares. La barquita de remos no se veía ya por ninguna parte. Csongor se agarraba con una mano, usando la otra para palparse el cuerpo y comprobar que la pistola estaba todavía donde la había puesto, y que el bolso seguía cruzado en bandolera sobre su cuerpo.
Entonces empezó a escalar, y Marlon lo imitó. En unos instantes, pudo rebasar la borda y agazaparse en la cubierta principal. No parecía haber nadie cerca. Por el sonido, Yuxia seguía haciendo un trabajo excelente liándola parda al otro lado.
Csongor, agachado en la popa, se volvió para mirar hacia el otro lado, luego se volvió hacia Marlon y se encogió de hombros, indicando que no veía nada. Se puso en pie, sacó la pistola del bolsillo, la comprobó, y empezó a andar hacia la parte trasera de la superestructura.
Marlon se sacó del bolsillo una de las granadas aturdidoras y metió el dedo en la anilla. Entonces se dirigió a la parte delantera de la superestructura, manteniéndose cerca del mamparo frontal por si alguien se asomaba desde el puente, y se asomó a la esquina. A unos tres metros de la popa asomaba luz por una escotilla abierta. Dos hombres, uno grande y otro más pequeño, estaba de pie en la pasarela de fuera, mirando. El más grande de los dos hizo una mueca y atravesó el umbral del camarote. En cuando desapareció, Marlon pudo mirar hacia popa y ver a Csongor allí.
Marlon empezó a andar hacia popa. Csongor empezó a avanzar. El hombre pequeño que estaba todavía en la pasarela vio primero a Marlon, y todo su cuerpo entró en una especie de espasmo. No pudo evitarlo: no pudo impedir verse sorprendido al ver a un extraño en su barco. Marlon lo miró a la cara y señaló a popa. El hombre se volvió a mirar en la dirección indicada y vio a Csongor alzando una pistola y apuntándole a la cara. Mientras el pobre tipo se distraía con esto, Marlon tiró de la anilla de la granada (fue sorprendentemente difícil) y luego extendió la mano y la arrojó al interior del camarote. Advirtió, entonces, que la puerta se abría hacia fuera y por eso le dio un empujón y la cerró y se apoyó contra ella justo a tiempo de sentir un poderoso estruendo que hizo estremecer su culo y sintió una vaharada de aire caliente y cristales rotos golpearle la cabeza.
Sokolov tenía una llave de tarjeta que le permitía llamar al ascensor, pero pensó que los yihadistas podían estar abajo en el vestíbulo, viendo el panel indicador. Podrían advertir que uno de los ascensores se ponía en movimiento y se detenía en la planta 43, y si era así, simplemente podrían matarlo cuando la puerta se abriera. Así que cogió mejor las escaleras, como había hecho Zula el otro día. Las bajó rápido, saltando por las barandillas y rebotando en las paredes. Pero seguía moviéndose mucho más despacio que aquellos tipos en el ascensor.
Temiendo que la salida de emergencia pudiera hacer saltar una alarma, corrió el riesgo en la puerta del vestíbulo, y la abrió un poco para comprobar si habían preparado una emboscada. No había nadie.
Podrían estar esperando para emboscarlo en las plantas de fuera, pero si sabían que estaba allí y quisieran hacerlo, lo habrían hecho de forma diferente. Así que salió impasible del edificio, bajó el camino de acceso y llegó a la calle. Entonces echó a correr, dirigiéndose a las terminales de los ferris, a menos de un kilómetro de distancia. Todo el camino estuvo alerta por si aparecían los yihadistas, pero no vio nada.
Un ferry cargaba en la terminal para Gulangyu. Sokolov trazó un amplio rodeo, evitando las farolas, y se dirigió a un muelle más pequeño y más bajo, donde había amarrados varios fuerabordas, con sus conductores fumando y charlando. Eran los taxis de alta velocidad para los pasajeros con dinero, y Sokolov los había observado con interés todo el tiempo que llevaba en Xiamen.
Por el camino había hecho buen reembolso en el Banco de CamelBak. Dejó que los taxistas vieran el fajo de billetes magenta en su mano. Esto atrajo su atención. No de un modo favorable. Los hizo ponerse nerviosos y recelar. Sokolov no podía preocuparse ahora mismo de su estado emocional. Señaló el agua con la cabeza y dijo:
—Gulangyu.
Uno de los taxistas fue más rápido que los demás; Sokolov acabó en su barco. Era del tipo de pequeño barco de placer que se ven a millones en los lagos y ríos de todo el mundo: un esquife blanco de fibra de vidrio con un gran motor fuera borda detrás, capaz de alojar a seis personas cómodamente. En un compartimento abierto había salvavidas de color naranja, probablemente cumpliendo alguna normativa, y ponchos de plástico desechables para los pasajeros con ropa fina que fueran sorprendidos por algún súbito aguacero.
El ferry había zarpado ya. A esta hora de la noche no había mucha gente que se dirigiera a Gulangyu. La mayoría de los pasajeros permanecía en el interior del ferry, iluminado, con techo y paredes de plexiglás, quizá para evitar el leve atisbo de frío en el aire; aunque aquí «frío» quería decir que a una mujer con un vestido con cintas finas como spageti podría ponérsele la carne de gallina al estar expuesta a la fuerza del viento.
Ni pizca de frío sentían cuatro pasajeros varones agrupados en una cubierta despejada en la proa del ferry, que miraban a Gulangyu señalando y charlando.
Mientras el bote adelantaba al ferry (pues iba el doble de rápido), Sokolov cogió un poncho de plástico, se lo echó sobre los hombros, y asomó la cabeza por el agujero central, luego se puso la capucha. Se la dejó puesta y no miró atrás, hasta un par de minutos después, cuando el taxista apagó el motor y dejó que el barquito se deslizara los últimos metros hacia la terminal de Gulangyu.
Mientras desembarcaba, Sokolov volvió la vista atrás y vio que el ferry no estaba tan lejos como esperaba. La lancha había acelerado más rápidamente al principio del viaje y lo había adelantado, pero el ferry, una vez en marcha, se movía más deprisa de lo que parecía.
De todas formas, seguía habiendo motivos por los que la gente pagaba más por las lanchas rápidas, y Sokolov supuso que tenía que ver con la congestión en las terminales. La isla de Gulangyu tenía parques, atracciones turísticas y bares que atraían a los jóvenes, muchos de los cuales intentaban volver a Xiamen en este momento, y por eso la terminal de este lado estaba mucho más abarrotada.
Hizo ademán de quitarse el poncho de plástico, pero entonces se lo pensó mejor. El taxista lo miró con extrañeza. Sokolov extendió la mano, la palma hacia arriba, y miró al cielo, tratando de comunicar por señas: «¿No le parece que va a llover?» No podía decir si el taxista lo entendía o no. Finalmente metió la mano dentro y sacó un par de billetes magenta. El taxista los aceptó y se dio media vuelta. Transacción finalizada.
Sokolov se echó la capucha sobre su cabeza afeitada. Se había rapado el pelo para hacerse más difícil de identificar, en el caso de que la OSP hubiera encontrado algún testigo de los acontecimientos de esta mañana o hubiera captado algo en las cámaras de vigilancia. Pero ahora lo hacía destacar y lo ponía en desventaja.
Atravesó el parque que asomaba al muelle para alejarse, sobresaltando a unas cuantas parejas de jóvenes enamorados, y luego cortó colina arriba por una empinada calle que se abría paso entre viejos muros de piedra. Era una de las pocas carreteras que aparecían en el mapa. Serpenteaba de un lado a otro, siguiendo los empinados contornos de la isla, evitando enormes macizos de piedra gris repletos de enredaderas, atrapados en las monstruosas raíces de los árboles, y ocasionalmente tallados con escaleras. De vez en cuando, al doblar una esquina, Sokolov se detenía y miraba atrás para ver si alguien venía por el mismo camino. No vio nada obvio. Pero la red de carreteras de la isla era un laberinto, y se podía llegar al edificio de Olivia desde más de una dirección.
De hecho, no estaba completamente seguro de dónde se hallaba; le parecía que tendría que haber llegado ya, pero en la oscuridad no podía ver ninguna de la referencias indicativas en las que se había fijado antes.
Su vista quedó bloqueada durante un rato por una hilera de altos árboles que crecían en la parte interior de un muro, marcando el límite de un complejo: una escuela o una institución gubernamental. Entonces llegó a un cruce y vio la referencia que estaba esperando: un hotel construido en lo alto de un promontorio rocoso, con terrazas y jardines que permitían una buena vista de Gulangyu, el estrecho, y la ciudad más allá. Había permanecido aquí un rato hoy, contemplando el patio del edificio de Olivia, viendo a la gente ir y venir, y tratando de elaborar un Plan C para entrar en el apartamento después de que los Planes A y B lo hubieran expuesto a riesgos inaceptables de ser detectado.
Así que ahora comprendió dónde estaba y dónde tenía que ir: por una calle que se bifurcaba a la izquierda. Pero bajando por esa calle, hacia él, llenando su anchura de una pared a otra, venía un grupo de media docena de jóvenes que, lo notó, habían estado disfrutando de unas copas y se dirigían ahora a la terminal de ferris. Se hallaban en un estado de embriaguez alegre y gregario, acosando a todo el que veían y tratando de entablar conversación de un modo que parecía amistoso pero en realidad era bastante agresivo. Uno de ellos ya había visto a Sokolov, absurdamente llamativo con su cabeza afeitada y su poncho de plástico, y lo señaló a uno de sus amigos. Sokolov se desvió a la otra rama de la calle y, en cuanto quedó fuera de la vista, salió corriendo durante unos cien metros para escapar del alcance de sus gritos.
Un callejón se presentó a su izquierda, y se internó en él. Tras seguirlo hasta el acechante hotel, empezó a ver referencias que reconocía. Tras subir corriendo por una escalera de piedra flanqueada por grandes árboles viejos, salió a la calle algo mayor que pasaba ante el edificio de Olivia. Allí se topó con un par de señoras mayores que habían salido a dar un paseo y lo miraron como si fuera un tití en un zoo. Las saludó amablemente con la cabeza y se volvió en dirección al edificio de Olivia. Dos mujeres jóvenes salieron de una verja y lo siguieron por la calle, riendo y haciendo gestos de querer sacarle una foto para enseñársela a sus amigas. Sokolov avivó el paso y rechazó la oferta.
Tenía que salir de este puñetero país ahora mismo.
Entonces allí apareció. La verja del complejo que albergaba el edificio de Olivia, absolutamente distintiva a causa de un árbol que había echado raíces en lo alto de la pared adjunta y extendía sus extraños miembros retorcidos por toda la mampostería, tratando de encontrar tierra donde crecer, posiblemente buscando refugio de la implacable atención de tres tipos distintos de enredaderas en flor que lo utilizaban como espaldera. Sokolov miró en todas direcciones y no vio nada raro en la calle. Atravesó la verja y entró en el jardín amurallado que rodeaba el edificio.
El lugar había sido construido al estilo general europeo tal como lo había reinterpretado el artesano local que el dueño había podido contratar hacía cien años. Era vagamente clásico, con una fila de cuatro finas columnas que sostenían un porche y, encima, un balcón. Ante él, en el porche, recortados contra las luces de la entrada, había cuatro hombres que comprobaban el lugar y hablaban por teléfono, moviendo la cabeza a un lado y a otro. Sokolov, sintiéndose como un niño que juega a algún tipo de juego ridículo, se ocultó tras un árbol para que no pudieran verlo si miraban atrás. Había pasado muchísimo tiempo desde la última vez que se vio reducido a esconderse tras un árbol, y no lo consideró un gran logro profesional.
Uno de los cuatro hombres iba vestido con un uniforme que le quedaba grande.
Sokolov se agachó y miró a través de un matorral.
El hombre de uniforme subió la escalinata de entrada y atravesó una fila de cuatro puertas de madera, con ventanas de cristal pero protegidas por barrotes de hierro. Más allá había un amplio vestíbulo de entrada, probablemente un recibidor en la época en que fue la mansión de un importante hombre de negocios. En esa nueva encarnación, estaba lleno de buzones de correos y tenía unos cuantos bancos y mesitas. Una serie de puertas interiores lo aislaban de las escaleras que daban acceso a los diversos apartamentos, pero Sokolov sabía que no estaban cerradas con llave gracias a su anterior exploración. El edificio no era seguro: el único cerrojo entre esos hombres y el interior del apartamento de Olivia era el de su puerta.
Los otros tres hombres echaron un último vistazo alrededor y entró.
Sokolov salió de su escondite y corrió hasta el lado del edificio que daba al agua y las luces de Xiamen. La pequeña terraza de Olivia estaba a dos pisos por encima de su cabeza. Un árbol brotaba del suelo cerca de la esquina del edificio, demasiado cerca. Probablemente había sido plantado al principio de la Segunda Guerra Mundial. Había crecido salvaje durante las décadas en que nadie cuidó del lugar, hasta que los nuevos dueños, al encontrar este árbol maduro de quince metros en su propiedad, fueron a por él con sierras, cortaron las ramas inferiores, y lo podaron hasta convertirlo en algo que se parecía más al producto de un jardín. No era el árbol más fácil ni más difícil de escalar que había conocido Sokolov: el único motivo por el que no lo había escalado antes fue que, a plena luz del día, podían haberlo visto desde las ventanas de los apartamentos de los pisos más bajos.